Dra. Jimena de Gortari Ludlow

La Ciudad de México es, literalmente, una ciudad que no nos deja dormir. Día y noche, sus calles vibran con una saturación sonora que parece no tener tregua: motores rugientes, cláxones impacientes, alarmas interminables, obras públicas sin pausa, propaganda ambulante, fiestas privadas que se vuelven públicas. Este paisaje sonoro, tan normalizado como insoportable, se ha convertido en una forma silenciosa —aunque paradójicamente ruidosa— de violencia urbana.La contaminación acústica no es un asunto menor ni una simple incomodidad. Es una amenaza comprobada para la salud pública.

La Organización Mundial de la Salud ha advertido que, después de la contaminación del aire, el ruido es la segunda causa ambiental más importante de enfermedades en zonas urbanas.

En México, el problema está invisibilizado tanto en la legislación como en la planificación urbana. Y sin embargo, sus efectos están en todas partes: hipertensión, insomnio, ansiedad, alteraciones cognitivas en infancias, pérdida auditiva, afectaciones cardiovasculares, bajo rendimiento escolar, mayor consumo de medicamentos e incluso disminución en la calidad de vida de personas mayores o con enfermedades crónicas.

No se trata solo de decibeles. El ruido es síntoma de un modelo de ciudad que ha privilegiado la infraestructura vial, el comercio informal desregulado, las obras constantes, la saturación de altavoces y la expansión urbana caótica, por encima del bienestar de sus habitantes. Es también expresión de profundas desigualdades.

Las zonas más expuestas al ruido suelen ser también las más empobrecidas: viviendas precarias junto a avenidas de alto flujo, barrios marginados sin acceso a aislamiento acústico, comunidades que habitan debajo de rutas aéreas, o en zonas industriales sin barreras sonoras. En estas condiciones, el silencio se convierte en un privilegio de clase.Además, las políticas públicas no están a la altura del problema. Aunque existen normas oficiales como la NOM-081-SEMARNAT-1994 sobre límites máximos permisibles de emisión sonora, su aplicación es casi simbólica.

No hay un sistema robusto de monitoreo continuo, ni protocolos de acción claros frente a denuncias vecinales, ni sanciones efectivas. Tampoco hay mapas acústicos oficiales, ni un reglamento de construcción que contemple de manera realista la calidad acústica de las viviendas. La arquitectura —desde su formación universitaria hasta su ejercicio profesional— sigue dominada por una lógica oculocentrista: se diseña para ser vista, no para ser habitada con todos los sentidos.

Esta ceguera sonora se traduce en hogares con muros delgados, sin tratamiento acústico, sin doble ventana, sin techos que aíslen el ruido exterior, y sin recursos públicos para mejorarla. La vivienda rara vez incluye criterios de confort auditivo, pese a que el hogar debería ser un lugar de descanso y refugio. ¿Cómo cuidar a un bebé, trabajar desde casa, estudiar, envejecer o simplemente descansar en un departamento invadido por el sonido de la calle?

Hablar de ruido es hablar también de género. Las mujeres, sobre todo las que se encargan de tareas de cuidado, son quienes más sufren la exposición crónica al ruido: las que pasan más tiempo en casa, las que acompañan a niñas y niños con trastornos del sueño o de atención, las que cuidan a personas enfermas o mayores. Para ellas, el silencio no es un lujo, es una necesidad vital. Las infancias también están entre las más afectadas: numerosos estudios muestran que el ruido impacta negativamente su desarrollo cognitivo, su concentración y su capacidad de aprendizaje.Y en este contexto, la crisis climática no es un asunto separado: es su telón de fondo.

Más urbanización sin regulación, más infraestructura ruidosa, más sistemas de transporte contaminante, más consumo energético, más extractivismo urbano… todo ello intensifica el ruido y sus efectos. En sentido inverso, una ciudad que combata el ruido es también una ciudad más sustentable: con movilidad no motorizada, infraestructura verde, planificación urbana integrada y viviendas dignas. Una ciudad que escuche el entorno también puede adaptarse mejor al cambio climático.Lo que se necesita es un enfoque urbano que ponga la vida al centro. Una ciudad preventiva, no reactiva.

Que entienda que el cuidado no es una cuestión privada, sino una responsabilidad pública. Que diseñe espacios para escuchar, para descansar, para sanar. Una ciudad que incluya criterios de confort sonoro en sus reglamentos de construcción, que destine presupuesto a mejorar el aislamiento de viviendas vulnerables, que capacite a arquitectas y arquitectos para diseñar con el oído, no solo con los ojos. Una ciudad que proteja el derecho al silencio como parte de una vida digna.La arquitectura tiene que abrirse a otros sentidos, a otras formas de habitar y de entender el espacio.

El sonido es un componente esencial del entorno construido y debe ser parte de nuestra ética profesional, de nuestra normatividad y de nuestra pedagogía. No basta con diseñar lo visible: debemos diseñar también lo audible, lo vivible, lo sensible.Cuidar el sonido es cuidar la vida. Y hoy, en una ciudad que no deja dormir, cuidar la vida es un acto urgente de justicia social.

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