Miami.— Donald Trump no regresó a gobernar; ha vuelto a tomar el poder, a reconquistarlo. “Ha llegado para vengarse de quienes, en su primer mandato, osaron decirle no; y quienes durante su segunda campaña no creyeron en él”, describe la politóloga Jane Williams a EL UNIVERSAL.
Analistas coinciden que los discursos de Trump ya no tienen lugar para el pluralismo. Sus palabras no están diseñadas para tender puentes. “Tenemos el mandato del pueblo para hacer lo que debimos haber hecho desde el principio”, repite el mandatario. “Y con ‘hacer lo que debimos haber hecho’, no habla de gobernar; habla de arrasar”, dice Williams.
“Los expertos en derecho dicen que los ataques amenazantes del presidente (...) tienen como objetivo silenciar a los críticos de su agenda radical y socavar el Estado de derecho de formas autoritarias que amplían sus propios poderes”, escribe Peter Stone en The Guardian.

Las órdenes ejecutivas se han acumulado con precisión quirúrgica. Desde el primer día, lanzó un paquete de órdenes con una velocidad que ni los funcionarios federales ni los jueces alcanzan a procesar. En apenas semanas, anuló el Programa de Admisión de Refugiados, firmó la eliminación del Departamento de Educación, intentó revocar, por decreto, la ciudadanía por nacimiento de hijos de inmigrantes; activó una ley del siglo XVIII para deportar a extranjeros sin derecho a audiencia; bloqueó los fondos federales destinados a programas de diversidad, equidad e inclusión; prohibió el servicio militar a personas transgénero, y canceló todos los contratos federales de asistencia legal a menores migrantes no acompañados.
No hay pausa. Cada decreto es una demolición. Cada anuncio, una provocación institucional.
Frente a esta embestida, el único que no se alinea es el Poder Judicial estadounidense. En respuesta, la administración Trump le declaró la guerra e instó a las agencias federales a no acatar fallos “emanados de jueces activistas”. Williams subraya que “no se trata de política, se trata de poder”.
“La pura venganza con la que Trump y sus aliados han atacado a abogados, tanto en el servicio público como en la práctica privada, y a jueces, ha perturbado vidas, generado costos e incluso suscitado preocupaciones de seguridad”, dijo Daniel Richman, profesor de derecho de Columbia y exfiscal federal, a The Guardian.
El epicentro de este temblor jurídico es la Corte Suprema. El tribunal no ha hablado aún, pero los casos han llegado: la ciudadanía por nacimiento, las deportaciones sin audiencia, la exclusión de personas trans, la eliminación de un departamento federal por decreto, la negación del debido proceso, el sabotaje legal a organizaciones de defensa. La Corte Suprema tiene sobre la mesa la totalidad del conflicto entre poder y legalidad.
De los nueve magistrados, seis integran el ala conservadora. Tres fueron nombrados por Trump.
Incluso el presidente de la Corte Suprema, el conservador John Roberts, ha encarado a Trump ante las amenazas de destitución contra un juez que bloqueó la ley con la que el mandatario pretende deportar a migrantes sin el debido proceso.
El problema no es ideológico, es histórico. Si fallan en contra del presidente y él desacata, el sistema se fractura. Si fallan a su favor, sin sustento legal, la Corte abdica su rol como freno. Y si no fallan, si no intervienen, si eluden, entonces abandonan el espíritu supremo de la ley en Estados Unidos.
“Debemos comprender que, en este momento, la tensión dentro del tribunal no es ideológica, es histórica”, señala Williams; “los magistrados conservadores se enfrentan a un dilema existencial, ¿se debe lealtad al presidente que los nombró o a la ley que deben custodiar?”.
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En privado, las versiones de fractura aumentan. Se habla de reuniones tensas, de votos que no están asegurados, de temor a que cualquier fallo sea visto no como acto jurídico, sino como declaración política. El tribunal se encuentra atrapado entre dos fuegos: el de un poder que exige obediencia y el de una República que exige freno. En su silencio pesa la historia. La presión se intensifica. Columnistas afines al mandatario estadounidense piden que se depure el tribunal.
Desde la propia administración, asesores filtran listas negras de magistrados que han fallado en contra del gobierno. En un mitin en Carolina del Norte, Trump declaró que “si la Corte no cumple con su deber, el pueblo sabrá quién los traicionó”.
La jueza Sonia Sotomayor respondió sin ambigüedades. “No debemos permitir que el tribunal más alto del país se convierta en instrumento del poder más alto del Ejecutivo”, dijo. Roberts rompió su silencio institucional y aseguró que “el impeachment no es la respuesta a una sentencia; el respeto al Poder Judicial es parte del contrato constitucional [de Estados Unidos]”.
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Fuera del tribunal, las agencias ya se comportan como si las cortes no existieran. El Departamento de Educación vacía oficinas. El Departamento de Seguridad Nacional realiza deportaciones sin audiencia, desobedeciendo el bloqueo de los jueces. Los menores migrantes pierden acceso a abogados. Las universidades suspenden programas para evitar sanciones. Los estados que resisten (California, Illinois y Vermont) son amenazados con recortes. EU se mueve en una lógica nueva, una donde la ley existe, pero no se cumple. Donde las instituciones aún hablan, pero ya no se escuchan.
“Cuando el cumplimiento de la ley depende de la voluntad del Ejecutivo ya no se vive en una república constitucional. Se vive en un reinado del poder absoluto”, sentencia Williams. La Corte Suprema tiene en sus manos la última decisión. No sobre un caso, sino sobre la legitimidad del sistema y cada día que calla, su silencio pesa. Todo puede seguir pareciendo legal, aunque ya no lo sea. Y cuando eso ocurre, no hace falta un golpe, ni una enmienda, ni una guerra. Basta con que nadie diga nada. Basta con que los que pueden detenerlo, no lo hagan. “La historia no preguntará qué firmó Trump. Preguntará quién lo detuvo. O peor aún, quién no se atrevió”, dice la politóloga.
Algunos frenos
Desde Seattle, el juez Jamal Whitehead bloqueó la suspensión de refugiados. “La autoridad presidencial no incluye el desprecio por políticas ratificadas por el Congreso”, escribió. En DC, el juez John Coughenour detuvo el intento de revocar la ciudadanía por nacimiento, al indicar que “la Enmienda 14 no puede ser reescrita por orden ejecutiva”. La jueza Ana Reyes bloqueó el veto militar a personas trans, señalando que “lo que subyace aquí no es seguridad, sino prejuicio”. James Boasberg frenó las deportaciones a El Salvador o a cualquier lugar sin audiencia. “El debido proceso no es una concesión de la presidencia, es la piedra angular del sistema”, dijo.
Pero las órdenes judiciales, por primera vez en décadas, no se obedecen. El Departamento de Seguridad Nacional ignora a Boasberg. Dos vuelos con migrantes venezolanos despegaron hacia El Salvador, pese a la orden de suspensión. El Departamento de Educación inició su cierre administrativo. Las oficinas estatales recibieron instrucciones de acelerar el desmantelamiento sin esperar el fallo.
Los abogados que representan a menores migrantes son expulsados de centros de detención. La legalidad, la ley en EU ya no es vínculo, es obstáculo.
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Trump no se detiene ahí. A Boasberg lo llama “traidor disfrazado”. A Reyes, “militante de toga”. A los abogados que lo demandan, “terroristas jurídicos”. Desde la Casa Blanca se anuncian auditorías contra despachos jurídicos que interponen recursos contra sus órdenes. El Departamento de Justicia recibe instrucciones para revisar sus contratos, sus vínculos, sus registros.
“No vamos a dejar que jueces sin rostro decidan el futuro de nuestro país”, dijo Trump en Ohio. En Michigan, exigió públicamente que el Congreso inicie procesos de destitución contra jueces federales que “bloquean el mandato del pueblo”.
Mientras el ruido crece, las demandas también. Más de 20 procesos judiciales están activos en cortes federales; 20 estados, incluidos Nueva York, California, Illinois y Washington, demandaron por la eliminación del Departamento de Educación.
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En Nueva Hampshire, madres inmigrantes embarazadas exigieron protección constitucional para los derechos de ciudadanía de sus hijos. En Nueva York, universidades públicas iniciaron una demanda contra los recortes de fondos para proyectos de salud pública y ciencia. En Texas, una coalición de abogados defendió el derecho de menores migrantes a tener representación legal. En Washington DC, la National Urban League denunció que la eliminación de las políticas DEI constituye una “aniquilación programática del principio de equidad”.
En total, más de 16 demandas federales activas están siendo tramitadas simultáneamente en diversos estados de la Unión Americana contra la administración Trump, en lo que ya es considerado el mayor enfrentamiento judicial al poder presidencial desde Watergate en 1972. Y todas esas demandas escalan.