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Vándalos, narcos, guerrilleros, vagos, revoltosos, infiltrados: son palabras que se han usado por años para denostar a los estudiantes normalistas rurales de Ayotzinapa, México. Un estigma que cayó sobre los 43 jóvenes desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 y sobre quienes sobrevivieron a esa noche.
10 años después, y a pesar de que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador lo calificó como un crimen de Estado, el caso sigue impune, y las familias y los compañeros de los desaparecidos siguen sin saber qué pasó con ellos.
En BBC Mundo, conversamos con nueve de los 21 sobrevivientes que han hecho parte de la querella judicial por lo que ocurrió ese 26 de septiembre sobre cómo han rehecho sus vidas y qué ha pasado con ellos en esta década.
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1. ULISES
Ucrania y Palestina dice el pizarrón. El maestro explica que las guerras afectan a niños y los alumnos de cuarto grado de primaria escuchan atentos.
Escriben en papelitos de colores los derechos que cada uno recuerda y van pegándolos, se hacen hojas de un árbol.
Es una mañana fresca en el estado de México, donde galpones industriales se intercalan con casas pequeñas, casi encimadas .
El maestro es Ulises Martínez Juárez. Piel morena, ojos achinados y sonrisa como gesto natural, El Buki, como le llaman sus amigos, ejerce la docencia desde hace siete años. Para definir a su presente, no duda: “Sí, soy feliz”.
Nació y creció en Tixtla, una ciudad pequeña entre montañas verdes con pendientes suaves en el estado de Guerrero, a cientos de kilómetros de donde hoy trabaja.
Estudió licenciatura en Educación Primaria en uno de los 18 internados públicos que existen en el país para formar a maestros rurales, la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
Es el nombre oficial aunque popularmente le llaman Ayotzinapa, una palabra que remite enseguida a uno de los mayores crímenes en la historia reciente de México: la desaparición de 43 estudiantes para maestros, ocurrida en la ciudad de Iguala el 26 de septiembre de 2014.
Ulises pudo ser uno de ellos.
Estaba ahí cuando 43 fueron desaparecidos, tres asesinados y dos heridos de gravedad por agentes del Estado y otros hombres armados.
Tuvo la fortuna de que no se lo llevaran en patrullas como a sus compañeros y salió ileso cuando varias veces ráfagas de balas de grueso calibre cayeron sobre ellos.
Sobrevivió. Después se tituló y comenzó a dictar clases pero nunca dejó de contar lo ocurrido en Iguala.
Dio entrevistas a la prensa, participó en manifestaciones y también ha declarado ya tres veces.
Es uno de los 21 sobrevivientes que han rendido -y siguen rindiendo- testimonio ante la justicia mexicana, uno de los muchachos que contaron lo ocurrido en 2014 y siguen contándolo diez años más tarde, aun cuando la impunidad los pone en mayor riesgo que antes, porque algunos posibles responsables han sido liberados y todo indica que otros podrían seguir ese camino .
–Sí, tengo un poco de miedo porque yo no estoy en calidad de testigo protegido, simplemente soy testigo.
Su abuelo, su padre y varios familiares son campesinos. En su casa es el único que ha podido cursar una licenciatura; ninguno de sus cuatro hermanos lo logró.
Ahora se esfuerza por transmitir a sus alumnos la conciencia social que él mismo ganó en su educación. Por eso les habla de guerras y de pobreza. Les ha explicado el crimen de Ayotzinapa en alguna clase. Hoy siente que la justicia sigue lejana.
–Hay intereses muy grandes, hay políticos metidos.
Ulises tenía 22 años cuando ocurrieron los ataques y hoy tiene 32. Acaba su clase, cierra el salón y camina junto a un río contaminado donde sus alumnos, ya sin uniforme, lo saludan al pasar.
Va rumbo al cuarto que renta para vivir, dentro de una casa con baño compartido.
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2. MANUEL
–Buenas tardes, general. Habla el diputado federal Manuel Vázquez Arellano y necesito resolver un asunto de un compañero.
Quien llama por teléfono era estudiante en 2014 y el 26 de septiembre de ese año fue retenido por militares en Iguala.
Aquella noche era amenazado por el capitán José Martínez Crespo y hoy es diputado federal. La situación se ha volteado.
“Anoten bien sus nombres porque si no nunca los van a encontrar”, le dijo Crespo diez años atrás mientras los apuntaban y cortaban cartucho de sus armas.
“Se lo encargo, por favor. Quedo al pendiente”, le dice hoy el diputado a un militar con tono que debajo de la amabilidad devela tufo de autoridad; está exigiendo que le resuelvan.
Puede que pocos lo reconozcan como Manuel Velázquez, pero muchas personas lo conocen como Omar García, el nombre falso que por seguridad asumió el vocero más popular de Ayotzinapa.
Apenas desaparecieron y mataron a sus compañeros entró a Twitter donde se convirtió en un fenómeno masivo con su cuenta @Omarel44. Fue la cara más visible del movimiento después de la masacre, probablemente por su facilidad de palabra y su temple.
Disfruta discutiendo, es el único momento en que sonríe. También le gusta provocar pero nunca pierde la calma.
Unas semanas después de los ataques, Omar habló ante una multitud reunida en el Zócalo, la plaza principal del país con el Palacio Nacional a sus espaldas.
“Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿ahora qué vamos a hacer? ¿qué sigue?”, interpeló a la multitud ese muchacho guerrerense con huaraches, las sandalias de la gente del campo. Cuando muchos se contentaban con ver a gente reunida, él ya pensaba en que las movilizaciones tienen un límite, que se requiere más para cambiar las cosas.
Ahora, en septiembre de 2024, Omar-Manuel acaba de asumir su segundo mandato como diputado federal por el partido oficialista, Morena. Lo han criticado mucho por sumarse a la clase política que antes tanto cuestionaba pero no se detiene en eso; dice que intenta cambiar las cosas desde dentro.
–A los 70 ó 71 años voy a seguir hablando de Ayotzinapa. Eso, por mucho que quieran prohibírmelo unos y otros, no lo voy a dejar de hacer.
Avanza por el mundo impoluto de mármoles y vidrios que es el Senado de la República. Llega a una sesión vistiendo jeans apretados, zapatillas, camisa de manta blanca con bordado y sombrero al estilo de su pueblo, Tlacotepec. Un atuendo que contrasta fuerte en este lugar de trajes, tacones, maquillaje.
Diputados y senadores lo saludan. Unos de abrazo, otros de mano. Algunos con afecto, otros con el gesto ininteligible de la diplomacia política.
Manuel nació y creció en un pueblo de 100 habitantes. Es hijo de campesinos; eran 13 hermanos aunque la mayoría ya murieron -uno asesinado por el narcotráfico-, y los demás emigraron a Estados Unidos.
Abandonó la carrera de maestro; con beca por buen promedio se tituló como abogado en una universidad privada y reconocida, el Claustro de Sor Juana, y después, en 2021, entró a la política partidaria.
En tres años como diputado no ha logrado tanto como quisiera.
Presentó varias iniciativas de ley pero le aprobaron solo una, dice desencantado. Lo que sí consiguió fue que el crimen de Iguala se incluya en los libros de texto gratuitos que se utilizan en las escuelas públicas, aunque en una versión más resumida que la que él propuso.
No le conforma lo que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, a punto de terminar su mandato, ha hecho respecto del caso Ayotzinapa.
–Yo respeto mucho al presidente pero también ha tenido que valerse del Ejército mexicano para hacer un chingo de cosas; entonces eso le impide ir con una política más fuerte contra el ejército, tiene que negociar. Entiendo esa posición en la cual se encuentra, la entiendo, pero no la apoyaría porque está de por medio la justicia que necesitan tanto nuestros compañeros como muchas otras víctimas.
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3. ÁNGEL Y LUIS URIEL
–Teníamos esperanza de que se resolviera con el presidente Andrés Manuel, pero conforme pasaron los días, los años, esa esperanza fue disminuyendo–, dice Ángel Mundo desde un campo en la montaña de Guerrero.
Tiene los pies descalzos cubiertos de barro y la ropa húmeda porque acaba de regar las semillas sembradas pocos días atrás.
También es sobreviviente de Ayotzinapa. Muchos lo conocen como Marlboro, su apodo, o Ernesto Guerrero Cano, el nombre que por seguridad daba en las entrevistas.
Él también fue uno de los principales voceros, tiempos que recuerda como “desgastantes”, porque recibió amenazas, llamadas, y sintió miedo por su familia.
Después se tituló, por dos años dictó clases a niños migrantes en el estado de Sinaloa, pero abandonó la docencia cuando fue papá, y volvió a su pueblo para cuidar a su hija.
Ahora trabaja en el campo durante las horas que la niña está en la escuela. Cultiva maíz, flores, chile y calabaza. Emocionado muestra lechugas que están brotando y una piña que echó raíces.
Apresura el riego porque ayer faltó en su parcela; fue a la ciudad de Toluca a declarar nuevamente ante la justicia.
–Hemos declarado desde el primer día lo que pasó. Las veces que nos llamen vamos a seguir participando. Si no se sabe, que no quede en nosotros.
Un camino casi idéntico ha transitado Luis Uriel Gómez, el muchacho que en 2014 grabó con su teléfono el único testimonio visual de la noche de Iguala, ese en que gritaba a los policías “no tenemos armas”, “somos estudiantes” mientras se escuchan disparos y detrás hay vehículos y agentes moviéndose.
Además de amenazarlo, a Luis Uriel intentaron comprarlo. En los meses siguientes a la masacre personas desconocidas llegaron a su casa a ofrecerle un auto, una casa, dinero a cambio de su silencio. No aceptó, siguió denunciando.
También se tituló como maestro, pero dejó de dictar clases porque nunca consiguió trabajo fijo en alguna escuela primaria. Entonces regresó a su pueblo en las calurosas montañas de la región Costa Chica para estar cerca de su esposa y sus tres hijos.
Ahora trabaja como jornalero en el campo donde el día sigue pagándose igual desde hace más de una década, 200 pesos (unos diez dólares). También colabora ocasionalmente en el equipo de su amigo diputado Manuel Vázquez Arellano y así logra mantener modestamente a su familia.
–Si yo hubiera estado involucrado en el crimen organizado, como nos acusaban, ya tuviera carro del año, casa, pero no, qué chingaos, al contrario, andamos yendo a trabajar de peón.
Güicho, como le dicen sus amigos, admite que no está bien. Sigue teniendo pesadillas que lo regresan a la noche del 26 de septiembre y en su comunidad se siente a salvo pero afuera, en peligro.
Porque también es testigo en la causa judicial y ha señalado a responsables que aún están impunes.
–Pero si me voy y no hablo, si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer? Me vi obligado a hacerlo para dar a conocer los hechos que nos pasaron esa noche. Y porque a mí mismo me había prometido y jurado que iba a hacer hasta lo imposible con tal de que se diera la verdad y que se hiciera justicia para mis compañeros.
4. ÉDGAR
Ocho cirugías. Reconstrucción del maxilar usando huesos de su pierna. Injertos de piel extraída de diversas partes de su cuerpo. Implantes dentales. Traqueotomía. Dos años sin comer, alimentándose con licuados lanzados a una sonda por medio de un embudo. Reaprender a hablar. Curaciones dolorosas. Un tiempo en silla de ruedas. Cientos de citas médicas. Muchas cicatrices.
Édgar Andrés Vargas ha vivido un calvario desde que un balazo le arrancó parte de su rostro aquella noche de 2014. Aun así, sonríe, todo el tiempo sonríe con un amplio y hermoso gesto que todo tiñe de calidez.
No estaba en Iguala cuando comenzaron los ataques. Llegó en un grupo que acudió para auxiliar a sus compañeros después de que estos pidieran ayuda. Y una bala le impactó en el rostro.
El efecto fue devastador, agravado aún más porque esa noche los militares lo retuvieron casi una hora dentro de la Clínica Cristina y no le permitieron recibir la atención médica que podría haber facilitado su recuperación después.
Con todo, no se percibe rencor en su hablar. Relata detalles de lo que ha sufrido pero más se emociona al contar cómo siguió a flote: gracias al amor de su familia -que se mudó desde Oaxaca a la capital para cuidarlo- y a la solidaridad de otras personas, incluso desconocidas, que le mandaban mensajes alentadores por Facebook.
Mientras recibía infinitos tratamientos médicos, Édgar se tituló de maestro normalista. Después completó una Maestría en Pedagogía y empezó la carrera de Abogacía, aunque no pudo seguirla.
Desde hace tres años es docente de primaria. Es un maestro paciente y sus alumnos lo respetan aun cuando son de sexto grado, los más rebeldes.
Tan inteligente como responsable, no le ha costado su carrera profesional. Su pelea es más bien personal, en su interior. Porque siente que todavía no ha vuelto a ser quien era.
–No me acepto todavía. Me quedaron secuelas físicas. No me gusta mirarme al espejo (...)
"Pero en el salón de clases te contagian de su alegría y de su forma de ser. Los niños me han ayudado en eso".
Durante el recreo, casi todos sus alumnos se sientan cerca suyo. Le comparten lunch, platican, ríen juntos.
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5. CARMELO
A las 5 de la mañana se levanta Carmelo Ramírez, a las 6 sale de su casa rumbo al trabajo y regresa al anochecer; 12 o 13 horas promedio tiene su jornada. Es chirroquero, como le dicen en Minnesota, Estados Unidos, a quienes trabajan con tablaroca o paneles de cemento.
El Negro, como le llaman sus amigos normalistas, también sobrevivió aquella noche en la que entre los 43 fue desaparecido su primo Carlos Iván Ramírez Villarreal.
Repitió su testimonio en foros y pláticas por ciudades de México, Argentina, Brasil, Uruguay, EE.UU. A finales de 2015, cuando los eventos mermaban, empezó a recibir amenazas y varias veces notó que alguien lo seguía.
Decidió dejar México. Fue el primer exiliado del caso Ayotzinapa.
Llegó a Estados Unidos solo, sin documentos ni papeles. Pidió asilo político. Trabajó como carnicero, cocinó tacos y luego entró al mundo de la construcción donde ha ido creciendo. Hoy tiene una empresa propia, Val Draywall, en la cual emplea a otros seis trabajadores.
En una tierra lejana, llena de nieve, que poco se parece a su pueblo tropical caluroso y en la que pensaba pasar poco tiempo, Carmelo tejió su vida, y formó su propia familia junto a su esposa Keisy y sus dos hijos
Disfruta de un presente sumamente feliz después de mucho esfuerzo, aunque el pasado lo sigue rondando.
–Cuando yo llegué pidiendo asilo, el abogado me mandó con un psicólogo a hacerme un examen para ver qué tal estaba de mi mente. Me diagnosticaron estrés post traumático y me recomendaron terapias y esas cosas, pero pues no había los recursos, eran muy caras y nunca fuimos. Más bien aprendimos a vivir con eso.
Dice que no puede ni quiere olvidarse de Ayotzinapa. Ha organizado protestas en Minnesota, comparte contenidos en sus redes sociales, declaró ante el Ministerio Público en las primeras horas y quiere seguir colaborando hasta encontrar la verdad.
También le gustaría volver a México algún día, pero no todavía.
–No es algo que motiva a uno a regresar porque mira todo el ambiente y es igual. No ha cambiado nada, sigue todo igual pues.
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6. JOSÉ ARMANDO
Indira y José Armando se compraron un triciclo. Es una motocicleta con una gran caja detrás, adaptada para cargar objetos.
Por las mañanas recorren su pueblo vendiendo aguas naturales de coco y frutas de estación. En las tardes y en fines de semana llevan troncos, hojas de palma y cuanto material necesiten para seguir construyendo una cabaña frente al mar.
La nombraron Kalahari, la están haciendo con sus propias manos y es su proyecto familiar, el anhelo de un patrimonio.
–Este lugar se dedica a la pesca y es muy económico el pescado. La comida es muy deliciosa. Hay cocos, mango, guanábana…mucha fruta. Me gusta mucho.
José Armando Cruz Vázquez mira a los ojos cuando habla. Tiene la piel morena y la cadencia costeña que oscila entre bravura y grandes sonrisas. Siempre calza huaraches.
Hoy tiene 28 años, tenía 18 cuando ocurrieron los ataques. Recién había ingresado como estudiante a la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. En aquel tiempo relató a detalle los hechos en muchas entrevistas. Ahora, con algo de peso en sus espaldas, explica que ha apoyado “hasta donde se ha podido”.
Es que años atrás comenzó a sentirse inseguro en Guerrero y migró al estado de Puebla pero no le fue mejor: lo atropellaron en un confuso hecho. También intentó asentarse en Estados Unidos, pero no aguantó el cambio cultural, el racismo ni la xenofobia.
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7. ENRIQUE
Está amaneciendo cuando Enrique García Diego sale de su casa con un café en una mano y una mochila al hombro. Está impecable, recién bañado y peinado. Sube a su carro. Es sábado pero no descansa, los fines de semana conduce casi dos horas atravesando el estado de Guanajuato para tomar clases de maestría.
De lunes a viernes es docente en una escuela primaria periférica. Dice que le apasiona ser maestro.
En 2014, Enrique, a quien sus compañeros apodaban Cartílago, reveló que la versión oficial de los ataques obviaba un dato importante, un dato grande, del tamaño de un autobús: las autoridades relataban los hechos incluyendo cuatro camiones, pero existía un “quinto” que no había sido mencionado, uno de la empresa Estrella Roja sobre el cual iban Enrique y otros 12 muchachos.
Era el camión que presuntamente escondía una carga de heroína en su interior - información que los normalistas desconocían al tomarlo en la central de Iguala-, el que nunca fue sometido a pericias, ni siquiera estaba en el corralón de evidencias donde fue reemplazado por otro vehículo de diferente marca y número.
–Vi llegar a dos patrullas de la Policía Federal de Caminos y nos bajaron del autobús. Nos dieron la opción de bajar o morir ahí. Entonces corrimos.
Enrique y otro estudiante alertaron de la existencia de ese vehículo negado en la versión oficial. También vieron frente al Palacio de Justicia el camión abandonado donde minutos antes viajaban cerca de 20 compañeros suyos que al día de hoy están desaparecidos.
Horas más tarde, cuando llegaron a la comisaría, los normalistas esperaban encontrar a sus compañeros detenidos. Sin embargo, no estaban ahí y la palabra desaparecidos empezó a flotar en el ambiente.
Declararon ante una oficina coludida porque pensaron ayudaría a localizar a quienes faltaban.
–Pero cuando yo dije que iba en el [autobús] Estrella Roja me dijeron, no, tú no importas, a ti no te vamos a tomar la declaración. Querían ocultar lo que había pasado.
También hace parte del grupo de sobrevivientes que al día de hoy sostienen sus declaraciones ante las autoridades, en el proceso judicial. Consciente del peligro que ser testigo significa, Enrique se mudó a vivir lejos de su familia para protegerla.
Estos diez años han significado para él un sacrificio enorme: vivir separado de su esposa y sus dos hijos, perderse la posibilidad de verlos crecer día con día. Les robaron diez años de vida juntos.
8. EDUARDO
Eduardo García Maganda duerme poco. Su sueño se interrumpió para siempre la noche del 26 de septiembre de 2014, tal vez porque quedó en medio de los disparos en la esquina de calle Juan N. Álvarez y vio cómo los policías tendían en el piso y se llevaban después a sus compañeros, hasta hoy desaparecidos.
O quizás porque declaró en la comisaría local en medio de los perpetradores. O porque reconoció en la morgue el cuerpo torturado de su amigo Julio César Mondragón Fontes. O porque cargó con mucho durante todo el año 2015, cuando fue Secretario General del Comité Estudiantil de Ayotzinapa, es decir fue la máxima autoridad de los normalistas.
–Los primeros días la narrativa era que había sido una bronca de delincuentes, que un grupo se había enfrentado con otro a balazos y que era un tema local, un pleito de grupos por la ruta de trasiego de drogas.
Nosotros fuimos los primeros en decir ‘no, miren, fueron policías con uniformes los que se llevaron a los compañeros’. Si no hubiésemos hablado, ahorita este caso hubiese sido uno de tantos.
Maggie, como le apodaron, tenía en 2015 ojeras cada vez más grandes. Se veía enfermo -y lo estaba- pero siguió encabezando protestas, dando discursos lúcidos, y siendo el más comprensivo con el movimiento de familiares de los 43.
Después se tituló como maestro y consiguió empleo en el estado de Guanajuato. Mientras dictaba clases terminó una maestría y después un doctorado. Ahora es coordinador de Investigación Educativa del Estado de Guerrero.
–Aquí habían estado licenciados, abogados, comunicólogos, de todas las profesiones y nunca un maestro. (...) Estaban acostumbrados a que el que venía aquí era hijo de un político, hermano de un diputado, era familia de… como se reparten las cuotas en este tipo de espacios. Yo rompí el paradigma (...) Cuando me llaman, ven mis estudios y me dicen ‘calificas para el cargo’.
Hoy dirige una oficina con 30 personas a su cargo. Capacita a docentes, les incentiva a investigar y edita una revista especializada. También sigue participando activamente en el caso Ayotzinapa: es el sobreviviente que más ha declarado, seis veces ya, incluyendo reconstrucciones en terreno y careos con agentes de seguridad.
Eduardo es costeño, nacido en Coyuca de Benítez. Apegado a su madre y sus dos hermanas, que son trabajadoras y madres solteras. Cuida de sus sobrinos, está pendiente de ellos. Y mientras trabaja como funcionario se da tiempo de seguir estudiando. Empezó la licenciatura en Derecho. Va por el cuarto semestre.
Ya no tiene las ojeras del año 2015 pero encaneció y mira con una tristeza inocultable que traduce en una sola frase: lo ocurrido en Iguala truncó su proyecto de vida. Más le frustra que, pese a tantos sacrificios de tantas personas, el caso siga sin resolverse.
–Hay varios datos nuevos, hay que decirlo, pero yo creo que el tema central, que es el paradero de los compañeros, está pendiente. Se han encontrado tres restos confirmados en diferentes lugares a los que marcaba la narrativa [oficial], pero los otros 40 compañeros desafortunadamente siguen en calidad de desaparecidos, pues. Así que falta mucho por hacer. (...) Cuando un juez dicte sentencia con nombre y apellido de quiénes son las personas que participaron en la desaparición y el asesinato de los compañeros, entonces yo cerraré un ciclo. Porque podrán pasar 10, 20 ó 30 años pero si no hay justicia ahí vamos a estar, ¿no?.
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