Ayer se presentó mi libro La literatura hispanoamericana entre los siglos xix y xxi (Madrid: Cinca, 2024).

Se trata del primer número de la Colección Estudios Latinoamericanos, cuyo presidente de honor es Leonel Fernández Reyna, de República Dominicana, y cuyo director es Antonio López Vega, determinante para las tareas en América Latina de la Fundación Ortega – Marañón y del Instituto Universitario de Investigaciones Ortega – Marañón.

Mis hilos conductores para un campo de estudio tan grande (y creciente cada mañana, tarde y noche) fueron las tres construcciones que se mencionan en el subtítulo: nación, sentido, públicos.

Ante campos amplísimos, los hilos conductores se vuelven hilos de Ariadna para no perderse en el laberinto.

La escritura ha sido decisiva en las tres construcciones a lo largo de doscientos años. Además, cada una se ha ligado con las otras dos: figuras como Andrés Bello en Venezuela y Chile, Miguel Antonio Caro en Colombia, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, el conde de la Cortina y Luis de la Rosa en México, entre muchísimas otras, se movieron literalmente a caballo entre la creación individual y la edificación de instituciones, entre la poesía y la dirección de revistas y periódicos.

En síntesis, las circunstancias y el deber los obligaban a moverse entre los distintos poderes, y tres de ellos –Caro, Sarmiento, Mitre– llegaron a ser presidentes de sus respectivas repúblicas, sin que descuidaran la pluma: Sarmiento nos legó el Facundo (1845); Mitre, una de las mejores traducciones de la Divina Comedia y un trabajo historiográfico con fuentes de primera mano, incluido él mismo como combatiente y político.

Mitre, además, compró en 1870 La Nación, que cobijó a Rubén Darío en años difíciles y que subsiste hasta hoy.

Andrés Bello fue maestro de Simón Bolívar, el “general en su laberinto”, según lo describe Gabriel García Márquez.

¿Cuáles son los laberintos de la literatura latinoamericana en nuestros días? Quizá ya es rarísimo el carácter magisterial de un escritor ante un político, en un esfuerzo compartido por comprender las difíciles condiciones de cada hora y del “vientre de coco” del que habló Ramón López Velarde en esa síntesis de nación y sentido que es La suave patria.

La construcción de públicos sigue siendo una labor inconclusa, y sin públicos suficientes no hay sistema literario. Y fácilmente se cae en la mera industria con sus criterios contables o, si se prefiere, mercantiles.

¿Pero por qué habría de subsistir la literatura si los requerimientos de lírica, de narrativa, de drama, de crítica se pueden hoy satisfacer con ayuda de las pantallas chicas y grandes y de géneros como la biografía, que de por sí oscila entre lo literario y lo historiográfico?

Hablé de síntesis. La literatura ha alcanzado niveles de comprensión sintética que se hermanan con potestades como la anticipación y la generación.

Si –por ejemplo– se estudia el terrorismo, conviene que recordemos la novela matriz sobre el tema: Demonios (1871-1872), de –¿quién más?– Fedor Dostoievski.

Demonios incide en la laberíntica mentalidad terrorista como no puede hacerlo ninguna otra forma de expresión humana: ese nivel de profundización, de abarcadora comprensión, de forma que siempre es fondo, le está reservado a la gran literatura. En Dostoievski hay síntesis, anticipación, estímulo para la creación: su obra es legado.

Estoy leyendo Jürgen Habermas. Una biografía (2014; traducción en 2020), de Stefan Müller-Doohm. Tal vez no sabemos (o lo habíamos olvidado) que la República Federal de Alemania sufrió una serie de atentados terroristas hacia los años setenta.

Habermas nació en 1929 y es acaso el pensador vivo más importante; durante siete decenios se ha movido por los meandros de la discusión teórica y práctica, filosófica, sociológica, lingüístico-comunicativa, y sale airoso con su defensa crítica de la democracia y del consenso como instrumentos para resolver pacíficamente las muchísimas diferencias acerca de todos los temas posibles.

La obra de Habermas tiene un gran poder de anticipación, de síntesis, de estímulo, aunque no es literatura, pero sí concluye sustentándose en el análisis de la lengua y la comunicación para comprender los mecanismos más profundos de las sociedades.

Desde antes de 1973 el autor meditaba acerca de los Problemas de legitimación en el capitalismo tardío: hay una “desigualdad de pesos”, resume su biógrafo, cada vez mayor entre un “Estado orientado a intereses generalizables” y “un sistema de economía capitalista que ignora los criterios del bien común”. Además, urgen “legitimaciones que logren un consenso”. Y si los “déficits de legitimación” crecen, provocan crisis “cuyos síntomas se muestran primero en los ámbitos políticos y socioculturales” (pp. 199 y ss.).

¿Apenas podemos conjeturar qué pensaría Dostoievski de la Rusia actual, ese país que ya de por sí es grande por su territorio, sus paisajes, su literatura, su música, su danza, su arquitectura, sus artes plásticas, sus matemáticas, su astronomía y su astronáutica, su ajedrez? Podemos, eso sí, conjeturar qué pensamos nosotros.

¿Estamos entrando en un laberinto político a nivel planetario? Hay quien habla de renovadas conductas imperialistas, con actitudes que parecían superadas después de la afortunadamente fallida expansión territorial del nazismo. Hay quien habla de un nuevo reparto de zonas de influencia. Hay quien habla de una pugna a muerte entre el proteccionista nacionalismo económico y el libre comercio. Esta pugna es uno de los temas de La campaña (1990), de Carlos Fuentes, según lo menciono en La literatura hispanoamericana…

Presentaron mi libro dos personalidades: Jon Juaristi, poeta, ex director de la Biblioteca Nacional de España, y Fernando Rodríguez Lafuente, especialista en vanguardias mexicanas y ex director del Instituto Cervantes.

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