Llevamos años viendo escenas que ni el más arriesgado cineasta se atrevería a filmar. Barbaries nacidas del egoísmo, de la soberbia, de la falta total de empatía. Nos hemos acostumbrado al horror hasta volverlo paisaje. Ya casi nada nos sacude.
A estas alturas, hemos visto tantas secuencias de terror que es fácil caer en la desesperanza. Y, sin embargo, el arte sigue insistiendo.
El cine, esa linterna encendida en medio del caos, no se ha cansado de advertirnos sobre nuestra fragilidad, de recordarnos que seguimos siendo responsables del futuro que sembramos en cada gesto, en cada decisión, en la forma en que impactamos a quienes tenemos cerca. Pero también nos recuerda algo más: donde hay sombras, hay luz.
Y de eso va todo: de seguir buscándola. Necesitamos relatos que nos enseñen a mirar distinto, historias que despierten en lugar de adormecer. Narrativas que nos ayuden a encontrar un camino bien iluminado qué seguir en medio de la niebla que nos rodea.
En los últimos meses he escuchado a creadores que, desde distintos frentes, parecen susurrar la misma idea: todavía hay rutas humanas posibles para salir a flote. El escritor e intelectual mexicano Jorge Volpi lo ha dicho alto y claro desde el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque, que dirige en Madrid. El arte, asegura, no sirve para escapar del mundo, sino para enfrentarlo con más lucidez.
“¿Qué salva a la tierra del espanto si no es precisamente la cultura, el arte, la filosofía, el pensamiento, la ciencia?”, nos pregunta. Su programación actual es una declaración de fe absoluta en la sensibilidad y expresión como forma de resistencia.
Guillermo del Toro lleva años construyendo templos a la compasión. Ahora, antes de estrenar su Frankenstein, lo reafirma: el perdón es la única vía hacia la redención y su tema central. Paolo Sorrentino, con La Grazia, imagina al político imposible pero urgente: uno que escucha antes de hablar, que duda antes de prometer, que es íntegro. En tiempos de ruido e impunidad, su película es una apuesta por la honestidad, la paciencia y la justicia.
Y luego están los gestos reales del cine detrás del cine, los que trascienden la pantalla. Como el abrazo entre Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga durante la celebración de los 25 años de Amores perros. Dos titanes del cine mexicano que vuelven a llamarse hermanos después de años de distancia.
Detrás de las palabras preparadas para acompañar el momento se asomó la emoción de lo auténtico, el perdón hecho gesto. En un mundo donde abundan las fracturas, esa imagen es un recordatorio de lo que de verdad importa: reconciliarnos antes de que sea demasiado tarde. Porque los abrazos no dados, los silencios envenenados y los momentos perdidos no se pueden cortar en una sala de edición.
Hace unos días, Eugenio Derbez también me decía: “Solo aquello que tenga alma y autenticidad seguirá siendo conmovedor.” Y quizá de eso se trate todo.

