París.— El balance de la revuelta popular que hace dos años levantó vientos de cambio en Irán bajo el lema es particularmente sombrío, aunque los activistas, encarcelados o en el exilio, se aferran a la esperanza de que no todo ha sido en vano.

Las ejecuciones en gran escala se multiplican, sus autores gozan de impunidad y los familiares de las víctimas son perseguidos por las fuerzas de seguridad de la República Islámica. El movimiento se desencadenó por la muerte en detención el 16 de septiembre de 2022 de, una joven kurda iraní de 22 años arrestada por presunto desacato del estricto código indumentario islámico. Los manifestantes denunciaban el uso obligatorio por las mujeres del hiyab.

Las marchas, lideradas por mujeres, duraron meses, pese a una represión implacable que se saldó con 551 muertes y miles de detenciones, según organizaciones de defensa de los derechos humanos.

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La intensidad de las protestas disminuyó, aunque el gobierno sigue castigando a quienes lo desafiaron. Las ONG denuncian el incremento de ejecuciones por todo tipo de infracciones y lo atribuyen a una voluntad de crear miedo para disuadir cualquier atisbo de descontento.

Desde la prisión de Evin, cerca de Teherán, la nobel de la paz Narges Mohammadi, detenida desde noviembre de 2021, anunció que 34 reclusas se declararon en huelga de hambre “en solidaridad con el pueblo iraní que protesta contra las políticas opresivas del gobierno”.

Según Human Rights Watch (HRW), los familiares de personas asesinadas, ejecutadas o detenidas en las protestas son objeto de amenazas, acoso e incluso encarceladas bajo falsas acusaciones.

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