Lo majestuoso de las salas de teatro, el poder que le imprime a una persona estar iluminada sobre el escenario, el eco omnipresente de un micrófono. La euforia de ser querido y admirado sobre las tablas, no es algo fácil de resistir. La combinación de luces, música y aplausos siempre ha sido embriagadora para quienes miramos y quienes se dejan idolatrar.

Durante siglos, los seres humanos hemos jugado —y necesitado— crear mitos, personas que nos hagan sentir que se puede escapar de la vulgaridad de la cotidianeidad, que parecen tocadas por la magia de la felicidad y el éxito sin sombras, pero precisamente la proyección de nuestros deseos es la descripción más pura de lo que es el mito y su ficción.

Algunas definiciones de la Real Academia Española son: “concepto muy arraigado y deformado de algo o alguien reales. Persona o cosa muy estimadas de las que se ha formado un mito. Atributo irreal o inventado”.

Al centrar la idea en celebridades se puede pensar fácilmente en Marilyn Monroe, Elvis Presley, María Callas, Elton John, Lady Di, Frida Kahlo y, por supuesto, Chavela Vargas, entre muchos otros. De todos ellos, en las últimas décadas, se han hecho biopics que nos adentran en su lado más humano, que buscan desmontar el mito para mostrarnos personas de carne y huesos con miedos, carencias y debilidades. Almas frágiles que cuando se bajan del pedestal y se alejan de las multitudes buscan la aprobación y el amor incondicional sin descanso. Algo que, paradójicamente, se hace más difícil cuanto más idealizados y expuestos están.

La soledad de la cumbre, de encarnar los deseos de los otros, consume. Chavela Vargas, la última chamana, como nombra a su obra la dramaturga Carolina Román, es otro mito que la creadora intenta despiezar con el libreto y partituras que estos días resuenan en las tablas madrileñas del Teatro Marquina. Amada por Frida Kahlo, deseada por Diego Rivera, querida por todos a los que ha hecho pensar en ella al tener un hondo pesar, Vargas fue, es y será mito. Pero lo que pocas veces se había explorado es el peso de ello. Lo enternecedor que puede ser desnudar a una imagen perfecta y traerla al terreno de los mortales para comprobar que esa piel también se escuece, se rompe, se endurece. Escuchar el canto de desgarro de una Chavela que se siente frágil al acercarse a la muerte, pero que mira directamente a “la pelona” con dignidad no es un acto fortuito. Viene de una persona que supo atravesar los infiernos.

No es casual que, en la actualidad, en la que nos acercamos a la información, a las estrellas y a las historias de forma más democrática y transversal, también podamos asumir que aquellos a quienes nos gusta subir a la cima pueden mirarnos fijamente y seguir siendo leyendas. Narraciones fantásticas de nuestros deseos, esperanzas y consuelo que necesitamos como referente. Es justo agradecer a quienes están dispuestos a ocupar ese sitio y afrontar la crueldad de que los creamos perfectos, eternos, plenos, aunque nunca lo hayan sido.

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