La decisión del Departamento de Transporte de Estados Unidos (DOT) de poner fin a la alianza Delta-Aeroméxico no es un trámite burocrático más: es una llamada de atención para la política aérea mexicana. Desde 2016, esta coordinación aeronáutica permitió optimizar precios, rutas y horarios entre ambos países, apuntalando la conectividad y el turismo. Hoy, el rompimiento revela vulnerabilidades estructurales que la política nacional ha ignorado por años.

México depende del mercado estadounidense para más del 60 % de sus visitantes internacionales. El fin de la coordinación entre Delta y Aeroméxico amenaza rutas secundarias que hoy son viables gracias al flujo combinado de ambas aerolíneas. Ciudades como León, Mérida o Monterrey podrían ver recortadas sus frecuencias directas, afectando cadenas hoteleras, transporte local y empleos indirectos. La competencia entre ambas aerolíneas se reactivará, pero en el corto plazo eso no significa mejores precios. Sin la posibilidad de planificar juntas, cada una buscará proteger sus rutas más rentables. Menos asientos disponibles en rutas secundarias suele traducirse en tarifas más altas. Para quienes viajan por negocios o para visitar a familiares en ciudades medianas, el golpe al bolsillo podría ser considerable.

Enfrentar precios más altos y menos opciones, resentirá la conectividad nacional, justo cuando el sector turístico comenzaba a recuperar fuerza tras los estragos de la pandemia. Adicionalmente, habrá un impacto negativo a la economía regional, especialmente en los destinos nacionales menos consolidados.

Un ejemplo de este efecto dominó comenzaría con Aeroméxico, quien tendrá que reconfigurar su red y su estructura de costos. A partir de ello, tripulaciones, personal de tierra y proveedores podrían enfrentar recortes o traslados forzados. La cancelación de rutas secundarias implica menos horas de vuelo y posibles despidos. El golpe no se limitará a la aerolínea: los aeropuertos medianos perderán actividad, afectando a trabajadores de seguridad, mantenimiento y servicios complementarios. Frente a este escenario los sindicatos del sector enfrentarán un dilema: negociar ajustes dolorosos o presionar para defender condiciones que permitan recuperar competitividad sin sacrificar empleos.

En la cadena de afectaciones, el turismo también sufrirá. Ciudades mexicanas fuera del circuito Cancún-CDMX-Los Cabos dependen de estas rutas para atraer visitantes de EE.UU. Menos vuelos directos significan menos turistas, menos ingresos locales y menos razones para que nuevas aerolíneas se arriesguen a cubrir esas rutas. Para comunidades que habían ganado conectividad gracias a esta alianza, el retroceso es claro.

El DOT justificó su decisión señalando distorsiones de mercado por la gestión de slots en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) y decisiones unilaterales como el traslado forzado de carga al Aeropuerto Internacional Felipe

Ángeles (AIFA). Este es un reproche directo a las políticas mexicanas que han ahuyentado confianza de inversionistas y socios. Si México no revisa su política aeroportuaria, que prioriza proyectos políticos sobre eficiencia operativa, perderá atractivo para alianzas internacionales.

El AIFA, aún subutilizado, no sustituye las redes consolidadas en el AICM. La fragmentación de operaciones encarece la logística y dificulta mantener rutas rentables. El resultado: menos frecuencias y menos competencia real.

Un llamado a la política pública: recuperar credibilidad y competitividad.

Más allá de las aerolíneas, el problema es sistémico. México necesita demostrar a EE.UU. y a la industria global que respeta acuerdos y garantiza certidumbre regulatoria. Ello implica: transparencia en la asignación de slots en el AICM; una política aeronáutica integral, no improvisada por razones políticas e incentivos para fortalecer rutas regionales, evitando que solo sobrevivan los grandes hubs. Sin estas correcciones, México arriesga no solo conectividad, sino inversiones futuras en aviación y turismo.

La ruptura Delta-Aeroméxico no es solo un pleito corporativo y debe llamar la máxima atención de las autoridades mexicanas en materia de transporte: es la punta del iceberg y una grave señal de cómo las decisiones unilaterales en infraestructura y regulación pueden tener efectos devastadores en empleo, turismo y competitividad. Seguramente, y por las mismas razones, otras alianzas comerciales que se encontraban en proceso como la de Viva Aerobus y Allegiant podrían difuminarse de manera permanente en perjuicio de millones de pasajeros que hubieran podido verse beneficiados en rutas, disponibilidad y costos. Si el gobierno mexicano no corrige el rumbo, el país perderá altura en el mercado aéreo global, y las pérdidas en rutas, empleos y confianza serán solo el principio de una turbulencia mayor.

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