Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006, Paul Auster leyó un discurso memorable sobre el sentido del arte donde defendió su “inutilidad” como un valor; habló de la narrativa y la avidez por los relatos que la humanidad comparte desde la infancia y de la novela que “es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”.
El texto se publicó en un diario y mi hijo, fascinado, lo recortó. Desde entonces, y aunque hace mucho que Miguel se independizó y su recámara cambió de muebles y hasta de libros, el recorte sigue donde él lo colgó, detenido con una tachuela roja, en un corcho sobre la pared. Su permanencia es un misterio. Nadie se atrevió a quitarlo nunca. La nota destaca: “Me he pasado la vida entablando conversación con personas que jamás conoceré”.
Auster sostiene una relación íntima con sus lectores. Ahora descubro que sus libros y cientos de párrafos subrayados están repartidos en cada rincón de mi casa. En el librero de Moni y María permanece Timbuktú, que leyeron en la adolescencia encantadas de que la voz narradora sea la de un perro cuyo compañero de andanzas es un poeta callejero que le dice: “Eso es todo lo que siempre he soñado, Sr. Bones. Para hacer del mundo un lugar mejor. Para traer un poco de belleza a los rincones monótonos del alma. Puedes hacerlo con una tostadora… con un poema… extendiendo tu mano a un extraño. No importa la forma que adopte. Para dejar el mundo un poco mejor de como lo encontraste. Eso es lo mejor que un hombre puede hacer jamás”. En el estante vecino encuentro Sunset Park y el párrafo sobre una artista que dibuja: “Quiere que sus cuerpos humanos transmitan la extraña y misteriosa sensación de estar vivo: nada más que eso, y nada menos. La idea de la belleza no le preocupa. La belleza no necesita mucha dedicación”.
Auster nos entregó su vida a lo largo de su obra: “Lo que pueda contarse habrá de decirse desde dentro, desde tu interior, del cúmulo de recuerdos y percepciones que sigues llevando en el cuerpo contigo”, decía. En mi buró está La invención de la soledad, en la tele Smoke, los demás libros en el estudio, desde Leviatán hasta Baumgartner, su última novela, en la que el protagonista, escritor y profesor universitario, necesita creer: “No una verdad científica, quizá, no una verdad verificable, sino una verdad emocional, que a la larga es lo único que cuenta”.
Una de las escenas autobiográficas que más me conmueven está en Diario de Invierno. Narrado en segunda persona comparte, casi al final, los tiempos de bloqueo creativo, un año sin escribir un solo poema, cuando pasaba por el momento más negro de su vida, a sus 31 años… y entonces: “Los bailarines te salvaron”, afirma contundente y describe esa noche de 1978 cuando acudió con un amigo a un ensayo público de ballet en Manhattan y experimentó “el fulgurante y epifánico momento de claridad que te abrió paso por una grieta del universo y te permitió empezar de nuevo”.
En otra página, cita a Joubert: Hay que morir inspirando amor (si se puede). Probablemente, reflexiona Auster, no exista mayor logro humano que merecer amor al final. Y vaya que él lo logró.
Cuando devuelvo el recorte del periódico al corcho donde pertenece, me percato de que, ahí mismo, otra tachuela detiene el dibujo donde aparece una bailarina. Parece un guiño escapado de El cuaderno rojo, que también palpita en otro librero, como las historias y frases de Auster depositadas en todos los rincones de una casa y en el alma y la memoria de sus habitantes.