El papa Francisco manejó mucho mejor su sucesión que Barack Obama y Joe Biden las suyas en 2016 y 2024, respectivamente.
El papa León XIV inspira simpatía, consenso, bonhomía. Desde luego, no digo que el cardenal Robert Prevost fuera el único candidato del pontífice argentino. El cónclave, de hecho, tenía un muy buen número de cartas, y la baraja habla de una diversidad dentro de marcos institucionales. Pero es indudable que el cargo que por decisión de Francisco ocupaba el cardenal Prevost le ofreció a este último un espacio para darse a conocer en muchos ámbitos de la vasta institución y para mostrar sus capacidades administrativas, la ecuanimidad y generosidad de su mando y por lo tanto su conocimiento de las personas.
Obama –me parece– quedó atrapado por el peso de los Clinton en el aparato del Partido Demócrata; además, era muy buena la percepción que el presidente de origen afroamericano tenía de Hillary Clinton, y él así lo dijo reiteradamente. Biden, en cambio, fue un paradigma de falta de timing, de carencia de humildad y de pérdida de las prioridades para el partido y sobre todo para el país y el mundo.
En todo caso ahora, como se ha dicho, el mundo tiene dos jefes de Estado norteamericanos. A uno el Perú lo recibió gustosamente; el otro quisiera expulsar a muchísimos extranjeros, peruanos incluidos.
Y si juzgáramos a la Santa Sede y a Estados Unidos por sus procesos de sucesión, por sus opciones, por los resultados y por las palabras de sus respectivos líderes, deberíamos decir que la primera tiene un sólido futuro y que los segundos deben entrar en un importante proceso de reflexión acerca de su elección de las personas más preparadas para los puestos de autoridad y decisión más relevantes, así como acerca de la viabilidad del sistema bipartidista, por lo demás muy poderoso y resistente, como se advierte en España, donde los dos partidos mayores buscan desembarazarse de las alternativas surgidas hace unos años a un lado y otro del espectro (la ultraderecha de Vox sigue siendo una espina, así como los pequeños partidos nacionalistas).
Pero no quiero hablar hoy de esto, aunque es un tema serio. Quiero hablar de hambre, ya que mucha gente –y en especial niñas y niños– la están padeciendo.
¿Cuáles son los deseos más primitivos, tan primitivos que se asumen como apetitos originarios? No tenemos que ir a los libros de antropología para respondernos. Un exquisito novelista del siglo xx, Graham Greene, nos da una respuesta.
Greene supo de espionaje, de guerra, de catolicismo. Citaré una escena de El poder y la gloria (1940). El título remite al gran código del que habló el teórico N. Frye, esto es, a la Biblia. Se trata de un título irónico, pues el protagonista es un sacerdote a quien han atrapado la guerra cristera y la persecución de presbíteros tras la llegada al poder de dos gobernantes jacobinos: Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928).
La escena nos remite a algo más que a un deseo; nos arroja al deseo antes del deseo, al primer deseo, a la necesidad pura, a la urgencia de sobrevivir, al apremio por excelencia cuando de lo que se trata es de aferrarse a la vida, primero que nada y antes que todo:
Todavía era muy de mañana cuando cruzó el río y subió chorreando por la orilla opuesta. No esperaba encontrar a nadie por allí. Reconoció la casita con galería, el tejado de hojalata del cobertizo, el mástil con la bandera… […]
Tanteó alrededor con un pie; estaba tan hambriento que unas pocas bananas le hubieran caído mejor que cualquier otra cosa (llevaba dos días sin comer), pero allí no había ninguna, absolutamente ninguna. […]
[…]
Y la vida llegó: una perra mestiza que se arrastraba cruzando el cercado; un animal asqueroso, de orejas torcidas y que arrastraba gimoteando una pata herida o rota. Tenía también el lomo lacerado. Se acercaba muy despacio; se le veían las costillas como expuestas en un Museo de Historia Natural; era evidente que no había comido en muchos días: la habían abandonado.
De todos modos, conservaba una especie de esperanza, al contrario que él. La esperanza es un instinto que tan sólo el razonamiento humano puede matar. […]
[…] Oía gruñir la perra en alguna parte y la encontró en lo que había sido cocina. Estaba echada sobre un hueso, enseñando ferozmente su vieja dentadura. Una cara de indio vacilaba fuera del enrejado mosquitero, como algo colgado a secar, oscura, marchita, repelente. Fijaba los ojos en el hueso como si lo codiciara. Vio acercarse al cura y desapareció como si jamás hubiese estado allí, dejando la casa en idéntico abandono. El cura también miró al hueso.
Quedaba en él un poco de carne. Una nubecilla de moscas se posaba encima, muy cerca del hocico de la perra, la cual, una vez desaparecido el indio, tenía los ojos fijos en el cura. Todos eran rivales. Él avanzó un paso o dos y dio un par de patadas en el suelo.
––¡Fuera, fuera! –ordenó, palmoteando.
Pero la perra no se movía, extendida sobre el hueso, concentrando en sus ojos amarillos cuanta resistencia quedaba en su cuerpo roto, rugiendo entre dientes.[1]
Siempre vivimos –nos dice Borges– al final de los tiempos, en el sentido de que no ha habido segundo más actual que este mismo que ahora ya es superado por el siguiente y por el siguiente y por el siguiente: cada escena ocurre al final de los tiempos, por más cotidiana que sea, por más ordinaria. Y esto podría otorgarle un dramatismo que tal vez debería ayudarnos a vencer todo odio, todo resentimiento, todo desprecio: el tiempo nunca había llegado tan lejos como está llegando justo ahora, y estamos aquí para testimoniarlo. Las personas nos convertimos en personajes a la orilla del tiempo, al filo de la desconocida intemporalidad o atemporalidad o acaso eternidad.
El dramatismo de esta conciencia, por fugaz que sea, se agudiza cuando el fin de los tiempos no es una emoción metafísica, sino una sensación física: el hambre va debilitando el cuerpo sin que la conciencia se apague al punto de la completa resignación.
¿El milenarismo intuye esta realidad metafísica y la vuelve física, quizá por hambre de absoluto y no únicamente de leche y pan? Hoy mismo, eso sí, mucha gente en el mundo pasa el hambre del padre José en El poder y la gloria y la sufre por diversas razones. Y hoy mismo muchas personas se solidarizan con aquellas que sufren hambre, especialmente los niños en situación de sitio, de guerra. Miguel de Cervantes padeció hambre y quizá por eso eligió el cerco de Numancia para su tragedia más apreciada y por eso El Quijote se refiere una y otra vez al hambre y a la necesidad de satisfacerla, aunque sea superando las convenciones que el caballero andante sigue e impone, más hambriento de gloria y de amor cortés que de ollas podridas y salpicones.
Durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella Europa sintió hambre. España la sentía desde la guerra civil y desde antes. Conmueven las últimas horas de Teresa de Jesús, cuando la llevan a Alba de Tormes para que acompañe el nacimiento de un niño y haga propicio un buen parto con sus oraciones y hasta con su sola presencia; pues bien, por el camino desfallece, se desangra, se angustia, y no hay en toda la ruta un par de rebanadas de pan o dos huevos que se compren a cambio de los cuatro reales que sudan en la cansada mano de su asistente.
La historia de la humanidad deja resumirse desde varias perspectivas. Una es la lucha contra el hambre física. Y, desde que esta hambre se resuelve, la historia casi se asimila a la lucha contra hambres que se van volviendo apetitos de fama, de dinero, de gozos, de poder.
Y si al revisar tal historia nos preguntamos cuál es el poder último, casi como la última ratio, tal vez pensaríamos que consiste en la posesión de las armas, sobre todo si son las más avanzadas en tecnología. Sin embargo, más de una vez ha ocurrido que un pan y unos zapatos secos son más valiosos que todas las armas disponibles. Dos ejércitos, los más poderosos en su hora, el napoleónico en 1812 y el nazi en 1942, se hundieron en tierras rusas durante el invierno, y las armas no sirvieron, en efecto, ni para sentarse en ellas. Un especialista en Shakespeare me lo ha dicho: el célebre clamor final de Ricardo III, “A horse, a horse, my kingdom for a horse!”, pone en valor lo verdaderamente importante en momentos verdaderamente concretos. Estamos ante unas últimas palabras del poder que se basó en la usurpación, la seducción mendaz y el oportunismo.
Ricardo III vivió el fin de su tiempo.
Hoy, en estas horas de fin de los tiempos, contengamos la respiración mientras Greta Thunberg y otros once voluntarios surcan el Mediterráneo para llevarles comida a niñas, madres, abuelas.
[1] Graham Greene. El poder y la gloria. Traducción de Guillermo Villalonga. Barcelona: Seix Barral, 1984 (1940), pp. 161-166.