“Dentro de mi alma me considero un hombre de ciudad, me encanta viajar en el transporte público”. Esto lo dijo varias veces Jorge Mario Bergoglio, el nombre secular del religioso jesuita argentino ordenado sacerdote el 13 de diciembre de1969. Años después escalaría cargos cada vez más importantes como obispo de la diócesis de Oca en España y en 1997 arzobispo coadjutor de Buenos Aires y, a partir del 21 de febrero de 2001, el entonces papa Juan Pablo II lo nombró cardenal de Buenos Aires.

En 2012 viajé a Buenos Aires en mi cargo de Director para América Latina de la Nuclear Age Peace Foundation (NAPF, la Fundación por la paz en la era nuclear) para efectuar una serie de pláticas y reuniones apoyando los esfuerzos de organizaciones como World Without War (Mundo sin guerra) que habían organizado en 2009-2010 la Marcha mundial por la paz y la no violencia. Ahora habría un foro en el que se remarcaría la enorme importancia de despertar conciencias ante la cada mayor amenaza de una catástrofe nuclear.

En la semana que estuve en la capital bonaerense, tomé varias veces el metro – o subte, como lo llaman ahí-. Ese día en el atiborrado y modesto vagón, escuché a unas personas cerca de mí decir: “Mirá ahí, está el Cardenal Borgoglio, vamos a saludarlo.” Yo dejé de leer las notas que había escrito en mi hotel para la reunión de ese día y miré a un grupo de personas saludando y charlando con un caballero vestido en traje color negro con el alzacuello blanco que lo identificaba como sacerdote. En otros viajes a Argentina ya había escuchado comentarios muy positivos de la actitud de arzobispo, y luego cardenal, que continuaba viajando en transportes públicos sin comitiva, hablando con las personas, interesándose siempre por sus problemas y viendo la forma de resolverlos. También recordé haber leído en los diarios, declaraciones del cardenal condenando las armas nucleares. Sin pensarlo más me dirigí hacia donde estaba el prelado y esperé una oportunidad para saludarlo y rápidamente informarle el motivo de mi visita a su ciudad. De inmediato se interesó en el tema y charlamos durante unos minutos; pedí su permiso para grabar la conversación en mi pequeña mini grabadora pues quería extraer de ella algunas ideas para mi reunión.

Algo que interesó mucho al cardenal fue saber que en la reunión se tocaría el tema del Tratado de Tlatelolco de la No proliferación de las Armas Nucleares, ya que él tenía una postura antinuclear firme y consistente. Consideraba que la posesión y el uso de ellas era inmoral y tenía en gran estima que ese tratado latinoamericano pedía la eliminación total de dichas armas. Le comenté que el fundador y presidente de la NAPF, el Dr. David Krieger, en 1966 había participado en la elaboración del Tratado coordinando los trabajos de quien concibiera ese plan, el diplomático mexicano Alfonso García Robles. Esto dio como resultado el que se firmara el Tratado de Tlateloco en 1967. García Robles fue galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1982. Ese mismo año, el Dr. Krieger fundó la NAPF. Al darle esa información, el cardenal me dijo que nos felicitaba por “no sólo que deseáramos un mundo libre de esas armas, sino que continuábamos trabajando para ello” y por “la plena aplicación del Tratado de No Proliferación, de 1970, en su redacción y espíritu”. Agregó que la meta a alcanzar es la “prohibición total de las armas nucleares. Medidas parciales no son suficientes. Debemos estar muy consciente de que toda la Creación, incluyendo la humanidad, se coloca en un riesgo total por las más de 15 mil ojivas nucleares que hay todavía en nuestro planeta” y agregó: “Una ética y una ley basada en la amenaza de destrucción mutua, y posiblemente la destrucción de toda la humanidad es contradictoria en sí misma”.

Había llegado el momento en que el cardenal Bergoglio tenía que bajar del subte. Se despidió con una amplia y cordial sonrisa, me dio su bendición y por mi conducto envió un cariñoso saludo al Dr. Krieger y a todos los participantes en la reunión en Buenos Aires.

En ese entonces, como cardenal, como auténtico servidor del pueblo, y después como el papa Francisco, continuó siendo un hombre sencillo, sabio y decente. Siempre estuvo rodeado de gente común y no en una torre de marfil. Sus palabras de apoyo para una “prohibición total” de las armas nucleares deben llegar al corazón de todos los que buscan un mundo libre de esta terrible amenaza, una meta que los que ahora vivimos le debemos a nuestros hijos y nietos y a todas las generaciones que nos seguirán en el planeta. Descanse en paz el buen Papa del Pueblo.

Director general para América Latina de la organización de Jean-Michel Cousteau Ocean Futures Society , Miembro de la Nuclear Age Peace Foundation y de Writers Guild of America y Screen Actors Guild (SAG)

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