El libro Maestras de vida. Biografías y bioficciones (2021), de Manuel Alberca, me remite a Kafka. Los años de las decisiones, de Reiner Stach (2002, traducción en 2003, aparecida bajo el sello de Siglo xxi España).
El capítulo “La Gran Guerra” hace una pertinente síntesis de la combinación de factores estructurales y factores individuales (élites con poder de resolución a gran escala) como causas de la Primera Guerra Mundial (pp. 547-575), que podría haber sido evitada.
Ambos factores son decisivos antes del inicio de estas o aquellas hostilidades. Ya comenzadas, los individuos poderosos corren un fuerte riesgo de verse rebasados por los acontecimientos. Esto pasó con dos emperadores –el de Alemania y el de Austria Hungría–, quienes en el último minuto aún estaban en condiciones de detener la conflagración:
El 27 de julio [de 1914], se puso a la firma del emperador Francisco José la declaración de guerra a Serbia. En ella se decía que soldados serbios habían ya abierto el fuego en la frontera. Al emperador sólo días después se le dijo que se trataba de una falsa noticia (muy probablemente de encargo), cuando el Ministerio de Exteriores ya había manipulado convenientemente el documento. Cuando Guillermo II llegó a ver la respuesta serbia, servil (y aun así valorada como insuficiente), al ultimátum austriaco, tiró del freno y envío al Ministerio de Exteriores la instrucción escrita de que se aconsejara a Viena cambiar de rumbo: ya no había razones para la guerra. El canciller Bethmann Hollweg modificó esta instrucción y esperó a transmitirla el tiempo suficiente como para que fuera demasiado tarde (p. 676).
El imperio de Francisco José desapareció a los pocos años. Alemania dejó de ser un reino: ambos signatarios lo perdieron todo, y sus casas dejaron de regir.
La filosofía de la historia y la historiografía han buscado dar respuesta a la pregunta sobre los caminos que siguen los acontecimientos. Allí tenemos al italiano Gianbattista Vico y al germano Friedrich Hegel, afanosos en ofrecernos las líneas de los movimientos colectivos a lo largo de los siglos precedentes y para el mundo venidero. Pues bien, ni siquiera las supercomputadoras más actuales serían capaces –hasta hoy– de incorporar todos los factores determinantes: para explicarnos el mundo, seguimos a merced de nosotros mismos.
Las conductas erráticas en cierto liderazgo mundial son indicio de que la persona respectiva está siendo manipulada, quizá incluso por sí misma, en fase de profunda imprevisión e incomprensión de cuanto se encuentra en juego: un títere de su propio ego, una marioneta de sus pulsiones y sus intereses particulares.
Aquellas horas de julio, en pleno verano europeo, nos muestran un caso de noticias falsas, de manejo del timing, de debilidad en momentos cruciales y de consecuente manipulación. (Las mil y una noches nos entregan relatos con rasgos muy similares en lo fundamental, en lo profundo, y únicamente las circunstancias exteriores van cambiando.)
La frase “guerra mundial” nació entonces, mientras Kafka –nos dice Stach– escribía El proceso, síntesis y anticipación de miles y miles de arbitrariedades como aquellas que expone la notabilísima película brasileña Aún estoy aquí, ganadora de un Óscar hace días.
Aquella guerra causó la muerte de millones de soldados y, como nos lo exponen especialistas, fue el primer conflicto bélico en que murieron más civiles que militares: los atropellos a los todavía muy precarios derechos humanos hicieron que las casas, los poblados, los campos de labranza proporcionaran menos seguridad que los mismísimos frentes de guerra, con todo y los peligros que estos últimos entrañaban.
Dos consecuencias más: la fatídica fiebre de 1918 y la Segunda Guerra Mundial, con setenta millones de muertos, cortesía de los totalitarismos narcisistas.
No, no se tiene derecho a invocar una tercera guerra, si quien la nombra es una de las personas más responsables de conducir los acontecimientos por las vías del derecho internacional, de la verdad, del sentido común, de la inteligencia estratégica, de la visión.
Responsabilidades, sí. Habría un magno responsable si se provocara un conflicto nuclear: quien tiene más poder. Sería un Hitler del siglo xxi, junto con sus evidentísimos aliados.
Stach nos cuenta que el periodismo de 1914 carecía de las herramientas analíticas e investigativas de hoy y se reducía a repetir rumores y a recoger “las migajas” que dejaban caer aquí y allá los despachos oficiales. Así contribuía a la confusión, al desánimo, a la parálisis. La irresponsabilidad llegó a ser tan grande que los gobernantes decidieron que habría guerra (y la ganarían muy pronto) y se fueron de vacaciones: es que era julio.
El periodismo contemporáneo, la filosofía, la historiografía tienen la tarea de explicarnos con nitidez los acontecimientos en sus líneas mayores y en sus líneas específicas. ¿Una línea?: el senador Bernie Sanders recorre su país con algunos datos –como suele decirse– “escalofriantes”: 800 mil personas sin techo por toda la Unión Americana. Muchas de esas personas perdieron hace poco sus trabajos, sus casas, su patrimonio. Por aquí o por allá anda la historia de alguien que ya carece de todo, excepto de un traje, una camisa y una corbata “por si un día vuelven a llamarme”.
Bernie Sanders merece estima por su seriedad, su congruencia, su lucidez. Focaliza el problema en una oligarquía que ha perdido toda noción de templanza, de mesura. Él no está contra nuestro legítimo derecho a capitalizarnos, pero es que la concentración bruta de la riqueza cierra el paso a muchísimas personas que pudieran hacerse de “activos”. El comunista José Stalin fue el mayor asesino de comunistas; el capitalismo “de cuates” (como lo llama un apreciado economista) es el mayor destructor de capitales y capitalistas.
De las palabras de Sanders y del nuevo líder del Partido Liberal canadiense, Mark Carney, se desprende lo siguiente: se trata de una lucha entre dos capitalismos. ¿Cuál terminará ganando? ¿Un capitalismo destructivo, inconsciente, narcisista, nacionalista y proteccionista porque hoy le conviene (me dice el mismo especialista) ser nacionalista y proteccionista: así hay más ganancias? ¿Un capitalismo con reglas, con búsqueda de bienestar, con respeto a los pactos y al planeta? Después de todo, cada mañana nos despertamos a generar suficiente riqueza para satisfacer los requerimientos mínimos de los ocho mil millones de personas que ya somos. El sistema funciona, pese a los imponderables pícaros. “El capitalismo es coyuntural”, nos dice Fernand Braudel, que algo sabía del tema. La coyuntura es la pugna entre dos formas generales de capitalismo, agotadas otras opciones.
No nos desanimemos. Sanders y Carney lo exponen: lo único que no se nos permite es la desesperación que paraliza. Después de todo, este fascismo dos–punto–cero es un destructor neto de sentido; allí tenemos la experiencia de Viktor Frankl para recuperarlo: el ánimo que da el sentido.