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Fue un mes perfecto para Kamala Harris. La vicepresidenta era, hasta junio, una dirigente ignorada por los norteamericanos y subestimada por su jefe, Joe Biden, y su equipo presidencial. El 21 de julio todo cambió, y la exsenadora sorprendió a su partido y a su país al motorizar a los demócratas una vez que Biden renunció a la candidatura.
En cinco semanas, la ahora candidata revirtió la ventaja que Donald Trump y los republicanos le llevaban al oficialismo. Batió días tras día récords de recaudación de donaciones. Renovó el liderazgo del partido. Electrizó a los demócratas como pocos otros líderes en años al punto de atraer miles de voluntarios. Convirtió sus defectos en virtudes y su cuestionada carcajada pasó a ser la mejor arma de una “guerrera alegre” frente a su rival “gruñón”. Evitó, al menos por ahora, ser demasiado criticada por sus propuestas económicas populistas ya refutadas por la realidad de otros países. Derrotó a Trump donde más le duele, en el rating de las noches de convenciones.
Y hasta se dio el lujo de robarle al candidato republicano y a todos sus aliados globales, incluido Javier Milei, uno de sus mayores valores y argumentos de campaña: la defensa de la libertad. Hoy Kamala es la candidata de la alegría, el optimismo, la “economía de las oportunidades”, la libertad y el patriotismo.
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Quedan 72 días para las elecciones presidenciales, ¿le alcanzará a Harris con ese impulso de transformación para impedir un nuevo mandato de Trump? Desde hace un mes, prácticamente todos promedios de sondeos la muestran al frente de la intención de voto popular por márgenes de entre uno y cuatro puntos. Pero, tal vez ese número no sea suficiente para la victoria.
Un dato de la historia y la estadística indica que, para retener la Casa Blanca, los demócratas deberán ganar a lo grande, por una diferencia incluso mayor a esos números. Para Trump, en cambio, podría ser más fácil y, una vez más, podría perder el voto popular y, aun así, alcanzar la presidencia. Conscientes de ese desafío, los operadores y líderes demócratas están bastante más inquietos de lo que se mostraron en la euforia nocturna del cierre de la convención en Chicago.
1. Republicanos y asimétricos
Desde el comienzo del siglo, hubo en Estados Unidos seis elecciones generales; en dos de ellas, el ganador y presidente electo no obtuvo la mayoría de los sufragios. George W. Bush, en 2000, y Trump, en 2016, triunfaron en el Colegio Electoral pese a que Al Gore y Hillary Clinton fueron los candidatos más votados; el primero con un margen de 0.5%; la segunda, de 2.1%.
La ley, la Constitución y la voluntad de los padres fundadores de Estados Unidos compensaron la aparente falta de legitimidad de Bush y de Trump, ambos republicanos y ambos divisivos y criticados aún antes de asumir. En cualquier otra democracia, con un sistema electoral diferente, ese escenario sería o bien improbable o bien el resultado de una maniobra autocrática.
La “inversión de resultados” no es nueva en la historia de Estados Unidos; ocurrió en otras dos oportunidades. Por eso, en 2019, tres economistas de la Universidad de Texas se propusieron estudiar la probabilidad de que ese escenario se repita sistemáticamente a lo largo de la historia. El resultado anticipa malas noticias para los demócratas en este Estados Unidos polarizado y al borde del incendio político desde hace unos años.
En Inversiones en las Elecciones de Estados Unidos: 1836-2016, Michael Geruso, Dean Spears e Ishaana Talesara testearon más de 100 escenarios electorales y llegaron a la conclusión de que si la ventaja del candidato con más votos populares es de un punto porcentual o menos, hay un 40% de probabilidades de que pierda el Colegio Electoral. Si el margen de victoria en el voto popular es de dos puntos, las probabilidades de ser derrotado en el Colegio Electoral son de 30%. Si la ventaja es de tres puntos, la probabilidad de perder el Colegio es de 15% e, incluso, hay una probabilidad de ser derrotado en ese órgano si el margen es de cuatro puntos.
El problema para los demócratas es que hoy, por la forma en que se adjudican los electores por estado y por la composición y distribución política en la geografía norteamericana, las probabilidades de triunfo recaen en los republicanos. En otros momentos de la historia, la pos Guerra Civil, por ejemplo, el sesgo del Colegio era favorable a los demócratas, pero hoy no.
“Las probabilidades son asimétricas en función de los partidos. En el caso de que ocurra una inversión de resultados, las probabilidades de que sea ganado por los republicanos van del 62% al 93%. Los republicanos deberían ganar el 65% de las carreras presidenciales si pierden el voto popular por una diferencia muy estrecha”, advierten los investigadores.
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2. Pequeños, pero poderosos
Traducido más allá de las estadísticas: los demócratas hoy se tienen que esforzar más para llegar o retener la Casa Blanca que los republicanos. ¿Por qué? Porque la masa votante demócratas está fundamentalmente concentrada en estados grandes de las costas (Nueva York, California) y, en comparación, esas regiones tienen menos representación en el Colegio Electoral que los estados pequeños o medianos, hoy con mayor inclinación por los republicanos.
El órgano tiene 538 electores, que son el equivalente al número de senadores y de representantes más tres delegados de Washington DC. Cada estado, no importa su tamaño, tiene dos senadores y un número de representantes condicionado sí por el tamaño de la población. Eso hace que los estados pequeños tengan un peso proporcional mayor que el de los grandes. Por ejemplo, con 550 mil habitantes, Wyoming tiene tres electores; es decir un elector cada 183 mil habitantes. California, en cambio, tiene 39 millones 100 mil habitantes y 55 electores; es decir, un delegado cada 710 mil personas.
Tanta estadística, tanta probabilidad y tanta construcción institucional explican dos fenómenos que marcan a Estados Unidos, uno más estructural y el otro más coyuntural. Por un lado, ese país es la meca de la ingeniería electoral, donde toda voluntad se mida al milímetro y todo mensaje se empaqueta para impactar en un verdadero rompecabezas de votantes, de la rural Wyoming a la multicultural California. Eso hace que sus campañas sean un exitoso y sofisticado producto de exportación a otras naciones.
Por otro lado, todos esos datos explican además la inquietud demócrata, expresada sin tapujos por la ex primera dama Michelle Obama y por el expresidente Bill Clinton el miércoles pasado en Chicago. Ambos llamaron a su partido a no dormirse y a no dejarse llevar por las encuestas que la muestran a Harris dos o tres puntos arriba de Trump. Eso ya sucedió y el trauma fue tal que aún persigue a los demócratas.
3. El trauma de Hillary
Hoy Kamala no solo lidera las encuestas de voto general, sino también el ranking de recaudación. Solo en julio, recibió 300 millones de dólares en donaciones, un récord mensual para cualquier candidato presidencial. Hace ocho años, a esta altura de la campaña, Hillary Clinton, entonces candidata demócrata, vivía un escenario bastante mejor que el de Kamala y su presidencia parecía inevitable. En agosto de 2016, la ex primera dama aventajaba a Trump por una diferencia de 5.4% de acuerdo con el promedio de sondeos de RealClearPolitics y era una máquina imparable de recaudar contribuciones de campaña.
Pero una campaña mal organizada y la subestimación del rival en las encuestas llevaron a Hillary y a sus asesores a desenfocarse de sus objetivos. El 8 de noviembre de 2016 la ex primera dama obtuvo casi tres millones de votos más que su rival. Pero esos sufragios no estaban donde ella los necesitaba. Aunque ganó por más de 30% California, perdió por un total de 150 mil mil votos tres estados claves: Pensilvania, Wisconsin y Michigan. Y Trump se quedó con el Colegio Electoral y con la Casa Blanca.
4. ¿Cómo sigue entonces la campaña?
Los demócratas quedaron tan golpeados y aprendieron tanto de ese trauma que no solo revirtieron la derrota de 2016 en 2020, sino que además forzaron la renuncia a la candidatura de Biden para evitar que este año Trump sí vuelva por su segundo mandato.
A esta altura de su campaña presidencial de 2020, Biden aventajaba a Trump por casi ocho puntos y llegó al día de las elecciones con un margen de siete puntos en el promedio de sondeos de RealClearPolitics. El mandatario se impuso finalmente con una diferencia de 4,5% en el voto popular y con 306 de los 538 sufragios en el Colegio Electoral. Dos lecciones le dejan a Kamala esos números.
Por un lado, el umbral mágico y mínimo del voto popular es, como indica el estudio de la Universidad de Texas, una diferencia de 4%. Por otro, nunca hay que subestimar a Trump, como hacen los sondeos.
Aun cuando hayan perfeccionado sus metodologías para detectarlo al máximo, los encuestadores no saben todavía hoy cuál es la verdadera dimensión del voto oculto por Trump. Y la diferencia que comanda hoy Kamala es demasiado pequeña para arriesgarse a que el sufragio tímido de los seguidores de Trump frustren a los demócratas.
A esa incógnita se agregan hoy dos al menú de los estrategas demócratas: ¿cuántos votos le sumará a Trump el apoyo del independiente Robert Keneddy Jr.? ¿El entusiasmo y la atención en la convención demócrata se traducirá en intención de votos?
Los encuestadores no se ponen de acuerdo en la primera respuesta. Nate Silver, prodigio de la estadística, cree que el impacto en la intención de voto de Trump será inferior a un punto y no dará vuelta la campaña. Sin embargo, el sitio RealClearPolls estima que el expresidente crecerá dos puntos en los sondeos gracias a Kennedy Jr., lo suficiente para afianzar su intención de voto en los estados que van a definir las elecciones.
La campaña de Harris apunta a compensar esa mala noticia con el rédito de la convención. La historia indica que esas celebraciones de las nominaciones le suman a los candidatos intención de voto, pero, en un Estados Unidos polarizado, ese número se reduce con cada ciclo electoral.
La última vez que un candidato recibió un impulso decisivo en las encuestas tras la convención fue en 2000, cuando Gore añadió cuatro puntos a la intención de voto.
A la campaña de Harris le queda entonces detectar y movilizar a nuevos seguidores e independientes en las regiones que decidirán las elecciones, unos 10 estados que hoy no tienen un sesgo político fijo y cambian de comicio en comicio por una diferencia mínimas de sufragios.
Allí en estados como Pensilvania, Arizona, Georgia o Michigan le esperan a Kamala desafíos tan grandes como el del umbral de los cuatro puntos. La vicepresidenta deberá encontrar otros argumentos convincentes además de la promesa de alegría, renovación, libertad y respeto de los derechos de la mujer. Tendrá que dar con las propuestas certeras que persuadan a esos norteamericanos de que, a diferencia de Biden, ella es capaz de hacer que sus bolsillos vibren al ritmo del auge económico de Estados Unidos. Nada será fácil para esta nueva Harris, aun cuando sea el fenómeno Kamala.
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