El anglicista alemán Wolfgang Iser habla de los sistemas de explicación del mundo; si son hegemónicos, entonces deben respondernos la inmensa mayoría de las cuestiones fundamentales en lo íntimo, lo privado y lo público; si son totalitarios, entonces se obligan a responder todas las cuestiones. En la práctica diaria, ningún sistema cubre con plenitud esta tarea: hay déficits, nos dice el anglicista. Las artes –por ejemplo, la literatura– entran justo allí y proponen respuestas a preguntas muy universales o muy personales o bien nos reconfortan ante las incertidumbres o bien nos orientan o bien plantean con exactitud las inquietudes que el régimen político no sabe exponer o no quiere que se expongan.

El éxito de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, es una prueba de lo anterior. Las guerras, sobre todo si son mundiales, atentan contra todos los sistemas de pensamiento y de explicación, sean laicos o religiosos, sean científico-experimentales o filosófico-argumentativos, sean letrados o populares. Los ponen en peligro. Ya durante la Primera Guerra Mundial un pequeño volumen de Rainer María Rilke, La canción de amor y muerte del alférez Rilke, había sido un consuelo y una orientación para los jóvenes que iban a la guerra justo en los años en que, como el protagonista Christoph Rilke, se encontraban en trance de enamorarse por primera vez y de pronto sufrían la angustia de la guerra, la nostalgia del hogar, las acuciantes preguntas por la muerte y el sinsentido de la violencia contra otros jóvenes, tan angustiados y tan tímidamente enamorados como ellos.

El principito es un libro arquetípico por diversas razones, y son los libros arquetípicos los que trascienden. Fue escrito en plena guerra de Hitler por un aviador de la Resistencia gala. El libro se publicó en Estados Unidos (abril de 1943). El autor, que ya había sido correo aéreo en Sudamérica (dejó un hermoso libro sobre el tema, reeditado en España por Ladera Norte), desapareció con su aeroplano para siempre en el Mediterráneo, como héroe de la Resistencia pocas semanas antes de la liberación de París (agosto de 1944). El carácter arquetípico de El principito obedece a por lo menos cinco razones: 1) ofrece respuestas prácticas y espirituales a asuntos decisivos en las relaciones humanas (desde los cotidianos hasta los anímicos); 2) vincula el mundo infantil y adolescente con el mundo adulto, sin omitir una crítica a este último; 3) deja un final abierto, que admite una lectura secular-inmanente y una lectura trascendental-eterna; 4) practica una poética de la brevedad profunda que en América Latina ejercieron Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, y 5) es probablemente el libro que inaugura el diálogo de la cultura letrada (hecha, sí, de letras) y la cultura mediática (hecha de imágenes, de íconos), gracias a la afortunadísima presencia de ilustraciones y a la decisión desde el inicio de convertir en tema una ilustración (una boa que se comió un elefante y que adquirió, a ojos adultos, la forma externa de un sombrero).

El joven principito, con su traje azul y su larga bufanda amarilla, se vuelve un ícono de la vida contemporánea en buena medida por ser un constructor de puentes, un pontífice entre los dos polos en cada uno de los cinco puntos. Ahora bien, la conciencia de la importancia de los íconos aparece en el populismo y es una característica de los regímenes políticos. Tan importante es este punto que una parte sustanciosa de la comunicación mediática refleja un duelo entre íconos de distinta procedencia, así como un duelo entre el ícono y el discurso, entre la síntesis y el análisis, entre el aglutinamiento visual y el desmenuzamiento argumentativo y demostrativo.

Desde la segunda gran conflagración bélica hasta este tercer decenio del siglo xxi estamos pasando de la gorra militar de Hitler a la gorra deportiva de un especulador inmobiliario norteamericano. Aparte de proteger su fragilísimo y rebelde cabello, el especulador sabe venderse de manera icónica con su rojo chillón y los mensajes sin duda sintéticos que va colocando sobre la visera, y ello vuelve a la gorra una marquesina ambulante y en rotación, idónea para quien negocia baratijas y territorios.

Vestirse de pontífice, de constructor de puentes, es una amenaza contra la capacidad representativa de los íconos, los cuales acompañan a la humanidad desde los primeros balbuceos de la especie. Desde luego, el pintoresco personaje quiere influir en el cónclave de estas horas, aunque quizá logre lo mismo que consiguió en Canadá y en Australia: exactamente lo contrario de lo que quería. José Emilio Pacheco recordaba que también Hitler (de cuyo suicidio se están cumpliendo ochenta años) alcanzó lo contrario de sus deseos: una Alemania, no enorme, sino dividida durante casi medio siglo (ayer, 8 de mayo, se cumplieron justos ocho decenios de la capitulación incondicional); un Estado de Israel cada vez más fuerte; un regreso de la visión liberal del mundo, frente a las embestidas del totalitarismo. Uno o dos cardenales parecerían afines en actitudes y posturas al especulador inmobiliario.

El malestar en la globalización, del Nobel Joseph E. Stiglitz, nos recuerda la responsabilidad del Fondo Monetario Internacional (fmi) y del gobierno de Bill Clinton en el sostenimiento del corrupto Boris Yeltsin en Rusia: “El fmi es una institución política. El rescate de 1998 obedeció a una preocupación por mantener a Boris Yeltsin en el poder, aunque conforme a todos los principios que deberían orientar los préstamos, ello tenía poco sentido. La callada aquiescencia, cuando no el respaldo abierto, a la corrupta privatización de préstamos a cambio de acciones se fundó en el hecho de que la corrupción era por una buena causa –la reelección de Yeltsin–. Las políticas del fmi en esas áreas estaban íntimamente enlazadas con las opiniones del Tesoro durante la Administración de Clinton. […] / Estaban atemorizados por el peligro inminente de un retroceso hacia el comunismo. Los gradualistas, en cambio, temían que el peligro genuino estribase en el fracaso de la terapia de choque: la mayor pobreza y las menores rentas minarían el apoyo a las reformas del mercado. Otra vez, los gradualistas acertaron” (pp. 297-298).

Más de un cuarto de siglo después, decisiones de este tipo contribuyen a explicar fenómenos de las horas actuales. Y aquí vamos, con el cacique neoyorquino investido de ícono que polariza (la gorra color rojo chillón) y de ícono que quiere influir en decisiones de otras esferas internacionales, pese a ser un nacionalista (se viste de papa, poniendo en ridículo su propia investidura y llevando la aptitud icónica del ser humano a niveles ínfimos).

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