Miami.— La relación de con México se ha articulado casi siempre como una política de. Más allá de las disputas comerciales, ha convertido a México en pieza central de su narrativa sobre migración, crimen organizado, drogas, seguridad fronteriza e incluso recursos naturales. “Desde su primera presidencia hasta su regreso a la Casa Blanca en enero, la lógica ha sido usar los puntos de vulnerabilidad de México para empujar decisiones políticas que se ajusten a las prioridades internas de Estados Unidos”, dice a EL UNIVERSAL la economista y abogada María Díaz.

Uno de los ejemplos más reveladores es la mosca del gusano barrenador del ganado en México. En 2025, un rebrote en la zona del Istmo de Tehuantepec y en el norte de México encendió las alarmas en Washington. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos avisó que, si México no aceptaba de inmediato una serie de condiciones como el levantamiento de restricciones a aeronaves estadounidenses, agilización de permisos y exención de gravámenes a equipos de fumigación, suspendería las importaciones de bovinos, bisontes y equinos mexicanos y cerraría de facto los cruces para ganado a partir de una fecha límite.

“Lo que en principio era un asunto técnico de sanidad animal se transformó en un instrumento de presión política”, dice Díaz.

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Presiones de Estados Unidos a México
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Ganaderos y exportadores mexicanos quedaron bajo la amenaza de perder el acceso al mercado estadounidense, con el gobierno de Trump presentando el tema como un ejemplo de la “falta de cooperación” de México no sólo en materia sanitaria, sino también en seguridad y control de fronteras. En la práctica, el gusano barrenador se convirtió en un chivo expiatorio útil. “Si bien se trató de un riesgo real, fue amplificado y politizado para obligar a México a aceptar la supervisión y las condiciones operativas de las agencias estadounidenses, con un claro desequilibrio en la capacidad de imponer costos”, asegura la experta.

Algo similar ocurre con el agua, pero a una escala mucho más sensible. El Tratado de 1944 sobre aguas internacionales obliga a ambos países a compartir caudales del río Bravo y del Colorado. Estados Unidos debe entregar a México volúmenes del Colorado, mientras que México está obligado a enviar agua de afluentes que desembocan en el Bravo, en ciclos de cinco años. Con el auge de la sequía en el norte mexicano, el cumplimiento se ha vuelto más difícil, lo que ha generado tensiones recurrentes. Bajo Trump, esa tensión se ha convertido en un discurso abiertamente de confrontación, con el mandatario estadounidense acusando a México de “robar” agua a los agricultores de Texas y amenazando con un arancel si el gobierno mexicano no paga el líquido que debe.

En marzo, el Departamento de Estado rechazó por primera vez en la historia una petición especial de México para abastecer de agua a Tijuana desde el lado estadounidense, alegando precisamente los “incumplimientos” mexicanos en el río Bravo. Sin embargo, analistas del Colegio de la Frontera Norte resaltaron que el tratado nunca condicionó la entrega de agua en un río al comportamiento en el otro y calificaron la decisión de “chantaje” político que instrumentaliza un problema climático y agrícola para fortalecer la narrativa de mano dura de Trump, tanto hacia México como hacia los gobiernos estatales republicanos del sur de Estados Unidos.

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La presión más explosiva es quizá la que se articula en torno al narcotráfico y la violencia criminal, con Trump designando a seis cárteles mexicanos como organizaciones terroristas transnacionales y, hace unos días, al fentanilo como un arma de destrucción masiva. Expertos en seguridad han señalado que esta etiqueta no sólo endurece las sanciones financieras y penales, sino que abre la puerta legal a operaciones militares extraterritoriales unilaterales.

La presión se refuerza por la vía financiera. La designación de los cárteles como organizaciones terroristas incrementa el riesgo regulatorio para bancos, casas de bolsa y empresas mexicanas con cualquier contacto, real o potencial, con el crimen organizado. En junio, el Departamento del Tesoro estadounidense anunció sanciones contra tres instituciones financieras mexicanas: CIBanco, Intercam Banco y Vector Casa de Bolsa, bajo acusaciones de lavado de dinero para cárteles como el De Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación (CJNG), aplicando por primera vez de forma plena la FEND Off Fentanyl Act. Las medidas congelan activos bajo jurisdicción estadounidense y prohíben a bancos y ciudadanos de Estados Unidos hacer negocios con esas entidades.

Otro terreno donde la presión de Trump ha sido más constante y visible es el de la migración. En los hechos, México se convirtió en tapón y sala de espera de la política migratoria estadounidense, con la declaración de emergencia fronteriza y el fin de la aplicación CBP One, que se había convertido en la vía principal para que solicitantes de asilo obtuvieran citas en puertos de entrada.

“Visto en su conjunto”, señala María Díaz, Estados Unidos utiliza su posición dominante para convertir temas compartidos en instrumentos unilaterales de coerción. Para México, “el reto no es sólo resistir o ceder en cada caso concreto, sino evitar que esta lógica se normalice al punto de convertir cualquier nueva crisis en otra palanca de presión al servicio de la agenda política de Trump”.

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