Durante buena parte del siglo XX, América Latina fue el escenario más frecuente de los golpes de Estado clásicos. El método era conocido: mandos militares ocupaban los centros de poder, disolvían los congresos, suspendían las garantías individuales y cancelaban la vida democrática bajo el argumento de restaurar el orden. El resultado fue un periodo prolongado de dictaduras, represión y retrocesos en el desarrollo democrático de la región.
Hoy, la sombra de los golpes de Estado sigue presente en América Latina, pero su naturaleza ha evolucionado. Ya no se trata de tanques en las calles, sino de reformas constitucionales que, bajo la narrativa populista de representación del pueblo, erosionan la democracia y concentran el poder en manos del Ejecutivo, fenómeno que conecta a actores tan dispares como Morena en México, Hugo Chávez en Venezuela, la administración Trump en Estados Unidos y el modelo autoritario de Viktor Orbán en Hungría.
La experiencia venezolana es ilustrativa. Hugo Chávez llegó al poder por la vía electoral y, una vez en el cargo, fue desmantelando los contrapesos democráticos. Reformó el marco constitucional, controló el Congreso, subordinó al Poder Judicial y persiguió a la prensa independiente. Su sucesor, Nicolás Maduro, consolidó esa transformación en una dictadura de facto que, al día de hoy, mantiene la fachada de una democracia electoral.
Lee también: “No llegamos todas”, reprochan juezas por reforma judicial; exigen paridad de género
El caso de Nicaragua es comparable. Daniel Ortega, tras regresar al poder en 2007, inició una sistemática demolición de la institucionalidad democrática. Controló el sistema electoral, persiguió a la oposición y eliminó toda forma de independencia judicial. En El Salvador, Nayib Bukele goza de popularidad récord, mientras concentra poder, disuelve el equilibrio institucional y arrincona a la prensa crítica. Estos procesos no son golpes militares, sino procesos graduales de concentración de poder que terminan por vaciar de contenido a la democracia.
En los procesos de erosión democrática del siglo XXI, el Poder Judicial es, casi sin excepción, el primer blanco. Un tribunal independiente es el último bastión para la defensa de los derechos y libertades fundamentales; de ahí que los líderes que buscan concentrar el poder insistan en capturarlo. En Turquía, Recep Tayyip Erdogan impulsó reformas para remover a jueces incómodos, controló los nombramientos y subordinó al Poder Judicial a los intereses del Ejecutivo.
Pero esto no solamente afecta a países en desarrollo. La democracia más antigua del mundo no ha sido inmune. El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 marcó un antes y un después para Estados Unidos. Donald Trump, derrotado en las urnas, no reconoció el resultado. Instigó un intento de golpe que dejó muertos, heridos y una profunda fractura en el sistema político estadounidense.
Desde su regreso a la Casa Blanca en enero pasado, ha tomado decisiones que constituyen un desafío directo al equilibrio de poderes. En sus primeros meses de gobierno, Trump ha desobedecido órdenes judiciales relacionadas con deportaciones, particularmente en el caso de ciudadanos venezolanos a quienes ordenó encarcelar en El Salvador, pese a las advertencias y mandatos de los tribunales federales estadounidenses. Es un acto simbólicamente poderoso: el presidente del país más influyente del mundo desafiando abiertamente al Poder Judicial, en una señal inequívoca de desprecio por el Estado de derecho.
Además, su proyecto de “depuración” del Departamento de Justicia ha removido a funcionarios considerados desleales y colocado en posiciones clave a figuras cercanas a su círculo político. El objetivo es claro: transformar el aparato de justicia en un instrumento del Ejecutivo. El modelo recuerda al de Viktor Orbán en Hungría: deslegitimar a los jueces, amenazarlos, desacatar sus decisiones y, finalmente, subyugar al sistema judicial.
Pero el golpe de Trump a la democracia estadounidense no se limita a eso. Su retórica sobre un posible tercer mandato, a pesar de la prohibición expresa en la Constitución, va más allá de la simple bravuconería. Voces de su círculo cercano han comenzado a instalar en los medios la idea de que podría volver a ser candidato en 2028, argumentando interpretaciones constitucionales que, como adivinaron, pasarían inevitablemente por el filtro del Poder Judicial y la Corte Suprema de Estados Unidos.
Lee también: Ciudadanos recibirán hasta 11 boletas en elección judicial; estiman que para votar tardarán hasta 13 minutos
La Constitución de Estados Unidos es inequívoca. La Enmienda 22, ratificada en 1951, establece un límite de dos mandatos presidenciales. Es una cláusula que surgió como respuesta al precedente de Franklin D. Roosevelt, quien fue elegido en cuatro ocasiones, y que desde entonces ha sido vista como una garantía de la alternancia pacífica del poder. La mera insinuación de buscar un tercer mandato desafía ese consenso constitucional y mina uno de los pilares sobre los que descansa el modelo republicano norteamericano: la limitación temporal del Poder Ejecutivo.
Cuando el jefe de Estado de la democracia más influyente del mundo plantea, aunque sea retóricamente, que las reglas constitucionales son negociables o susceptibles de reinterpretación a su favor, el precedente es peligroso. En contextos donde los frenos y contrapesos son más frágiles, esa narrativa puede ser interpretada como una licencia para otros líderes que aspiran a perpetuarse en el poder. La tentación del presidente sin plazo de salida, es una constante en los procesos de erosión democrática.
En México, el proceso es igual de inquietante. La reforma judicial, promovida y aprobada por el gobierno del presidente López Obrador, fue presentada como una respuesta al “elitismo” y la “corrupción” del Poder Judicial. Ahora, el país se encamina a las primeras elecciones de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El gobierno ha insistido en que se trata de una medida democratizadora, pero la realidad es más preocupante. La elección popular de los cargos judiciales abre la puerta a campañas políticas para puestos que deberían estar protegidos de intereses partidistas. En procesos electorales que requieren recursos, se generan incentivos que pueden terminar favoreciendo a candidatos con vínculos partidarios, al gobierno o incluso con apoyo de grupos de poder como los cárteles del narcotráfico y el crimen organizado. El riesgo de erosión democrática es real cuando el Poder Judicial pierde su independencia.
Más allá de las intenciones declaradas, el resultado será la politización de la justicia y el debilitamiento del principio de independencia judicial. La Suprema Corte de Justicia, que durante el sexenio de López Obrador actuó en diversas ocasiones como contrapeso constitucional, ahora enfrenta el riesgo de convertirse en un órgano alineado con el poder político. La narrativa oficial ha sido constante: deslegitimar al Poder Judicial como un obstáculo para la “transformación”.
Si el concepto de golpe de Estado se restringe a la irrupción armada para tomar el poder, es claro que América Latina parece haber superado esa etapa. Pero si hablamos del desmantelamiento progresivo de los equilibrios democráticos, entonces estamos viviendo una nueva forma de golpe: el golpe constitucional, legal e institucional.
Lee también: Empleados de la Voz de América demandan al gobierno de Trump por su cierre; piden su reapertura
Estados Unidos, México, Hungría, Venezuela, Nicaragua: cada uno con sus matices, pero todos con un mismo patrón. La captura del Poder Judicial, la eliminación de contrapesos, límites y controles, y la concentración del poder son síntomas claros de una enfermedad que amenaza la salud de la democracia constitucional.
“No man should be President more than eight years, and no man could be if we did not have this power hunger on the part of some individuals”. La advertencia del senador Robert A. Taft, al promover la Enmienda 22 en 1947, no era sólo un freno para futuras ambiciones desmedidas en Estados Unidos. Era un recordatorio de que la democracia es, ante todo, un ejercicio de control del poder y de límites. Sin ellos, la tentación del poder perpetuo encuentra siempre el modo de infiltrarse.
Hoy, en 2025, esa lección parece estar en riesgo de ser olvidada. No sólo en Washington, donde el presidente Donald Trump desafía abiertamente los contrapesos institucionales, sino en América Latina, donde líderes electos han aprendido que no necesitan golpes de Estado para consolidar su dominio. Basta con desmantelar, poco a poco, las barreras que alguna vez protegieron el control del poder, las libertades, la alternancia y el Estado de derecho.
Analista internacional. X: solange_