Los paradigmas equivocados han sido la raíz de las grandes tragedias del presente y de nuestro pasado inmediato. La declaratoria de culpabilidad de Ismael “El Mayo” Zambada no significa el fin de un imperio criminal, sino el cierre de un capítulo en la historia de un capo que por casi cinco décadas encabezó uno de los entramados más poderosos del narcotráfico. Como él mismo dijo alguna vez a Julio Scherer: “Si me atrapan o me matan, nada cambiará”. Y tenía razón: nada cambiará mientras el mercado siga vivo, porque mientras la demanda subsista siempre habrá quien la provea. Mientras la tristeza y la euforia sean parte de la naturaleza humana, el alcohol y las drogas rondarán en el ambiente. El problema no es solo el capo, sino la estructura económica, social y cultural que ha hecho posible su existencia.

El abogado de Zambada, Frank Pérez, declaró tras la abdicación criminal ante la justicia norteamericana de su cliente: “La información que tiene El Mayo se queda con él”. Sin embargo, esa afirmación es, en realidad, la confirmación de todo lo contrario. En el mundo de la justicia norteamericana nada se queda guardado para siempre: lo que El Mayo sepa seguramente será dosificado, administrado y utilizado por las autoridades estadounidenses según su conveniencia institucional y política durante los próximos años. No hay silencios eternos cuando se trata de aprovechamientos políticos o de narrativas institucionales en temas de seguridad.

El narcotráfico ha hecho crisis en México más que en cualquier otra parte del continente, no por su capacidad de producción o tráfico de drogas, sino por la debilidad política y la consecuente fragilidad institucional. A ello se suma la tolerancia social y el acompañamiento en muchas regiones a estas leyendas criminales, en parte por el control territorial que ejercen, en parte por la ausencia del Estado. El resultado es una normalización del dominio criminal: en muchas comunidades, los narcos llenan vacíos de poder, proveen servicios y hasta construyen legitimidad, disfrazados de benefactores sociales.

Los paradigmas erráticos que han abonado a esta distorsión son múltiples y peligrosos:

  • “Hay que pactar con los criminales para garantizar una aparente paz y definir sus áreas de operación: la llamada pax narca”.
  • “Mientras los gringos consuman drogas, el problema es de ellos”.
  • “Todas las instituciones mexicanas son corruptas; no hay nada que hacer”.
  • “Los narcos son buena gente con su gente; su negocio criminal no los hace malas personas”.
  • “Los policías y militares asesinados seguramente estaban metidos con ellos o algo hicieron mal”.
  • “Que fluya el narcotráfico para que la economía se mantenga activa y saludable”.

Estos paradigmas, profundamente arraigados en lo social y lo institucional, no solo han catapultado a la delincuencia: la han legitimado. La violencia diaria es la expresión más visible, pero también está en la cultura: música, corridos, series y relatos que han enaltecido figuras criminales como si fueran héroes o Robin Hood modernos. Incluso instituciones religiosas, símbolos de espiritualidad y defensa de la vida, han sido permeadas, sirviendo como intermediarios o legitimadores de pactos de control criminal bajo el argumento de que todo ser humano merece la bendición de la Iglesia.

La declaración de culpabilidad de Zambada confirma que el negocio trasciende a los capos y que México no puede seguir confiando en la idea equivocada de que la captura de un líder traerá la paz. Mientras la demanda de drogas en Estados Unidos sea inagotable, y mientras México siga siendo un terreno fértil de corrupción, impunidad y tolerancia cultural, las organizaciones criminales seguirán reproduciéndose con nuevos nombres y nuevos rostros.

La verdadera transformación no empieza con la sentencia a un capo o el desmantelamiento de un grupo criminal. Comienza con decir, sustentando en realidades acreditables, las cosas como son; con iniciar una reconstrucción institucional asumiendo que los cambios verdaderos podrán tardar diez años o más; con aceptar socialmente que ese paternalismo institucional donde el gobierno lo es todo y la sociedad no debe cambiar es falso; y con entender que sin la participación ciudadana y su cambio de paradigmas no hay estrategia institucional que funcione a mediano y largo plazo.

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