El papa regresaba de un viaje a Japón en 2019 cuando le preguntaron qué ha de aprender de Oriente nuestro lado del mundo. Contestó: “Creo que Occidente carece un poco de poesía”.
Mi intención era invitar a la relectura de la Encíclica Laudato Sí: Sobre el cuidado de la casa común del papa Francisco y, en especial, el capítulo donde reflexiona acerca de la “Ecología cultural”, en el que destaca el valor de las comunidades aborígenes y su relación sagrada con el territorio en la conservación del medio ambiente. Igual que Sebastião Salgado en su exposición Amazonia en el Museo Nacional de Antropología.
En eso, me topé con la Carta del Santo Padre Francisco, sobre el papel de la literatura en la formación (4 de agosto de 2024) y también me atrapó. Se trata de un texto acerca de la importancia de la lectura de novelas y poemas en quienes se preparan para el sacerdocio. Observa con preocupación que, salvo excepciones, la atención a la literatura se considera como algo no esencial, lo que origina “un grave empobrecimiento intelectual y espiritual de los futuros sacerdotes, que se ven privados de tener acceso privilegiado al corazón de la cultura humana (…)”, por lo que propone “un cambio radical”.
Francisco cuenta su experiencia como maestro de literatura en el bachillerato de un colegio jesuita cuando tenía 28 años. Sus estudiantes no querían leer El Cid, sino a García Lorca y autores más contemporáneos. Concluyó que “no hay nada más contraproducente que leer algo por obligación (…) solo porque otros han dicho que es imprescindible” y que si leían lo que más necesitaban en su momento de vida, acabarían por amar la literatura, buscar otros autores y convertir a los libros en verdaderos compañeros de viaje.
Para un creyente que quiere entrar en diálogo con la cultura de su tiempo, o simplemente con la vida de personas concretas, la literatura es indispensable. Advierte: “¿Cómo podemos penetrar en el corazón de las culturas, las antiguas y las nuevas, si ignoramos, desechamos y/o silenciamos sus símbolos, mensajes, creaciones y narraciones con los que plasmaron y quisieron revelar y evocar sus más bellas hazañas y los ideales más bellos, así también como sus actos violentos, miedos y pasiones más profundos?” La literatura libra a la Iglesia “de la tentación de un solipsismo ensordecedor y fundamentalista (…)”, sana y enriquece la sensibilidad.
Francisco recurre a la ciencia para mencionar los beneficios de la lectura en el cerebro. Luego cita con gran puntería a Proust, C.S Lewis, Borges, Rahner, Cocteau, Celan… a T.S. Eliot, para quien la crisis religiosa moderna tiene que ver con una “incapacidad emotiva”.
Enfatiza en el poder de la literatura para alimentar la empatía: “Cuando se lee un relato, gracias a la visión del autor, cada quien imagina a su modo el llanto de una joven abandonada, la anciana cubriendo el cuerpo de su nieto dormido, la pasión de un pequeño emprendedor que trata de salir adelante a pesar de las dificultades, la humillación de quien se siente criticado por otros, el joven que sueña en una vida miserable y violenta como única salida al dolor (…) Nos volvemos sus compañeros de camino, nos sumergimos en la existencia concreta e interior del verdulero, de la prostituta, del niño que crece sin padres, de la esposa del albañil…”
A él, que defendió tanto la alegría, le encantan los artistas trágicos, porque “llorando por el destino de los personajes, lloramos en el fondo por nosotros mismos y nuestro propio vacío, nuestras propias carencias, nuestra propia soledad”.
Recordé a Borges y su simpatía por el jesuita Jorge Bergoglio: “Tiene tantas dudas como yo”.
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