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Por Carol Perelman
Muchos concuerdan con que “locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”, y sin embargo uno de los mayores retos como humanidad es cambiar hábitos que pocas veces cuestionamos y formas de pensar embebidas en nuestra cultura. Pero la premura impone una redefinición. Y hoy, esta urgencia ha permeado, y por primera vez se ha incluido en una reunión de Naciones Unidas por el Cambio Climático, en la COP28 recién celebrada en Dubai, el tema de la salud humana como un elemento íntimamente dependiente de la salud del planeta. Y al menos el primer paso está dado: reconocer que el vínculo existe.
Desde 1948 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) definió a la salud como el “completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” ha prevalecido como su máximo estandarte, siendo la promoción de la salud individual y el fortalecimiento de la salud pública sus mayores prioridades. Y claro que ambas son necesarias, sin embargo, no son suficientes. Siendo sobrevivientes de una de las peores pandemias de los tiempos modernos causada por un patógeno zoonótico antes no conocido, y siendo hoy testigos de la abrumadora triple crisis ambiental: del inminente cambio climático, de la creciente contaminación y de la acelerada pérdida de la biodiversidad, estamos obligados a repensar. La evidencia indica que existen factores que van más allá del cuidado personal y de la gestión pública en salud, y que amenazan nuestro bienestar.
Y aunque pareciera, esta reflexión no es tan nueva. Hace tres décadas, el médico noruego Per Fugelli escribió que “el paciente Tierra está enfermo”; sentando, con esta asertiva declaración, las bases del concepto de Salud Planetaria que desde 2014 la revista científica The Lancet retomó como eje prioritario de investigación para explorar la conexión entre la salud humana y la salud de nuestra Casa Común. Y desde entonces, el término de Salud Planetaria ha resonado no sólo en la academia, sino que sus efectos aparecen cada vez más seguido en los encabezados noticiosos que reportan evidencia de su manifestación.
Los climas extremos ocasionan grandes inundaciones como las de Pakistán que causaron más de 600,000 casos de cólera, tifoidea y malaria; devastadores incendios forestales como los que con nubes naranjas invadieron Nueva York agravando ataques de asma, alergias e intoxicaciones por partículas suspendidas; olas de calor como las de este verano, el más caliente registrado en la historia, que ocasionaron miles de muertes en Europa; disrupciones climáticas que cambian los patrones de mosquitos propagadores de enfermedades como el dengue, desatando epidemias inusuales como vimos en Perú; derretimiento de los casquetes polares que borran las costas como los atolones en Tuvalu obligando a sus 11 mil habitantes a eventualmente migrar; el aumento de la temperatura de la superficie marina que alimenta huracanes más violentos y menos predecibles, como Otis que devastó Guerrero generando una emergencia humanitaria; sequías en distintas latitudes que tambalean la seguridad alimentaria y todo esto, en conjunto, fomentando la eco-ansiedad que exacerba la ya de por sí tremenda epidemia de salud mental actual. Pero además del evidente impacto directo, también los aumentos de las temperaturas agravan enfermedades crónicas como diabetes, cáncer, y condiciones cardiovasculares perjudicando a los más vulnerables. Y por su parte, los sistemas de salud, que en sí mismos también contribuyen de forma importante a esta crisis ambiental, debieran prepararse, y ser más resilientes, para responder ante esta nueva crisis en salud como consecuencia del calentamiento global.
Por ello, este año, el director general de la OMS, Tedros Adhanom recalcó que “sin duda alguna, la crisis climática es una crisis en salud”. Ya sabemos que la mala calidad del agua y del aire, la pérdida de la biodiversidad y de la riqueza natural por la merma de los hábitats, y el calentamiento global tienen una relación estrecha con la conservación de la salud humana. Y en consecuencia, y aunque aún queda mucho por avanzar, es sumamente relevante que éste pasado 3 de diciembre 123 países, incluido México, firmaron la “Declaración de Clima y Salud EAU” en el marco del “Día de la Salud” en la COP28, y los reflectores mundiales visibilizaron esta obvia interrelación. Así, se dieron los primeros pasitos hacia establecer incipientes agendas con compromisos por más de mil millones de dólares para apoyar el binomio salud y clima. Los trabajadores de la salud que se unieron a la convocatoria adquirieron nuevos lentes para mirar su profesión con perspectiva planetaria y los miles de activistas y tomadores de decisiones conocieron un ingrediente más a considerar en el abanico tan complejo de la problemática económica, política, energética y social del cambio climático. Finalmente, según expertos, si no comenzamos, los impactos del cambio climático en la salud ascenderán a más de 3 mil millones de dólares para 2030, reduciendo no sólo la expectativa y la calidad de vida de las personas, sino que también presionando a los servicios de salud.
Y sí podemos. No sería la primera vez. Cuando nuestro químico mexicano galardonado con el Premio Nobel Mario Molina alzó la voz sobre el peligroso agujero de la capa de ozono que se destruía por acción humana, todos, en ese entonces, escuchamos y dejamos de lado los aerosoles y demás productos con clorofluorocarbonos; al día de hoy la atmósfera ha hecho su parte y este hoyo que amenazaba con nuestra existencia se ha recuperado. Con una motivación similar y frente al mayor reto de esta generación, cada uno podemos contribuir desde nuestras trincheras a que funcione esta ecuación. La buena noticia es que si logramos proteger el 30% de los ecosistemas hacia el 2030 podríamos evitar traspasar los puntos de inflexión (tipping points) que resultarían en posibles disrupciones irreversibles. Y la mejor noticia es que hoy contamos con el ingenio y las herramientas, y ojalá con la voluntad, para lograr la transición energética hacia fuentes limpias de energía para reducir las emisiones de gases efecto invernadero, y así no sobrepasar los 1.5°C comprometidos en anteriores COPs. Y la fantástica noticia es que cada uno de los ocho mil millones de terrícolas tenemos mucho, o poco, pero seguramente algo por hacer, porque, además, sí nos importa a todos, finalmente nuestra salud está de por medio. Las acciones comienzan con la convicción de una idea, y si has leído hasta aquí, tú y yo ya somos cómplices de la transformación conceptual que busca reestructurar la relación que como especie tenemos con el mundo.
Así que te invito a no dejarlo en un concepto interesante de dos dimensiones, y llevemos el cuidado de nuestra salud a un contexto planetario, donde sigue siendo importante invertir en salud preventiva, hacer ejercicio, comer saludable y dormir bien, también es esencial vacunarse y seguir las demás medidas de salud pública, pero desde hoy miremos a los animales y a los ecosistemas como aliados en una única salud (One Health), e integremos al bienestar del ambiente en nuestro régimen cotidiano para así tratar de promover, con humildad, la armonía de la totalidad. El nuevo paradigma, y el sublime significado de Salud Planetaria debiera permear en casa, en las aulas, en los consultorios, en las políticas públicas, en las conversaciones, y también en nuestros hábitos y formas de pensar; tendría que estar implícito en todas nuestras decisiones.
Divulgadora de la ciencia