En 2021 publicó El libro de la esperanza. Ahí, el escritor Douglas Abrams le pregunta: “¿Cuál será tu próxima aventura?” Jane Goodall contesta: “Morir”. Y explica: “Bueno, cuando mueres o no hay nada, en cuyo caso está bien, o hay algo. Si lo hay, que es lo que creo, ¿qué mayor aventura que descubrir lo que es?”

La respuesta la define: curiosidad y pasión por el conocimiento. Contaba que al año y medio de edad su mamá la descubrió con un montón de gusanos en su recámara; a los cinco, en una granja, pasó todo un día de observación para saber cómo ponían huevos las gallinas y cuando al fin la encontraron, lejos de regañarla su madre le preguntó qué había descubierto… Así, decía Jane Goodall, “se crea un pequeño científico: con curiosidad, paciencia, preguntas y una madre que apoya”. La suya, Margaret Myfanwe, era novelista y alimentó la pasión de su hija con libros sobre animales. Los amaba desde que era una niña en Londres, donde nació en 1934. A los 10, pasaba tardes enteras en una librería de segunda mano viendo libros. Se topó con Tarzán, el rey de los monos y, desde entonces, ir a África se convirtió en un sueño.

En su texto de esta semana, dedicado a la naturalista (así le gustaba que la llamaran), María Popova asegura que pocos visionarios en la historia de nuestra especie han cambiado nuestro entendimiento de la naturaleza y de nuestro lugar en ella, como Jane Goodall. Y eso, porque no concibió la ciencia como un jardín amurallado y separado de la totalidad de la vida. Formada en el amor a los libros, “puso la materia prima de la literatura, es decir, la compasión, en el centro de su trabajo científico”.

A los 23 años, invitada por el antropólogo Louis Leake, realizó su sueño. Luego de seis meses de observación en Gombe, Tanzania, pudo hacer su gran descubrimiento: los chimpancés utilizan herramientas. Y comprobó que los lazos familiares, el aprendizaje, el juego, la crianza, las conexiones emocionales, la experimentación y la expresión de sentimientos, desde el amor y el altruismo hasta la violencia entre grupos, son más parecidas a nuestras conductas sociales de lo que se pensaba. Y que nos hace diferentes el lenguaje oral.

Jane Goodall nos hermanó con los demás seres vivientes. El antropocentrismo recibió un golpe: “No somos los únicos seres sociales, ni los únicos con personalidad, inteligencia y sentimientos”.

Goodall publicó 16 libros y escribió 11 más para niñas y niños. Activista y viajera incansable, iba por el mundo creando conciencia y proyectos comunitarios para la recuperación de ecosistemas y modos de vida sostenibles. Insistía en que estamos a tiempo y que el efecto acumulado de miles de acciones éticas puede ayudar a conservar el mundo para las generaciones futuras. “Millones de gotas hacen un océano”, escribió.

Gracias al Fondo Mexicano para la Conservación de la Naturaleza (FMCN), que la invitó a México, pude entrevistarla en 2016. Me dijo: “No podemos dejarlo todo en manos de los gobiernos y los científicos, cada persona puede hacer la diferencia todos los días. Plantar árboles y cuidar animales es importante, pero también cambiar hábitos de consumo, decidir qué compramos, pensar de dónde viene el producto, que tanto combustible se usó para trasladarlo o si la producción implicó esclavitud infantil…”

Jane Goodall murió hace una semana, con la mirada creativa y la curiosidad intactas, lista para descubrir el misterio mayor. Deja una estela de inspiración para quienes, como ella, observan al mundo con esperanza: “En el intelecto y el indomable espíritu humano, la resiliencia de la naturaleza y el poder de las y los jóvenes”.

adriana.neneka@gmail.com

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