En estos días se abrió un debate político que ha adquirido importancia, el origen es la publicación de un artículo del expresidente Ernesto Zedillo, “México: de la democracia a la tiranía” (Letras Libres), que revela una confrontación entre dos visiones sobre el sistema político y la democracia en México.

Lo que se dice en el discurso político tiene importancia por la posición que ocupa el emisor; el hecho de ser un expresidente, quizá el único que podría defender el régimen que él contribuyó a construir con dos reformas importantes, la electoral y la judicial, le dan a este debate un carácter singular. Del otro lado tenemos al actual régimen, que en voz de la presidenta encabeza la respuesta con un ataque hacia los puntos más debatibles del sexenio zedillista: privatización de ferrocarriles, puerta giratoria (empresa-exfuncionario), el Fobaproa, la matanza de Acteal, etcétera.

La tesis de Zedillo es que la democracia mexicana está muriendo, se encuentra en una fase final debido a las reformas que han realizado AMLO y Sheinbaum: la judicial, la desaparición de organismos autónomos, el debilitamiento del INE, la militarización de la seguridad; en consecuencia, lo que surge ahora es una tiranía. El oficialismo no discute los argumentos del expresidente, sino que lo ataca por otras decisiones de su sexenio. Estamos frente a la confrontación de dos visiones sobre el sistema político.

Si dejamos de lado los adjetivos de las dos posiciones, podemos ver que la disputa es entre los logros de la transición a la democracia y el surgimiento de un nuevo régimen postransición, que cada día se parece más al viejo sistema de partido hegemónico que protagonizó el PRI, el partido de Zedillo. Quizá estamos frente a un nuevo episodio del viejo pleito de familia entre los grupos del nacionalismo revolucionario y la tecnocracia, proyectos que dividieron al partido gobernante durante la sucesión presidencial de 1988. Zedillo señala que AMLO se mueve en la nostalgia del viejo partido, que es donde se formó políticamente. Sheinbaum descalifica al expresidente Zedillo y le quita cualquier autoridad moral para ubicarse ahora como un “paladín” de la democracia, por los graves “errores” de su gobierno.

El sexenio de Zedillo fue el último en donde el PRI gobernó como partido dominante, incluso a la mitad de ese periodo empezaron los gobiernos divididos. Dos reformas de esa administración fueron piezas importantes de la transición democrática. La reforma judicial de 1994-1995 fue un impulso modernizador que cambió el perfil del poder judicial, con factores positivos como hacer de la SCJN un tribunal constitucional; la carrera judicial y el método de nombramiento de los integrantes de la Corte; el Consejo de la Judicatura; la protección de derechos de minorías. También hubo aspectos negativos como la imposibilidad de mejorar la impartición de justicia, es decir, fue una reforma modernizadora con resultados limitados. Otra reforma del zedillismo fue la electoral de 1996, que permitió construir una institución autónoma, un sistema plural y competitivo de partidos para tener alternancia, equidad y cómputos transparentes. Sin embargo, no resolvió los problemas del dinero sucio en las campañas y los excesos de inversión en los medios.

Con el testamento de AMLO para cambiar el régimen, entramos a una nueva fase, que según Zedillo y muchos críticos, está acabando con un modelo democrático incipiente, para instaurar una tiranía. En blanco y negro, Zedillo tiene razón en que es mejor un sistema de carrera judicial que una elección popular de jueces; es mejor un organismo autónomo para tutelar el derecho a la información, que un organismo administrativo del ejecutivo; es mejor una representación plural en el legislativo que una mayoría construida con trampas a la ley. Sin embargo, el oficialismo no quiere discutir el sistema democrático, sino el Fobaproa. Sheinbaum tiene razón en que esa solución a la crisis del “error de diciembre” generó graves problemas de endeudamiento.

El nuevo régimen mejoró los salarios y los programas sociales para bajar la pobreza, pero destruye la democracia. ¿Se hubieran podido mejorar las condiciones salariales sin desmantelar las instituciones de la democracia?

Investigador del CIESAS. @AzizNassif

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