Donald Trump prometió un regreso triunfal a la Casa Blanca, un segundo mandato capaz de restaurar una "edad dorada" para Estados Unidos. Cien días después, el país no ha encontrado la abundancia prometida, sino una descomposición acelerada de su economía, de sus instituciones, de su tejido social y de su prestigio internacional. La narrativa de la nueva administración estadounidense de grandeza ha sido sustituida por una de confrontación permanente, deterioro democrático y polarización extrema, mientras el propio Trump se encona en su desafío contra toda noción de límites legales y constitucionales.

La caída de la confianza pública en la Unión Americana hacia Donald Trump es brutal y difícil de disimular. Apenas un 39% de los estadounidenses aprueba la gestión de Trump, mientras el 55% expresa un rechazo abierto. Entre los votantes independientes, ese rechazo escala al 62%, y entre los jóvenes menores de 30 años, alcanza un devastador 70% de acuerdo a diversas encuestas. Una generación entera mira con desprecio y desesperanza al presidente que prometió devolverles el futuro.

Frank Luntz, encuestador republicano de larga trayectoria, lo expresó con amargura, “Trump no lidera una coalición de esperanzas sino una procesión de resignados, atrapados en una nostalgia hueca que ya no inspira, sino que paraliza”. El magnetismo que alguna vez sedujo a millones se ha reducido a un mandato de miedo, de obediencia, de sumisión silenciosa ante un poder que se exhibecomo un fin en sí mismo.

La guerra comercial, la piedra angular de su promesa económica, se transformó desde el primer día en una bomba de tiempo que ha golpeado duramente los cimientos del consumo y la producción. Trump decretó un arancel generalizado del 10% a todas las importaciones, no sólo contra China, México o Canadá, sino contra la Unión Europea, Japón, Corea del Sur, India y Australia por mencionar algunos; sumando además aranceles específicos del 145% sobre productos chinos y del 25% sobre bienes mexicanos y canadienses, especialmente contra la industria automotriz mundial. México recibió aranceles a su tomate y amenazas constantes, que si por el agua no entregada, que si por el gusano barrenador.

Pero el impacto no tardó en sentirse en los mercados y en la Unión Americana. El S&P 500 se desplomó más de un 20%, la inflación estadounidense se ha incrementado peligrosamente y se mantiene inestable, mientras que el desabasto de productos esenciales comenzó a afectar desde supermercados hasta hospitales. Walmart anunció aumentos de precios de entre el 18% y el 25% en miles de productos, mientras Ford y General Motors se vieron obligados a recortar más de 25,000 empleos combinados. El CEO de Walmart, Doug McMillon, no vaciló en denunciar que las políticas de la Casa Blanca estaban "destruyendo la capacidad de millones de familias para sostenerse dignamente". Bob Peterson, un agricultor de Iowa, resumió la tragedia con brutal honestidad, "Trump no nos está protegiendo de China. Nos está empujando a cerrar nuestras granjas."

Las represalias no se limitaron al comercio. China impuso también aranceles a Estados Unidos, suspendió compras agrícolas estratégicas y ordenó a su industria aérea que deje de comprar a Boeing. La Unión Europea impuso aranceles de respuesta sobre tecnología, vinos, ropa y automóviles estadounidenses. Canadá, tradicional aliado, denunció a Estados Unidos ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), mientras Japón y Corea del Sur reconfiguraron acuerdos con socios alternativos.

El desplome de bolsas y las advertencias de mercados, del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y el enojo de los estadounidenses obligaron a Trump a echar atrás la mayoría de los aranceles, a prometer que “pronto” habrá acuerdo con China, ante el impacto de sus políticas en el nivel de aprobación de que goza —el peor en los primeros 100 días de un presidente estadounidense en décadas—.

Mohamed El-Erian, destacado economista y empresario egipcio-estadounidense y actual presidente de Queens' College en la Universidad de Cambridge, advirtió en Davos que Estados Unidos había dejado de ser el ancla del sistema financiero internacional para convertirse en un factor de riesgo. "No estamos viendo el surgimiento de una nueva era de prosperidad americana; estamos viendo el nacimiento de un ciclo de aislamiento autoinfligido", aseguró.

Pero si el frente económico parece devastado, el frente interno ofrece un paisaje aún más sombrío. Aunque su amenaza de “deportación masiva” hasta el momento se ha quedado en eso, sus políticas han desatado el terror. Agentes de ICE han ejecutado redadas indiscriminadas en áreas de trabajo, en las calles, en casas e incluso en iglesias, escuelas y hospitales; ha detenido no sólo a indocumentados sino también a residentes legales y a menores ciudadanos estadounidenses deportándolos sin un juicio de por medio, aunque su gobierno alega que son las familias las que optan por llevarse a sus hijos. Historias como la de Mariana López, una niña de ocho años nacida en Houston, Texas, y deportada junto a su madre a El Salvador, conmocionaron a un país que se creía inmune a esos niveles de brutalidad administrativa. Mariana no habla español, no conoce a nadie en el país al que fue enviada y su vida, su identidad, sus derechos, fueron ignorados en nombre de una política de exclusión ciega.

La represión se extendió a los campus universitarios. Estudiantes internacionales como Mahmoud Khalil en Columbia University y Rumeysa Öztürk en Boston fueron arrestados y deportados por participar en manifestaciones pacíficas a favor de los derechos humanos de Palestina, a pesar de contar con visas vigentes y de actuar dentro de los marcos legales. Así mismo y en nombre de la seguridad nacional, Trump reactivó Guantánamo Bay, en Cuba, como centro de detención para migrantes venezolanos; trasladados allí sin juicio previo, sin abogados, sin derechos reconocidos. La invocación de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para justificar estas prácticas reabrió heridas legales y morales que Estados Unidos había jurado no volver a infligir.

Un informe de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en ingles), a la que EL UNIVERSAL tuvo acceso, es devastador. En 100 días Trump firmó más de 40 órdenes ejecutivas que vulneran derechos civiles fundamentales: del intento de suprimir la ciudadanía por nacimiento mediante decretos presidenciales al ataque directo a estudiantes y académicos por razones ideológicas, la amenaza explícita de recortar fondos a universidades que promuevan programas de diversidad, equidad e inclusión, la censura de investigaciones científicas sobre salud pública, género y diversidad, las sanciones ilegales impuestas a la Corte Penal Internacional, el uso del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) para manipular bases de datos sensibles de millones de ciudadanos bajo criterios de eficiencia y seguridad nacional sin supervisión judicial, por mencionar los de mayor impacto. "Estamos presenciando la construcción de un estado de excepción permanente en el que la ley sirve no para limitar el poder, sino para justificar su abuso", dijo Anthony Romero, director ejecutivo de la ACLU.

La política exterior estadounidense, lejos de restaurar su liderazgo en el mundo, se ha convertido en una sucesión de fracasos y amenazas huecas. Sus dos promesas principales: poner fin a las guerras entre Rusia y Ucrania y la de Israel con Hamas, no se concretaron. Y su “propuesta” de convertir Gaza en una Riviera (propiedad de EU), desató una ola de indignación.

En Ucrania, el fracaso de la Casa Blanca para articular un frente internacional efectivo ha permitido que Rusia intensifique sus ataques aun en medio de pláticas para alcanzar la paz. El presidente ucraniano Volodimir Zelensky, aislado y debilitado, ha denunciado públicamente la falta de apoyo real por parte de Washington, aun cuando en el funeral del Papa Francisco, en el Vaticano, platicaron y pareciera que avanzaron un poco en esa promesa de paz o de apoyo. En Gaza, la promesa de contener el conflicto entre Israel y Hamas se desvaneció bajo una política errática que alterna amenazas desconectadas con silencios estratégicos y un Primer Ministro israelí que no escucha. El resultado ha sido un aumento de la violencia, una crisis humanitaria en ascenso y una aparente pérdida de influencia estadounidense en Oriente Medio.

A estas tensiones se suma una decisión interna de alto riesgo, la designación oficial de cárteles mexicanos y pandillas como organizaciones terroristas. Trump firmó una orden ejecutiva en febrero que clasifica a varios grupos criminales mexicanos y a pandillas centroamericanas como entidades terroristas extranjeras, una medida que genera profundas implicaciones legales y diplomáticas. Aunque el gobierno salvadoreño, bajo el liderazgo de Nayib Bukele, ha respaldado públicamente la estrategia y ha ofrecido su megacárcel como destino para detenidos de alta peligrosidad, México ha reaccionado con cautela y preocupación. La Cancillería mexicana advirtió que la decisión podría violar principios básicos de soberanía y sentar un precedente peligroso para las relaciones bilaterales.

La ACLU también ha denunciado que esta designación abre la puerta a detenciones masivas, vigilancia interior sin garantías y nuevas formas de represión bajo la justificación de la seguridad nacional. No se trata únicamente de combatir al crimen organizado, se trata de expandir las facultades del gobierno estadounidense para actuar contra cualquier ciudadano o residente que pueda ser asociado, incluso de manera indirecta, a organizaciones catalogadas como terroristas, sin necesidad de juicio previo.

A medida que estos procesos avanzan, el desmantelamiento interno continúa. Más de 280 mil despidos en el aparato federal estadounidense no sólo redujeron el tamaño del gobierno; devastaron programas vitales en salud, educación, ciencia y cultura. Los fondos para investigaciones médicas sobre cáncer, VIH y enfermedades mentales han sido cancelados abruptamente. El recorte del 40% al Instituto Nacional de Salud paralizó proyectos enteros que llevaban años en desarrollo. La National Endowment for the Arts fue reducida a un cascarón ideológico, donde solo se financian obras que refuerzan los "valores tradicionales" definidos por el pensamiento trumpista.

Las Fuerzas Armadas tampoco escaparon al nuevo orden. Programas de inclusión, apoyo psicológico a veteranos y cooperación climática fueron eliminados. Los nombramientos de oficiales obedientes desplazaron a mandos que habían defendido la independencia del poder militar frente a las presiones políticas. La línea entre Estado y aparato personalista se difumina peligrosamente. El poder judicial de los Estados Unidos, acosado por más de 200 decretos inconstitucionales en cien días, resiste con dificultad mientras jueces como Amy Berman Jackson advierten que "sin independencia judicial, el edificio entero de la democracia estadounidense corre el riesgo de colapsar".

El gabinete de Trump refleja el núcleo de esta transformación. Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional; Tom Homan, zar fronterizo; Kash Patel, director del FBI; Tulsi Gabbard, directora de Inteligencia Nacional; Elon Musk, asesor en el DOGE, son figuras que no representan la diversidad política o intelectual de la nación, sino su uniformidad ideológica y entreguismo a su líder Trump. Musk, desde el DOGE, idera el desmantelamiento de los servicios públicos bajo el discurso de la automatización, eliminando empleos y precarizando sectores enteros de la población. Noem supervisa operaciones de propaganda interna destinadas a criminalizar a inmigrantes, periodistas, opositores políticos y organizaciones de derechos humanos.

Ni siquiera los multimillonarios que alguna vez fueron aliados naturales de Trump permanecen incondicionales. Ken Griffin denuncia "el suicidio comercial" que provocan las políticas arancelarias. Ray Dalio advierte sobre "una pérdida irreversible de la confianza global en la estabilidad estadounidense." Richard Branson lamenta que "Estados Unidos se ha convertido en el ejemplo mundial de cómo una democracia puede degradarse desde adentro."

Estos 100 días de Trump no representan solo un retroceso para expertos y analistas; incluso para muchos republicanos y votantes; representan una advertencia brutal de lo rápido que una república puede perder sus fundamentos cuando sus ciudadanos, sus jueces, sus medios, sus instituciones, vacilan frente al avance decidido de quienes entienden la política no como el arte de gobernar, sino como el arte de dominar. La población de Estados Unidos no está asistiendo a una alternancia más de gobierno: está viendo el experimento de una mutación autoritaria en tiempo real, en el corazón de la democracia más antigua del mundo moderno.

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