Aun cuando la reforma para el sector minero aprobada en 2023 no alcanzó la magnitud que muchas comunidades, activistas y académicxs esperabamos, su impacto fue positivo en cuanto al fortalecimiento de instrumentos de prevención, mitigación y responsabilidad ambiental, así como a una mejora en la transparencia y la participación comunitaria para el desarrollo de estas prácticas extractivas.

El hecho de que las condiciones de operación de las concesiones incorporen mecanismos de revisión de impactos hídricos o sociales establece un precedente muy importante para las grandes empresas en el que deben aprender a convivir y respetar los derechos de las comunidades y los ecosistemas, algo a lo que no estaban acostumbradas.

Sin embargo, en los últimos días (noviembre, 2025) se ha escuchado con demasiada insistencia la propuesta de abrir la puerta para revertir algunos de estos logros o de flexibilizarlos aún más para las empresas mineras. Lo anterior no sólo sería un retroceso, sino directamente una contradicción de fondo con el espíritu que enarbola este gobierno en el que supuestamente van primero lo más vulnerables.

Las comunidades indígenas y rurales que históricamente han sufrido los efectos adversos de la minería, como la contaminación del agua, la degradación del territorio y la fragmentación social, entre otros, dependen de esa nueva regulación para contar con defensas mínimas frente al poder extractivo. Y en un país donde la violencia contra los defensores territoriales es una de las más altas del mundo, una regresión normativa no sólo implicaría exponerse a nuevos conflictos socioambientales, sino profundizar desigualdades y riesgos donde justamente los actores menos favorecidos tienen menos margen de maniobra para exigir responsabilidad o reparación.

En nuestro país, el sector minero sigue teniendo un enorme peso económico y político, aunque su aporte al PIB es marginal; sin embargo, su presencia dentro del sector industrial no se traduce en bienestar colectivo, sino en la consolidación de un poder desproporcionado que le permite incidir en las decisiones del Estado, condicionar el diseño normativo y orientar las prioridades de inversión en función de intereses corporativos. Esta correlación de fuerzas explica por qué el sector minero está intentando que se dé marcha atrás a la ley minera de 2023 y por qué no se ha logrado la prohibición de la minería a cielo abierto, pese a sus altos impactos socioambientales comprobados. Esta última medida implicaría confrontar directamente a grandes grupos económicos, en cuyas operaciones se concentra una parte significativa de la producción y de las ganancias.

Que el gobierno decida mantener abierta la posibilidad de facilitarle la existencia a las empresas mineras mediante una reforma regresiva es un reflejo de la tensión que existe entre los objetivos de “crecimiento económico” y la exigencia mundial de demanda por minerales críticos -algunos de los cuales se extraen en nuestro país-.

La reforma de 2023 nos mostró que otro marco para la minería es posible, uno donde la rentabilidad no esté por encima de la dignidad de los pueblos y la salud de los ecosistemas. Dar marcha atrás sería claudicar precisamente ante quienes históricamente han pagado los costos -la personas más vulnerable- y ante un ecosistema que reclama límites planetarios. Ya no se trata únicamente de extraer minerales, sino de obtener justicia, de proteger lo que no tiene precio y de construir un modelo de desarrollo que garantice la equidad social y la sustentabilidad ambiental, incluso frente a la presión del capital.

Profesora Investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana. Integrante del grupo: Nuestro futuro, nuestra energía; de la red de Energía y poder popular en América Latina, así como de la Colectiva Cambiémosla Ya. Correo: gioconda15@gmail.com

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