Miami.— Cuando Donald Trump regresó a la Casa Blanca, en enero pasado, lo hizo acompañado de un grupo compacto de ideólogos que durante años habían afilado una visión radical del futuro estadounidense. Peter Navarro, Stephen Miller y un puñado de estrategas como Steve Bannon, Russell Vought y Roger Stone no sólo moldearon el contenido de sus discursos, redibujaron la arquitectura de su segundo mandato. Desde las oficinas del ala oeste en la Casa Blanca, el mensaje fue claro, esta vez, en el segundo mandato, no habría frenos, ni moderaciones, ni diplomacia.
Entre ellos, Navarro y Miller destacaron como los grandes arquitectos de la nueva ofensiva nacionalista estadounidense.
De acuerdo con sus ideólogos, el primer periodo de Trump fue, en muchos sentidos, un experimento torpe, un avance entre impulsos y tensiones internas.
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Navarro y Miller ya estaban ahí, pero limitados, frenados por un aparato institucional que aún confiaba en su propia permanencia. Esta vez, en cambio, llegaron con poder absoluto. Desde los primeros días de la nueva administración no hubo dudas, este renovado presidente Trump era el suyo, el que pondría en práctica sin frenos sus visiones extremas sobre lo que Estados Unidos debía ser.
Navarro, fortalecido tras su breve encarcelamiento en 2024 por desacato al Congreso, regresó como consejero principal de Comercio y Manufactura, con poderes ejecutivos ampliados. Su diagnóstico era tan sencillo como brutal, la dependencia global había matado la autonomía estadounidense y sólo un proceso radical de repatriación económica salvaría al país. En menos de tres meses, Navarro diseñó un esquema de aranceles generalizados, alcanzando 145% sobre productos chinos, 10% a productos europeos, 25% a la industria automotriz mundial y aranceles estratégicos contra México y Canadá. Para Navarro no era una cuestión de balanza comercial, era una cuestión de supervivencia nacional.
“Hemos sacado nuestra columna vertebral industrial. Es hora de recuperarla con fuego”, proclamó Navarro en una entrevista con Fox Business en febrero de 2025, mientras Trump firmaba órdenes que penalizaban a empresas que manufacturaran fuera del país, ofrecían subsidios masivos para reabrir fábricas y restringían la compra de bienes extranjeros para el consumo gubernamental. El comercio, bajo Navarro, ya no es una negociación, es un campo de batalla donde la apertura es una traición.
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A la par, Miller reapareció con una fuerza implacable. Ya no era sólo asesor principal, Trump lo designó como subdirector de Gabinete para Políticas y asesor de Seguridad Nacional en materia migratoria; cargos que, en los hechos, le dieron el control total sobre la política interna de inmigración y ciudadanía. En cuestión de semanas, Miller ejecutó un programa que había estado redactando durante años, cierre a la petición de asilo en la frontera sur, fin de la ciudadanía por nacimiento, creación de centros de detención masivos en zonas rurales y una operación de deportación sin precedentes, descrita como “el mayor movimiento de limpieza migratoria de la historia moderna”.
Una oración donde la frase ‘limpieza migratoria’ contrasta profundamente con su origen judío y su historia familiar; considerando el concepto de ‘limpieza racial’ nazi.
“La inmigración masiva cambia no sólo la economía, cambia el alma de una nación”, repitió Miller en su discurso inaugural ante funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS, por sus siglas en inglés) en enero de 2025. Cada nueva política no sólo expulsa a personas, busca, conscientemente, redefinir el concepto mismo de quién puede ser considerado estadounidense. Ideas que comparten y promueven los grupos supremacistas y pronazis estadounidenses.
Navarro y Miller, cada uno desde su trinchera, han estado construyendo una Unión Americana sitiada. Uno atacando las cadenas comerciales que los conectaban al mundo; el otro desmantelando los puentes humanos que durante siglos habían hecho crecer al país. Trump, lejos de moderarlos, los convirtió en la voz oficial de su segundo mandato. “Una nación sin fronteras fuertes pierde su esencia”, repetía en sus mítines, eco de las memorias de Navarro. “Si no controlamos nuestra inmigración, dejamos de ser una nación soberana”, recitaba, absorbiendo cada línea que Miller escribía para él.
Analistas como Heather Cox Richardson señalaron en la revista The Atlantic que “el segundo mandato de Trump es el triunfo completo de sus ideólogos. Ya no es caos, es doctrina”. El historiador Jon Meacham fue aún más contundente, “Trump ahora administra una revolución reaccionaria diseñada meticulosamente por Navarro y Miller. Cada decreto, cada orden ejecutiva, es la materialización de su visión de un Estados Unidos blindado y autoritario”.
La transformación que impulsan no es meramente política, es existencial. No buscan cambiar leyes, buscan cambiar la idea misma de qué es Estados Unidos, de quién pertenece, de qué puede significar la palabra “americano” o “estadounidense” en la presente era trumpista. La migración no se prohíbe sólo para controlar la economía o la seguridad, se prohíbe para proteger una esencia que ellos consideran en peligro de extinción.
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Sin embargo, la brutalidad con la que aplican sus políticas contrasta con una ironía histórica imposible de ignorar. Trump, adalid del nacionalismo estadounidense cerrado, es hijo de Mary Anne MacLeod, inmigrante escocesa que llegó en 1930 sin fortuna, apenas con inglés rudimentario. Su abuelo paterno, Frederick Trump, había emigrado de Baviera en 1885 después de que el gobernante de su país lo corrió por no afrontar el servicio militar; y, una vez en Estados Unidos, para sobrevivir construyó su fortuna inicial no en grandes empresas industriales, sino en los restaurantes y burdeles que florecieron en la época de la fiebre del oro estadounidense.
Navarro, de apellido hispano, pero ascendencia italiana, es nieto de inmigrantes que dejaron Salerno, Italia, escapando de la pobreza que asolaba el sur europeo a principios del siglo XX. Navarro fue criado por su madre en circunstancias modestas en Florida, beneficiario de una movilidad social que hoy, mediante aranceles, cierres y exclusiones, quiere negar a quienes llegan en busca del mismo sueño.
Miller, quizá el caso más dramático, es bisnieto de refugiados judíos que huyeron de los ataques violentos del Imperio Ruso, buscando en Estados Unidos un refugio que les fue concedido sin más requisitos que su humanidad. Su bisabuelo, Wolf-Lieb Glosser, cruzó el Atlántico en 1903 a bordo del S.S. Moltke sin dinero, sin conexiones, sin hablar inglés y sólo con la esperanza de un país que no lo juzgara por su idioma ni por su pobreza.
El propio David Glosser, tío materno de Stephen Miller, escribió en la revista Politico en 2018, “de no haber existido una política de inmigración abierta hace un siglo, Stephen Miller nunca habría nacido en Estados Unidos. Sus políticas actuales cerrarían esa puerta a familias como la nuestra”.
El drama es insoslayable, los nietos del hambre hoy son los advenedizos guardianes del cerco. Quienes ayer fueron salvados por una Unión Americana abierta ahora la moldean en una fortaleza blindada y hostil. La memoria de sus antepasados no los inspira a la compasión; los impulsa al cierre, a la exclusión, al olvido.
Trump, Navarro y Miller y otros que también le sirven al poder trumpiano no son anomalías aisladas. Son el espejo roto de un país que ha olvidado que su grandeza no nació de cerrarse, sino de abrirse. En sus políticas, en sus decretos, en sus muros, no sólo se levanta una nueva frontera, se entierra también la memoria de lo que alguna vez hizo de Estados Unidos una promesa para el mundo y un orgullo para sus habitantes.