Escribe George Steiner en su clásico Tolstoi o Dostoievski: “Estamos completamente rodeados de un nuevo analfabetismo, el analfabetismo de los que pueden leer palabras ásperas y palabras de odio y de relumbrón, pero que son incapaces de comprender el sentido del lenguaje en función de su belleza y su verdad”.
El populismo se alimenta de ese analfabetismo selectivo, que busca enemigos donde no los hay y que polariza a sociedades cansadas y nerviosas.
Cuando Juan Pablo II vino a México en 1979 clamó por la libertad de culto. Lo mismo exactamente había pedido Benito Juárez 120 años atrás y actuó para lograrlo.
Libertades, entonces. Al sentirlas amenazadas, nos percatamos de cuánto las queremos. Miles de años y de acontecimientos tuvieron que sucederse para que un presidente mexicano y un papa polaco coincidieran en un punto tan sensible, con la conciliadora exigencia que planteaban más de un siglo de distancia, una Revolución mexicana y dos guerras mundiales. Quizá el primer liberal fue Agustín de Hipona cuando en el siglo V aseveró: “Confía en Dios y haz lo que quieras.” El mundo de hoy podría traducir así estas palabras: “Ponle principios y valores a tu vida y luego actúa como decidas.” Y es que la libertad (nos lo inculcaron desde edades tempranas) ha de tener sus límites.
He querido volver a otro clásico: El liberalismo mexicano, de don Jesús Reyes Heroles. Recuerdo su prosa y su agudeza. Para ir del obispo de Hipona a Juárez y de Juan Pablo a Reyes Heroles, la filosofía política tuvo que trabajar horas extras tanto en las bibliotecas como en las tribunas, tanto en los escritorios como en los campos donde se dirimen diferencias de un modo u otro. Quiero decir: hoy hablamos de libertad y hablamos con libertad gracias a generaciones enteras de personas que alcanzaron un pacto muy general a partir de experiencias en ocasiones dolorosísimas para ellas y para comunidades enteras: ¿y si en vez de pelearnos aceptamos un acuerdo mínimo a partir del mutuo respeto sobre principios muy básicos, ineludibles, inconfundibles e incombustibles?
De libertad y liberación ya hablaban Buda y los Evangelios, y cada quien busque su modo y su acomodo, siempre que no dañe a terceros. Decir esto tomó milenios, y el acto de decirlo y el acto de practicarlo viven bajo amenaza constante.
Un biógrafo de Antonio y Manuel Machado señala una frase de Gregorio Marañón acerca de hasta qué punto sufrieron ambos poetas cuando ante la inminencia de la guerra civil española y al inicio de la misma en julio de 1936 se vieron ellos dos, liberales como sus padres y un par de abuelos, atrapados entre dos totalitarismos con los que evidentemente no podían identificarse. El biógrafo de Marañón, Antonio López Vega, señala por allí cómo el propio e ilustre endocrinólogo, biógrafo a su vez de Tiberio y del conde duque de Olivares, sufrió él mismo por idéntico motivo y en algún momento hizo sentir al dictador que en el ámbito de las ciencias y del pensamiento predominaban el espíritu analítico y los protocolos de las propias disciplinas, al margen del gobernante en turno. La foto de un Marañón exponiendo un trabajo médico frente a un auditorio donde el dictador, incómodo, es uno más de los oyentes, es un modelo ahora que existe un ataque serio a las universidades norteamericanas, pese a ser la fuente de lo que más le importa al presidente en turno: la riqueza. (Por lo pronto, los centros de investigación acaso ya realizan pesquisas para sustituir el litio y disminuir la necesidad de baterías chinas, hoy hegemónicas; tal vez debajo de la guerra comercial se encuentra el intento de vencer dependencias de este tipo, salvo que la guerra podría agravarlas.)
La libertad de expresión es un ejemplo típico de logros que nos han tomado siglos y que no se realizan –ni mucho menos– todo el tiempo en todo el planeta. Como las demás libertades, la expresión abierta y clara de las propias opiniones tiene sus reglas y sus límites. Me acuerdo por lo pronto de una vieja sentencia latina, que sigue siendo una guía tras dos mil años de existencia: “Lo que se afirma sin pruebas, se desecha sin pruebas.” Ante una multitud de espacios de expresión –prensa escrita, prensa en pantallas, radio, redes, conversaciones, congresos, simposios– un principio así nos ayuda a orientarnos.
Una persona llega a ser criticada en una columna. ¿Hay pruebas? Las pruebas suelen ser de dos tipos: documentos o argumentos; documentos como base de argumentos; argumentos como previsión de posibles documentos o como sustitución de los documentos cuando estos últimos no se encuentran o fueron borrados o son inaccesibles.
Basta este simple esbozo, sin duda incompleto, para que intuyamos de qué estamos hablando: la libertad de crítica es muy necesaria para la salud de la República y de sus instituciones y es a la vez un bisturí que debe emplearse con cuidado, con esmero. Es que hay personas detrás de la crítica, y ésta debe hacerse, sí, cuando hay pruebas sólidas de un tipo u otro y cuando los pronósticos no son profecías al aire, sino anticipaciones a partir de análisis serios, concienzudos.
Escribe Steiner: “tanto para Tolstoi como para Dostoievski la plenitud era una libertad esencial. Dicha libertad fue la característica de sus vidas y de sus personas, así como de su concepto sobre el arte de la novela”.
Las artes son espacios de libertad, y en ellos alcanza a sentirse una paradoja: mientras más reglas, restricciones y sujeciones se sigan, más ancha podrá ser la sensación de libertad. Esto debía sentir Sor Juana cuando remataba un soneto, ese género tan restrictivo, voluntariamente elegido.
Libertad, sí: pacto que tomó milenios y que los autoritarismos desprecian.