Hace años una voz literaria intentaba escribir un Tractatus a la manera de Ludwig Wittgenstein. Tres de sus proposiciones rezaban así: “1. La esencia del poder es el dinero.” “2. La esencia del dinero es el poder.” “2.1. El gobernante que dice ‘No hay dinero’ no está diciendo ‘No hay dinero’; está diciendo ‘No hay gobernante’, a menos que sea genial.”
Los eventos mundiales de estos días atarean a especialistas en sociología, ciencia política, historia, derecho, análisis del discurso, migración, relaciones internacionales, demografía, geografía, geopolítica, salud, educación, ética y otras ramas de la filosofía…
Las ciencias sociales, económicas y humanas disponen de un laboratorio, en ocasiones el único a la mano, aunque –eso sí– enorme: la realidad misma. Y la realidad de nuestros días ofrece mucha materia prima con todas sus interconexiones, superposiciones, organizaciones.
Precisamente de estos tres elementos ha escrito un clásico de la sociología, Michael Mann, en sus doctos volúmenes acerca de Las fuentes del poder social, publicados a partir de 1986 desde sitios que son de por sí fuentes de poder simbólico: Berkeley, Essex, Londres…
La especie humana creó las artes para darse el derecho a ejercer espacios de expresión, comprensión, libertad. En el uso de ese derecho, aquella voz literaria parecería volverse muy enfática en el vínculo –esencialista– entre poder y dinero.
Ahora bien, los recientes brincos de un pintoresco multimillonario en los tablados –y tableros– políticos globales y la presencia de otros multimillonarios durante la reciente toma de posesión en “D. C.”, ¿nos acercan a una plena “plutocracia”, palabra que para alguien con sensibilidad muy lingüística y muy analógica anda pareciéndose demasiado, ¡ay!, a “cleptocracia”?
En todo caso, Mann nos alerta contra las generalizaciones simplificadoras: ni esta sospecha ni nada en la vida pública se dan de modo homogéneo, permanente e inexorable. ¿Nuestras incomprensiones mutuas les deben mucho a tales generalizaciones?
La documentada sabiduría y la prudencia científica de Michael Mann y de otras figuras nos invitan a eludir determinismos catastrofistas y paralizantes. La moneda, después de todo, está en el aire. De hecho, la historia humana deja simbolizarse como una moneda en el aire que de pronto cae en un sentido y de inmediato es levantada y vuelta a elevar. Y, por si fuera poco, no estamos ante una moneda, sino ante muchas simultáneas.
Redes de relaciones y de intereses y de ideologías nos han conducido a los resultados electorales de noviembre. A simple vista se advierten fortísimos lazos entre poderes políticos y poderes económicos. Más aun, con los brazos levantados y las rodillas flexionadas en el aire se nos restriegan esos lazos como una victoria que sabe de genuflexiones, aunque las haga en el vacío.
Ya el célebre Leviatán, de Thomas Hobbes, comenzó su edificio de filosofía política con capítulos acerca del poder de esas personas que somos: “El poder de un hombre (universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental. Poder natural es la eminencia de las facultades del cuerpo o de la inteligencia, […]. Son instrumentales aquellos […] como la riqueza, la reputación, los amigos […]. Por consiguiente, tener siervos es poder; tener amigos es poder, porque son fuerzas unidas” (México: Fondo de Cultura Económica, 1940, p. 69).
Famosa es la hipótesis de Hobbes: nos unimos en estados y sociedades por miedo mutuo. Sin duda, para el pensamiento de hoy este “miedo mutuo” no puede ser una categoría absoluta, sino coyuntural, pues puede ser fomentado o disminuido mediante el control de todos los medios disponibles. Y estos dependen, entre otros factores, de “nuevas técnicas de organización que aumentaron mucho la capacidad para controlar pueblos y territorios” (Michael Mann. Las fuentes del poder social i, p. 16).
Hoy ese fomento del “miedo mutuo” se da mediante mecanismos que habrían interesado a William Shakespeare: construiría un personaje como Yago, paradigma del intrigante, y lo movería a nivel planetario.
Mann arranca de la hipótesis de que los seres humanos somos “inquietos, racionales y voluntariosos” y somos “la fuente original del poder” (p. 18). La democracia, con todos sus desafíos, busca concretar esta idea; se enfrenta a las numerosas tensiones y a los múltiples forcejeos que vemos todos los días en las primeras planas y en otros sitios.
Mann distingue el poder autoritario (por ejemplo, el militar, el político, el administrativo) y el poder difuso, que “no manda directamente; se propaga de forma relativamente espontánea, inconsciente y descentralizada. Los sujetos se ven obligados a actuar de una forma determinada, pero no por orden de una persona u organización concreta. La forma típica del poder difuso son las organizaciones de poder ideológico y económico” (ii, p. 22).
Figuras del Partido Demócrata como Bernie Sanders y Alejandra Ocasio-Cortez buscan conducir el poder difuso del imaginario colectivo hacia los temas centrales de la auténtica agenda social, más allá de si ahora el Golfo de México se llamará Golfo de América y si el Capitán América (rápida réplica compatriota, compensadora) se llamará Capitán México.
Todas las personas tenemos poder, sugieren Thomas Hobbes y Michael Mann. Algún tipo de poder poseemos, sí, al punto de que se nos podría definir y describir por nuestros respectivos poderes “naturales” e “instrumentales”. Mann habla de cuatro grandes fuentes de poder: ideológica, económica, militar, política. De esas cuatro fuentes podrían desprenderse los diez grandes tipos de poderes que dejan entreverse en interacción compleja, nerviosa, superpuesta, a veces fugaz, a veces perdurable: ejecutivo, legislativo, judicial, mediático, financiero o económico, armamentista, industrial o empresarial legal, industrial o empresarial ilegal, de organizaciones sociales e ideológicas de todo tipo y, por último, ciudadano, el más numeroso y el más disperso.
Seguiremos viendo cómo se mueven los distintos poderes a partir de sus respectivas fuentes, siempre dinámicas.