Cuando la humanidad ofrece, como conjunto, signos de enloquecimiento… o dicho sin más vueltas: Cuando la humanidad enloquece, le da por sentirse con el derecho a ejercer una explotación extrema de millones de individuos.
No olvidemos que somos la única especie viva capaz de destruirse a sí misma… varias veces: una cortesía más de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, conflictos con orígenes ideológicos y con derivaciones económicas y por supuesto sociales y políticas. Ah, y militares.
Especialistas exploraron los alrededores de Waterloo. Esperaban encontrar vestigios de miles de huesos: los esqueletos de soldados que no tuvieron la suerte de Fabricio del Dongo, protagonista de La cartuja de Parma, de Stendhal. Fabricio quería ser un héroe. Adoraba a Napoleón. Buscaba ser maduro. Se proponía obtener historias, detalles, anécdotas. Finalmente vio la crudeza de una auténtica batalla y terminó preguntándose si de veras había estado en Waterloo, de donde a fin de cuentas salió indemne.
Miles y miles de otros jóvenes cayeron aquel día de 1815. No tuvieron augurios favorables ni siquiera para que sus huesos descansaran: se cuenta que tales especialistas no hallaron osamentas humanas porque los agricultores de la época las habrían aprovechado por el fosfato, valioso para las siembras y escaso en el mercado.
Si lo anterior es cierto, entonces el nazismo no fue la primera ideología que llegó a la barbarie de hacer con cuerpos humanos aquello que ya de por sí les hacemos a otros mamíferos y a otras ramas de las distintas fases evolutivas (y, por lo que salta a la vista, asimismo involutivas) de la vida sobre el planeta.
Los campos de concentración (Konzentrationslager) del totalitarismo hitleriano se llamaban a veces campos de trabajo (Arbeitslager). Eufemismos aparte, un campo de concentración es un espacio para que actúe impunemente lo peor de lo salvaje. De hecho, Konzentrationslager no era en principio y en sí misma una expresión explícitamente negativa, como sí lo era Zwangsarbeitslager (campos de trabajo forzoso).
La explotación partía de la urgencia de no perder una guerra que no podía sino perderse. Paul Kennedy nos da una causa para la paulatina debacle de los nazis, preparada sobre todo por los propios nazis: “Probablemente, sólo la economía de los Estados Unidos hubiese podido soportar, sin grandes dificultades, la tensión producida por este grado de gastos en armas; la economía alemana, ciertamente, no podía. / El primer problema grave, poco percibido por los observadores extranjeros de la época, fue la estructura por completo caótica de la toma de decisiones nazi, algo que parece que Hitler fomentó con el fin de conservar la autoridad suprema” (Paul Kennedy. Auge y caída de las grandes potencias. Traducción de J. Ferrer A. Barcelona: Plaza & Janés, 1989 [1988], p. 384).
El voluntarista Hitler había abierto tantos frentes que sintió necesaria la explotación absoluta de seres humanos, hasta el punto de emplear partes de cuerpos para producción industrial. La realidad tenía que obedecer al cabecilla en todos los aspectos. La psicología sabe de estos rasgos de personalidades por lo común ávidas de poder.
El único saldo positivo de la Segunda Guerra Mundial parecía haber sido la atenuación de las aspiraciones de conquistas territoriales. Se prefirió por años la conquista de los imaginarios simbólicos y anímicos. Mediáticos. El propio México del nacionalismo revolucionario se dio el lujo de llamar desde 1930 a la XEW “La voz de la América Latina desde México”. Y hubo, en efecto, una conquista mediática acompañada de algunas pantallas grandes y chicas. Fue la época de oro de la expansión simbólica mexicana.
Y desde luego se fue abriendo paulatinamente el espacio para un libre comercio que sin duda favoreció la multiplicación de los beneficios, sobre todo en el último tercio del siglo XX y los primeros años del XXI. Me dicen mis asesores que poderosos empresarios norteamericanos favorecen el libre comercio cuando les conviene y el proteccionismo cuando… les conviene. Y ahora les conviene el proteccionismo porque no quieren la sombra china y la sombra europea.
Las guerras comerciales podrían definirse en términos de cliente-vendedor: quiero que compres mi producto, pero también quiero matarte. Quiero que compres mi producto y de paso quiero destruir tu poder productivo. Quiero que compres mi producto y, en la misma oferta, quiero hacer polvo tu poder adquisitivo, de modo que ya no tengas con qué comprarme mi producto.
El burdo Hitler no tenía suficientes neuronas ni experiencia para entender que mi presunto enemigo era en realidad al mismo tiempo mi proveedor y mi cliente potencial, en círculos de ganancias mutuas. Hoy podríamos apelar a una mayor suma de neuronas y no podríamos decir que no sabíamos lo que nos esperaba. ¿Lo sabemos, lo clamamos y no tenemos el poder para evitarlo? Correríamos el riesgo de ser Casandra, como lo corre Greta Thunberg, según nos lo recuerda Fernando Solana Olivares.
Si un país no quiere tener amigos, siempre querrá tener clientes. Podríamos portar carteles por las calles: No me mates; soy tu cliente.
El capítulo 3 de La cartuja de Parma narra aquellos pasos de Fabricio por Waterloo. El ritmo narrativo es tan vertiginoso que prácticamente reinaugura el cine, sesenta años antes que los Lumiére. (Ya Shakespeare había inaugurado el séptimo arte mediante un teatro de dinamismo “cinemático”; Charles Dickens y Charles Chaplin completaron la tarea, acaso también Buster Keaton y alguien más.)
Reitero mis deseos de que la verdadera literatura recupere sus viejos poderes para que nos cuente qué pasa y qué sigue.