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Por: Iván Carrillo
*Explorador para National Geographic Society y director de contenidos científicos de Fluxus Casa Productora.
Camino por las calles de la cosmopolita Barcelona acompañado por uno de mis hijos de 13 años. De pronto, entre las múltiles tiendas que abarrotan esta capital europea de la moda, el adolescente se siente atraído magnéticamente por una tienda a la que me pide entrar: "está épica", me dice emocionado.
El establecimiento se llama Humana y su giro comercial es vender ropa recuperada bajo el sello de "vintage", palabra cuyo origen viene del término francés "vendenge", que significa "cosecha" o "vendimia". Originalmente, se utilizaba en el contexto de la producción de vino para referirse a la cosecha de uvas de un año específico. Con el tiempo, su significado se amplió para describir objetos, prendas de vestir o productos que tienen cierta edad y que se consideran representativos de una época pasada.
Me siento en un cómodo sofá a esperar a mi hijo. Imposible no pensar en las palabras del sociólogo Edward Salazar, quien estudia la moda y la define como un fenómeno cíclico y efímero cuyo fin último es matarse y volver a empezar.
Un ciclo que —reflexiono— se ha convertido en una trampa insalvable para el ser humano. De acuerdo con un estudio de la revista Nature, en los últimos 40 años, las grandes marcas han duplicado la producción de prendas de 5.9 a 13 kg al año. ¿A qué se debe esta producción desproporcionada que supera por mucho la necesidad de vestirnos?
La respuesta está en el fast fashion, una actividad que impone tendencias y construye mercados instantáneamente, lanzando microtemporadas casi semanalmente a precios muy bajos y que, por si no bastara, promete aumentar su producción actual de 62 millones de toneladas de productos textiles por año a 102 millones de toneladas para el 2030.
Esto ha hecho que la industria del vestido se consolide como la segunda más contaminante del mundo, según un informe de la Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD). Basta una muestra para ejemplificar lo dicho.
Para elaborar 1 kilo de tela de algodón, se requieren 10,800 litros de agua. De esa cantidad, el 45% representa el agua para riego; el 41% es agua de lluvia que se evapora del campo de cultivo durante el periodo de crecimiento; y el 14% es el agua necesaria para diluir el agua residual que resulta del uso de fertilizantes en el campo y de sustancias químicas en la industria textil. Para el blanqueamiento de la tela se requieren aproximadamente 30 mil litros de agua por tonelada de algodón y para el teñido de la tela otros 140 mil litros. Así, una playera hecha de este material, con un peso aproximado de 250 gramos, tiene una huella hídrica de 2,700 litros.
Hay muchas acciones que cada uno de nosotros puede hacer para reducir este impacto. Obviamente, la primera tiene que ver con la desestimar la compra de nuevas prendas y con crear conciencia sobre el origen de las que decidamos adquirir, pues cada vez más existen modas cuya manufactura puede ser rastreada y que ofrecen prácticas de mucho menor impacto ambiental negativo y mayor impacto social positivo.
Pero, sin duda, una solución contundente es la que de alguna manera propone este establecimiento en el que me encuentro. En los 20 minutos que he estado observando, he visto entrar a varios grupos de jóvenes que se entusiasman y adquieren prendas usadas revaloradas por su autenticidad y que han sido "revividas” para adaptarlas a sus gustos y formar parte de un “look” original a un costo tan bajo que ni la moda instantánea puede competirle.
Finalmente, regresa mi hijo con una sudadera de una marca y modelo propios de mi época juvenil bajo el brazo. Al contemplarlo con su prenda "retro", me pregunto si, en última instancia, la verdadera moda no reside tanto en las tendencias externas como en la capacidad interna de reinventarnos y encontrar autenticidad en nuestras elecciones.
¿Es utópico el pensar que se ponga de moda proteger el planeta?