Miami.— Durante gran parte del siglo XX, la jubilación fue concebida como el gran símbolo de la justicia social, una conquista de la clase trabajadora, una promesa de descanso después del deber cumplido. Vivir más, se decía, era también vivir mejor. Tener más tiempo era sinónimo de más libertad; para leer, viajar, cuidar nietos, descansar el cuerpo. Pero en el siglo XXI esa promesa se ha invertido peligrosamente. La vejez ha dejado de ser una etapa para disfrutar los frutos del trabajo y se ha convertido en una prolongación forzada del esfuerzo, una carrera de resistencia hacia una jubilación cada vez más lejana y precaria.
En Estados Unidos, la edad mínima para pensionarse es de 62 años, pero quienes se jubilan a esa edad reciben sólo 70% del monto completo. La llamada ‘edad plena’, cuando se accede a 100%, se ha elevado progresivamente hasta los 67 años para quienes nacieron después de 1960. Sin embargo, el sistema incentiva retrasar el retiro hasta los 70, con un aumento de 8% por cada año adicional. En 2025, el monto máximo para quienes se jubilan a los 70 es de 5 mil 108 dólares (99 mil 606 pesos) mensuales, aunque para eso se necesita haber tenido ingresos elevados durante al menos 35 años y no haber dejado de cotizar nunca; la jubilación promedio a la edad de 70 años es de 2 mil 148 dólares (41 mil 886 pesos) mensuales.
No todo el mundo puede esperar
Según la Administración del Seguro Social (SSA), 45% de los trabajadores en EU se jubilan antes de los 65 años, aceptando reducciones drásticas en sus beneficios. ¿La razón? Salud, agotamiento, desempleo, exclusión del mercado laboral. “No es que yo no quiera seguir trabajando. Es que mi espalda ya no puede”, dice a EL UNIVERSAL Dolores Santiago, quien fue empleada doméstica por más de cuatro décadas en Arizona. Hoy, sobrevive con ayuda de su hija y trabaja los fines de semana en una lavandería. Tiene 68 años.
“Yo sólo quería descansar, no dejar de ser útil, sino vivir con calma, pero ya van tres veces que vuelvo a buscar trabajo después de los 65”, dice a este diario Robert Lee, exempleado de correos en Texas. Hoy, con 69 años, continúa entregando paquetes por horas.
Según datos del Urban Institute, casi la mitad de los adultos mayores de 62 años en adelante que se reincorporan al mercado laboral en EU lo hacen en trabajos con peores condiciones que antes de su jubilación. “La mayoría de las veces no lo hacen por gusto, sino porque la pensión no les alcanza”, señala a este medio la socióloga Cecilia Castañeda.
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El impacto sicológico y emocional que todo esto conlleva está bien documentado: estudios recientes de la Universidad de Michigan y de la organización HelpGuide indican que el retiro no planificado o forzado puede desencadenar trastornos de ansiedad, depresión y aislamiento, sobre todo si no existen redes de apoyo ni oportunidades para mantener una vida social activa. Pero, al mismo tiempo, trabajar más allá del límite físico y cognitivo también puede acelerar el deterioro mental. “No se trata de fomentar el ocio pasivo, sino de rescatar la posibilidad de elegir cuándo y cómo descansar”, señala Castañeda.
Sistemas presionados
La presión a los sistemas de jubilación se origina en el aumento de la expectativa de vida. Hoy, un hombre estadounidense promedio vive 76 años, y una mujer hasta los 81. Con cada vez más jubilados, se vuelve insostenible para los gobiernos mantener las pensiones como estaban cuando la expectativa de vida era de unos 70 años.
Pero para la gente, se vuelve un motivo de desesperación vivir más años, sólo para trabajar más años. Señalan que las condiciones de salud no son las mismas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) les da la razón: 58% de las personas mayores de 60 años sufren de al menos una condición crónica que limita su movilidad o su energía. A esto se suma una dimensión emocional silenciada: el deterioro de la salud mental.
“La jubilación forzosa, sin planificación, puede generar deterioro cognitivo, aislamiento social y depresión”, afirma la doctora Sari Arponen, especialista en envejecimiento saludable. Pero, añade, “prolongar artificialmente la vida laboral, sin sentido ni propósito, es igual de tóxico para el cerebro”. Defiende un modelo de envejecimiento activo, pero con derecho al descanso digno, donde el trabajo no sea impuesto por el miedo a la miseria.
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En ese equilibrio tenso entre longevidad y dignidad, emerge otro factor silencioso: el empleo para mayores de 60 años no sólo es escaso, sino muchas veces humillante. Según un informe del Urban Institute, los trabajadores mayores de 55 años tienen 50% menos de probabilidades de ser contratados que alguien de 35 con la misma formación. Y si pierden su empleo, demoran el doble de tiempo en conseguir otro. “Quienes logran reincorporarse a alguna actividad pagada, lo hacen en puestos precarios, mal pagados y sin beneficios. Es como una economía del cansancio; el mercado los expulsa, pero el sistema no les permite descansar”, describe la socióloga.
A ello se suma un peligro estructural: la sostenibilidad financiera del propio Seguro Social. El fondo fiduciario, que depende en gran parte de las contribuciones laborales, enfrenta riesgos crecientes de insolvencia. Según la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO), si no se toman medidas, el fondo se agotará en 2034, lo que implicaría recortes automáticos de hasta 21% en los pagos mensuales. Parte de esta presión se debe al envejecimiento de la población nativa, sobre todo blanca y afroamericana, y a la baja natalidad.
“Y aunque parezca un chiste de mal gusto, la gran excepción y, a la vez, la gran esperanza es la inmigración”, subraya Cecilia Castañeda. Contrario a discursos políticos que la presentan como amenaza, la inmigración representa una válvula demográfica esencial para mantener vivo el sistema de pensiones. Más de 60% de los inmigrantes en EU tienen menos de 40 años. Muchos comienzan a trabajar de inmediato, pagan impuestos, incluido el del Seguro Social; y, en el caso de los indocumentados, “hacen sus aportaciones puntualmente aun cuando saben que no van a recibir un sólo dólar de regreso”, hace ver la socióloga. Según el exjefe actuante de la SSA, Stephen Goss, los inmigrantes indocumentados han contribuido más de 100 mil millones al fondo del Seguro Social en las últimas dos décadas, sin derecho a reclamar beneficios. “Sin ellos, la crisis sería aún más profunda”, dice Goss.
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En contraste, políticas como las que impulsa actualmente la administración del presidente Donald Trump, que incluyen deportaciones masivas, cierre de oficinas del SSA, reducción de personal y planes fiscales que reducirían los ingresos al fondo, podrían acelerar la quiebra técnica del sistema. En paralelo, la transición tecnológica impuesta por el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) ha obligado a reemplazar sistemas legados sin la capacitación necesaria, lo que ha derivado en errores masivos de cálculo de beneficios; como el caso de Mary James, una viuda de Michigan, a quien la SSA pidió devolver 69 mil 400 dólares por supuestos “pagos indebidos” hechos a su esposo ya fallecido.
Mientras tanto, millones de adultos mayores viven en una zona gris de vulnerabilidad, atrapados entre un trabajo que ya no pueden sostener y una jubilación que no les alcanza. “Me siento estafada. Hice todo bien, trabajé, pagué impuestos, cuidé a mi familia. ¿Y ahora tengo que pedir trabajo en Walmart a los 68?”, se lamenta con este diario Rose Ruiz, jubilada parcial en California.
“El verdadero fracaso es vivir más, pero sin tiempo, sin propósito y sin descanso”, concluye Castañeda.