Rumbo al cuarto y último episodio de Juan Gabriel: Debo, puedo y quiero (México, 2025) -tercer largometraje documental de la realizadora mexicana María José Cuevas- aparece una entrevista muy particular: Juan Gabriel es entrevistado por su alter ego, Alberto Aguilera.
Mediante dos cámaras, una en un estudio, otro en una especie de sala, uno vestido de negro y otro vestido de blanco, Alberto Aguilera (nombre real del también llamado ‘Divo de Juárez’), le agradece a Juan Gabriel porque gracias a él “yo como, yo vivo, yo tengo casa”.
“Casas”, le revira Juan Gabriel, quien también agradece a su émulo aunque reconociendo que, por su culpa, lo ha metido en muchos problemas: “siempre te meto en líos, en demandas” (refiriéndose a sus conocidos problemas con Hacienda).
“Sin ti no puedo vivir”, dice Alberto. “Y yo sin ti me muero”, revira Juan Gabriel.
El intercambio, tan kitsch como honesto, es la culminación de uno de dos temas que rondan no solo en el documental, sino en la vida misma del cantante.
Primero la dualidad, la necesidad de no ser él sino otro: el que sube al escenario, el que baila, el que está “orgulloso de ser quién es”, el que da de brinquitos, el que no para de cantar, el que festeja su cumpleaños en el Baby O’, el de los aviones privados, el de las ventas millonarias, el del público que no para de aplaudir, el que hace bailar con pasos “amanerados” a mariachis bigotones, el que conquistó Bellas Artes derrotando (con ayuda de Carlos Salinas y de su esposa Cecilia Ocelli, ahí nomás) al los guardianes de los buenos modos y la alta cultura. Él era Juan Gabriel.
Abajo del escenario es Alberto, el chico de padres ausentes, abusado en su infancia por un cura, que pisó la cárcel múltiples veces por delitos menores, injusticias varias y en una ocasión por “amanerado”, el que pisó la cárcel por temas de impuestos, el que componía las canciones mientras viajaba en camión, el que las escribe en papelitos que deja regados por todos lados, el que de la nada se hizo de tres hijos, el que cantaba en la regadera, el que ante la mala leche vertida en una pregunta sobre su orientación sexual, contesta: “Lo que se ve no se pregunta”.
El segundo gran tema que hace evidente este documental es la profunda soledad que siempre acompañó al cantante. No hay que ir más lejos, un vistazo a sus letras más famosas confirma que la palabra que más veces aparece en su repertorio musical es “soledad”. Esa soledad lo lleva no solo a literalmente fabricarse a una familia (esos hijos que, al menos hasta donde yo sé, nunca aclaró de dónde venían), sino a tener a su propio doble. ¿Dónde empieza uno y dónde termina el otro? No siempre es evidente, sólo él sabe.
Y al final, lo que subyace de todo esto es la gran contradicción. Juan Gabriel es un artista que, en su propio absurdo, refleja las grandes ironías (a veces trágicas) de este país. ¿Cómo entender que en una nación tan profundamente machista y misógina como lo es México, alguien como Juan Gabriel sea rey?
“Un Ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma.”
Lo anterior, escrito por Carlos Monsiváis en su famoso ensayo “Juan Gabriel descifrado por Monsiváis”, el escritor (fanático irredento del cantante), anota que sin los requisitos arriba enlistados, se puede ser popular, pero jamás un ídolo.
El documental de José María Cuevas no es la simple memorabilia de una personaje singular, es una deconstrucción íntima y narrativamente emocionante de uno de los más grandes ídolos de México. Es la disección de un fenómeno nacional cuyo engranaje no es sencillo, sino de una compleja contradicción que mezcla un mar de pasiones: el amor, el abandono, la fiesta, el mariachi, la bebida, el dolor y la alegría.
El trabajo de José María Cuevas se antoja titánico. Hoy sabemos que Alberto Aguilera filmó compulsivamente toda su vida. ¿Qué es peor para un documentalista: no tener material de archivo con el cual trabajar o tener cientos (¿miles?) de cintas, grabaciones y fotografías que hay que explorar, revisar, catalogar y clasificar?
Cuevas cumple con la tarea mecánica, pero va mucho más allá, entregando una narrativa fluida, siempre interesante, llena de ritmo y que además juega las reglas de los seriales (ese corte justo antes de que inicie el concierto de Bellas Artes es de una crueldad y una maestría indecibles. Por su culpa me dormí a las cuatro de la mañana ya que era imposible no “Ver el siguiente episodio”).
Si René Cardona nos enseñó que “También de dolor se canta” (1950), Juan Gabriel convirtió aquella verdad en apoteosis de lo nacional: el dolor con Juan Gabriel se canta, se baila, y además se siente bonito. Por contradictorio que parezca.

