En la teoría democrática, la comunicación social del Estado tiene una función esencial: informar con transparencia sobre políticas públicas, promover la rendición de cuentas y fortalecer el vínculo entre gobierno y ciudadanía. En la práctica, sin embargo, esa línea se ha vuelto cada vez más difusa.

En México, la comunicación institucional ha mutado, particularmente durante los últimos años, hacia un modelo en donde la frontera entre informar y persuadir se desdibuja, configurando una narrativa de poder sostenida en la propaganda política más que en el derecho a la información.

En el ecosistema mediático actual, las oficinas de comunicación social de las instituciones federales operan con estrategias propias de campañas políticas permanentes. Las conferencias matutinas, los videos institucionales, las sesiones de los impartidores de justicia y los contenidos oficiales en redes sociales han reemplazado al boletín tradicional, dando prioridad el relato propagandístico sobre la rendición de cuentas.

Como advierte Manuel Castells, catedrático de la Universidad de California y profesor emérito de la Universidad de Oxford, “el poder en la era de la información no se impone: se comunica”. Esta afirmación cobra un sentido literal cuando observamos que el discurso gubernamental busca moldear percepciones más que ofrecer datos verificables.

El resultado es un fenómeno que la profesora Victoria Camps (Universidad Complutense de Madrid) denomina “comunicación moralmente condicionada”: aquella que se legitima en nombre del bien común, pero que en realidad persigue fines de autoafirmación política.

El concepto de propaganda ha evolucionado. Ya no se trata únicamente de carteles o spots oficiales, sino de ecosistemas narrativos sostenidos en métricas digitales, microsegmentación y control simbólico del discurso público.

Investigadores del Reuters Institute for the Study of Journalism (Oxford University) indican que los gobiernos democráticos contemporáneos utilizan los medios institucionales y las redes sociales con una sofisticación comparable a la del marketing comercial, configurando una “propaganda algorítmica” que refuerza burbujas ideológicas en lugar de promover debate informado.

En el caso mexicano, la narrativa del poder federal se articula bajo tres ejes recurrentes como la centralización del mensaje en la figura presidencial, en donde la conferencia matutina opera como plataforma de comunicación directa y, al mismo tiempo, de exclusión simbólica hacia voces críticas.

Busca también la descalificación sistemática de medios tradicionales y periodistas críticos, lo que reconfigura la credibilidad en torno a la voz oficial. Todo lo demás no existe.

Pretende en un tercer eje, una colonización del espacio digital mediante contenidos audiovisuales de apariencia informativa, pero de naturaleza propagandística, distribuidos en redes y tiempos oficiales.

Este modelo no es exclusivo de México. Según un estudio de Shorenstein Center on Media, Politics and Public Policy (de Harvard University, 2023), las democracias en crisis tienden a transformar la comunicación gubernamental en una “campaña permanente de legitimación.

La profesora María José Canel, referente en comunicación gubernamental de la Universidad Complutense, distingue entre comunicación pública —que busca informar y rendir cuentas— y comunicación gubernamental, que intenta persuadir. Cuando la segunda sustituye a la primera, la comunicación social deja de ser un servicio público y se convierte en un instrumento propagandístico de poder.

En México, las fronteras entre ambos modelos parecen haberse diluido. Los presupuestos de comunicación social, formalmente destinados a informar sobre políticas públicas, se orientan cada vez más hacia la autopromoción política.

La propaganda moderna se disfraza de información cívica; su peligro radica en que no miente abiertamente, sino que edita la verdad.

Frente a esta tendencia, la sociedad mexicana enfrenta un desafío doble: exigir rendición de cuentas comunicativa al Estado y fortalecer los mecanismos de independencia de los medios públicos.

En un país en donde la palabra presidencial puede opacar la voz ciudadana y a los medios de comunicación independientes, la comunicación social debería servir como puente, no como megáfono.

La democracia no se sostiene en la propaganda del poder, sino en el derecho a la información veraz, verificable y transparente. Y ese, quizá, es el desafío comunicacional más urgente en México.

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