Miami.— Un juicio serio sobre si puede ser considerado un estadista, acotando el análisis estrictamente a lo que lleva de su segundo mandato, empieza por reconocer el terreno: una llegada al poder en enero de 2025 marcada por un aluvión de , un uso expansivo de facultades de emergencia y una agenda que busca reordenar, más que administrar, la arquitectura de gobierno heredada. Ese arranque quedó claro desde el día de la investidura y en la cascada posterior de órdenes y proclamas publicadas en el Registro Federal.

Quienes sostienen que “sí es un estadista” esgrimen tres líneas principales: la primera, la promesa de orden y fuerza; la segunda, su capacidad para mover el tablero internacional, y la tercera, la ejecución sin rodeos de una agenda ideológica coherente. Los primeros 100 días de gobierno también mostraron coincidencias con la hoja de ruta de Project 2025 que la prensa y los analistas han subrayado.

Pero el “no, no es un estadista” no es menos sólido y, si el nivel para hablar de estadista es institucional, quizá sea más contundente. Un estadista refuerza el Estado de derecho incluso cuando le estorba. En su primer día, Trump firmó un indulto masivo para casi todos los procesados por el asalto del 6 de enero de 2021. “Una decisión legalmente posible, sí, pero con un mensaje devastador para la rendición de cuentas frente a la violencia política”, menciona el académico Daniel Álvarez a EL UNIVERSAL; “ese tipo de acciones abre una grieta entre un liderazgo y la legitimidad que la historia suele castigar”, añade.

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Manifestación frente a la residencia del premier israelí Benjamin Netanyahu en Jerusalén, para exigir la liberación de cuerpos de los rehenes retenidos en Gaza, el 18 de octubre pasado. Foto: Ahmad Gharabli / AFP
Manifestación frente a la residencia del premier israelí Benjamin Netanyahu en Jerusalén, para exigir la liberación de cuerpos de los rehenes retenidos en Gaza, el 18 de octubre pasado. Foto: Ahmad Gharabli / AFP

El analista explica que tampoco ayuda a la tesis del estadista “el recurso sistemático a poderes extraordinarios para rehacer políticas sin construir consensos legislativos duraderos”. La retirada del Acuerdo de París por segunda vez, el restablecimiento de una versión de Schedule F para politizar miles de plazas del servicio civil y la declaración de emergencia energética ya encaran querellas estatales y una ola de medidas cautelares y shadow docket en la Corte Suprema. “Son síntomas de que la vía institucional elegida erosiona los contrapesos, no los robustece”, dice.

En noviembre de 2025, Trump buscó fijar su propia narrativa, la de un presidente-estadista que “devuelve el orden” a un mundo convulso, capaz de detener guerras con una mano y reactivar la prosperidad con la otra. La pregunta de fondo, sin embargo, no es cómo se autodefine, sino si su conducta, especialmente en política exterior, se ajusta al estándar exigente de un estadista: visión de largo plazo, capacidad de tejer coaliciones, prudencia estratégica y resultados sostenibles para el interés nacional y el orden internacional, reza una de las definiciones enciclopédicas.

El episodio que más ha marcado este año, en la era Trump 2.0, “fue la decisión de bombardear instalaciones nucleares en Irán —Fordow, Natanz e Isfahán— con municiones perforantes de gran potencia. Fue un golpe quirúrgico, pensado para negar capacidad más que para derrocar un régimen”, explica Álvarez. Técnicamente, la operación mostró determinación y precisión; políticamente, abrió un expediente más complejo: ¿contuvo una amenaza o sembró la semilla de una escalada regional difícil de manejar? Expertos del Boletín de Científicos Atómicos resaltaron un punto incómodo para la épica: destruir Fordow no elimina por sí sola la amenaza nuclear si Teherán conserva materiales, conocimiento y voluntad de reconstituir su programa.

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El propio carácter “subterráneo” del ataque, con bombas GBU-57 capaces de penetrar metros de roca, proyectó una imagen de poder. Pero la pregunta es si el poder se alineó con un propósito sostenible. De acuerdo con Understanding War, los primeros peritajes coincidieron en que las máquinas centrifugadoras sufrieron daños severos, aunque persistían incertidumbres sobre las reservas de uranio y rutas de reconstitución. Un estadista anticipa el día después: ¿qué incentivos, qué candados verificables, qué palancas diplomáticas impedirán que la confrontación cinética derive en una carrera interminable de acción y reacción?

El ángulo político interno tampoco ayudó a resolver el dilema. Los republicanos aplaudieron la “decisión” y subrayaron el mensaje de fuerza; demócratas relevantes hablaron de “apuesta masiva” y reclamaron control del Congreso sobre el uso de la fuerza. Es legítimo el disenso democrático; “lo problemático, para el estándar de un estadista, es cuando la acción militar no logra mínimos de consenso estratégico en casa; se trató de una apuesta masiva cuyo balance dependerá de si se traduce o no en estabilidad”, subraya el académico.

Mientras tanto, en Gaza, la Casa Blanca impulsó una tregua por etapas y un esquema de “fuerza internacional de estabilización” acompañada de un centro civil-militar para coordinar seguridad, ayuda y reconstrucción. La ambición es clara; los bordes, difusos. Chatham House del Reino Unido lo dijo claro: el plan “no es todavía un arreglo de paz completo y requiere un andamiaje diplomático sostenido, reglas claras y actores realmente comprometidos”. Un estadista no sólo firma acuerdos, consigue que funcione todo cuando el terreno y los incentivos de las partes empujan en sentido contrario. La dimensión operativa de esa “fuerza internacional” expuso otra tensión. La propuesta pide que socios árabes y europeos asuman riesgos en un entorno de alto voltaje donde, sin legitimidad local, cualquier contingente puede ser percibido como una subcontratación para una ocupación. Coinciden críticos que advirtieron, además, que no existe un “banco listo” de tropas con mandato, reglas de empeñamiento y financiación acordadas. “El estadista, aquí, no es el que convoca ruedas de prensa, sino el que asegura la letra chica que evita que una misión se deshilache en la primera crisis“, comenta Álvarez.

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En paralelo, Washington ensayó su doctrina del “freno-acelerador”: es decir, golpe de mesa y palmadita en la espalda. Con China, el trazo grueso fue un arancel universal creciente y recargos selectivos, seguido, meses después, por una descompresión condicional para estabilizar mercados y negociar sobre precursores químicos del fentanilo, propiedad intelectual y sobrecapacidad industrial. La señal es inequívoca: las tarifas se usan como palanca, no como fin. Pero varios economistas y centros de estudio advirtieron que se trata de la subida arancelaria más amplia desde la era de la Ley Smoot-Hawley de los años 30, con costos para hogares y riesgo de represalias. Un estadista calcula no sólo el apremio político del momento, sino los efectos acumulativos sobre la red de alianzas y la economía global, aseguran especialistas del Penn Wharton Budget Model.

En su defensa, voces republicanas sostienen que la “palanca arancelaria” corrige asimetrías y compra tiempo para reindustrializar; del otro lado, líderes demócratas ven “impuestos al consumo” que cargan sobre las familias. Ambas lecturas coexisten, pero el criterio del estadista exige probar que el instrumento no daña los cimientos que pretende fortalecer.

Ucrania fue el otro termómetro. En el frente terrestre, el otoño convirtió a Pokrovsk en epicentro de una batalla de desgaste, con infiltraciones rusas y contraataques ucranianos, mientras aumentaba la presión al norte sobre Kharkiv. Según Understanding War, gestionar esa realidad exigía dos cosas de Washington: sostener el flujo de capacidades críticas y mantener alineada a Europa en sanciones y financiamiento. En 2025, ambas tareas avanzaron, aunque no sin tropiezos y demoras.

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La guerra aérea rusa contra la red eléctrica ucraniana volvió a intensificarse entre octubre y noviembre, con oleadas de drones y misiles que obligaron a racionamientos y reparaciones contrarreloj. “En una situación así, el lenguaje de un estadista se mide en baterías antiaéreas, munición para interceptar, piezas de repuesto y equipos de reparación, no en tuits”, señala Álvarez. El gobierno estadounidense ayudó a movilizar nuevas entregas y a facilitar que socios europeos aceleraran la llegada de sistemas Patriot, pero la ofensiva contra infraestructuras mostró que la defensa elástica de un país-red exige una constancia que no admite atajos.

En el dominio marítimo, la campaña ucraniana en el mar Negro, basada en drones navales, misiles de crucero y operaciones de engaño, volvió a limitar la libertad de acción rusa y a mantener operativo el corredor de granos. Acompañar esa innovación con inteligencia, ciberdefensa y apoyo industrial es, precisamente, el tipo de inversión silenciosa que define a un estadista. Los cazas F-16 prometidos empezaron a arribar con cuentagotas; sistemas Patriot adicionales, liderados por Alemania en coordinación con Estados Unidos y Noruega, reforzaron burbujas críticas; y la producción de munición de artillería de 155 mm en Estados Unidos se aceleró, aunque por debajo de las metas iniciales. El mensaje hacia Kiev y Moscú fue claro: el suministro no se corta, pero tampoco es infinito ni inmune a cuellos de botella industriales y debates presupuestales. La gestión fina de esa cadena —con transparencia y previsibilidad—, es otro examen para un estadista.

Un capítulo delicado de 2025 fue el teatro del mar Rojo y Yemen.

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Washington alternó golpes selectivos contra las capacidades hutíes para proteger el tráfico marítimo, con empujes diplomáticos vía Omán hacia una desescalada tentativa. “Ese vaivén puede ser eficaz, pero a ojos de los socios requiere reglas estables para no parecer zigzagueo. Otra vez, el estadista se mide en la consistencia entre táctica y estrategia”, dice el especialista.

Washington movió fichas en minerales críticos con Australia y África, desde el corredor de Lobito entre Angola y el Congo hasta pactos de suministro, buscando reducir vulnerabilidades frente a China. Pero, según Metal Tech News, este tipo de transacción sólo escala a categoría de política de Estado cuando asegura beneficios compartidos, estándares ambientales y trazabilidad; de lo contrario, “es pan para hoy y dependencia para mañana”.

En relación con la política en de EU, Trump gobierna como “operador de palancas”: sube el arancel, afloja si hay concesión; aplica coerción selectiva, ofrece trato si hay cumplimiento. “Es una herramienta muy dura y que no es ilegítima, pero el reto es calibrarla con prudencia y anclarla a objetivos verificables sobre los aranceles”, comenta PolitiFact. Destaca lo que considera un desorden en lo que se refiere a detenciones violentas, muchas sin sentido, acompañadas de deportaciones sin método ni ley de por medio.

En suma, esta segunda administración de Donald Trump deja un veredicto dividido. Hay momentos en que Trump se acercó al papel de estadista; por ejemplo, “al apalancar a socios para reforzar los paraguas antiaéreos ucranianos y al empujar una tregua imperfecta, pero real, en Gaza”, considera Álvarez; “y hay otros en que priorizó acciones muy visibles y contundentes, como el golpe que luce bien en titulares, por encima de construir mecanismos estables que eviten que el conflicto rebrote. Un estadista no sólo produce hechos, produce contextos en los que esos hechos no necesitan repetirse”, concluye.

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