La política es la continuación de la guerra por otros medios (Focault dixit). Tiene entonces todo sentido que el siguiente largometraje del ganador del Oscar a Mejor Película Internacional por Sin Novedad en el Frente (2022), Edward Berger, sea un intenso thriller que sucede en el lugar donde se practica la política más dura e inmisericorde del planeta: el Vaticano.
Cónclave (Reino Unido, Estados Unidos, 2024) inicia, por supuesto, con la muerte del papa. El rito indica que se debe convocar al cónclave, la reunión de todos los cardenales del orbe para designar a un sucesor del Santo Padre. El encargado de toda la logística es el decano del Colegio Cardenalicio, el cardenal Thomas Lawrence (metódico Ralph Fiennes), y esta tarea no puede llegar en el peor momento: justo antes del deceso del Papa, Lawrence le había pedido renunciar alegando dudas de fé, pero el sumo pontífice le rechazó la propuesta una y otra vez.
Será que el sumo pontífice sabía que su muerte estaba cerca, o tal vez sospechaba de cierta traición. Sea como sea, el atribulado pero juicioso Lawrence parece la persona ideal para llevar a cabo el cónclave: un hombre que tiene muchas dudas sobre el proceder actual de la iglesia y que por ello no permitiría una elección desigual o un ejercicio que derive en concurso de popularidad.
Así, el guión escrito por Peter Straughan (basado en la novela homónima escrita por Robert Harris) hace de este evento un inquietante, divertido y acezante thriller político (y hasta de espionaje) que refleja la contradicción inherente del proceso: para elegir al Santo Padre se requiere de algo tan mundano como una vil elección (con papeletas, urna, candidatos y toda la cosa) de la cual saldrá a relucir el teje maneje más sucio que podría haber en política.
Y es que los curitas están prestos a sacar los trapos sucios del otro, mentir, ocultar, conspirar, prometer, provocar y hacer lo que cualquier candidato a algún puesto de elección popular haría con tal de llegar al poder.
¿Y la fe, oiga? Ya habrá tiempo para ella.
A la tensión que impregna el montaje a cargo de Nick Emerson se le suman los suaves movimientos de cámara del cinefotógrafo Stéphane Fontaine, quien lo mismo muestra la majestuosidad de la Santa Sede (recreada en parte en los estudios de la Cinecittá de Roma), como la tensión de los personajes, encerrándolos en primeros planos y close-ups que los exhiben dentro de sus laberintos de mentiras, sus vulnerabilidades y pecados.
Fontaine guarda espacio para -en espectaculares tomas cenitales- mostrar a estos cardenales como hombres pequeñitos que van por la Santa Sede con sus sotanas y sus paraguas. Es como si dios bajara a observarlos como lo que son: diminutos hombres que creen que detentan poder divino cuando están entregados a un vil proceso político tan sucio como el de algún partido político.
Y es que el desencanto del cardenal Lawrence es nuestro desencanto. Estos hombres, que al exterior parecen rectos soldados de dios, debajo de la sotana se están dando hasta con los dientes. Destacan el conservador cardenal africano Adeyemi (Lucian Msamati), el retrógrado cardenal Tedesco (Sergio Casttellito) -quien no tendría problema en iniciar una guera contra el Islam el día de mañana-, el exasperante cardenal liberal Bellini (Stanley Tucci) y ni se diga del hipócrita cardenal canadiense Tremblay (John Lithgow).
Está de más mencionar que el impresionante elenco hace el trabajo que se espera: no hay una sola actuación que no esté a la altura de apellidos como Rossellini, Tucci, Lithgow o Fiennes (¿alguien dijo Oscar?), sino que hasta los debutantes -el mexicano Carlos Diehz, interpretando al cardenal Benítez- entregan actuaciones acorde al reto de estar al tú por tú con estas leyendas de la actuación.
El suspenso y la intriga se mezclan en una crítica que da la sensación de ser cada vez más devastadora, y es justo rumbo al final donde Cónclave sorpresivamente se retrae, no da la mordida completa, no se atreve pues a jugar con rudeza en sus argumentos sobre la división, la corrupción y la suciedad que permea la iglesia católica.
La conclusión necesaria es que la iglesia no tiene remedio, pero el guionista y el director prefieren creer que un solo hombre bueno puede restaurar décadas de escándalos y corrupción.
Que Dios lo oiga.