En medio del caos del Centro Histórico —los ambulantes y el bullicio proveniente de las casas de campaña de los maestros de la CNTE en el Zócalo—, se alcanzó a escuchar el Cielito lindo en tonos de flauta y piano, que Salvador Clemente hacía sonar al girar la manija de su organillo con más de un siglo de antigüedad.
Mientras más notas brotaban del cilindro de su organillo, otros 30 organilleros y unos 10 chinchineros de Chile, entre adultos mayores, jóvenes, niños y mujeres, se sumaban con su instrumento a la fiesta que se hacía, al mediodía, en la calle de Madero, alcaldía Cuauhtémoc.
“¡Ay, ay, ay, ay! ¡Canta y no llores, porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones!”, entonaban los ahí presentes.
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El volumen de la tradicional canción mexicana se acrecentaba cada vez más cuando los instrumentos que Alemania obsequió a finales del siglo XIX al entonces presidente de México, Porfirio Díaz, se coordinaban al unísono.
Al escuchar el silbido de los organillos, una familia que se encontraba en uno de los locales que daba hacia Madero dejó de hacer sus actividades para sumarse al baile y canto: los papás ingresaron al círculo de los músicos y empezaron a moverse al ritmo del Cielito lindo, agarrados de los brazos; después, los hijos hicieron lo propio.
“Eh, eh, eh”, alentaba un chinchinero mientras movía su sombrero negro hacia adelante y hacia atrás. “Viva México y Chile, gracias por apoyar la cultura”.
Al término de la canción que ya había logrado reunir a decenas de turistas nacionales y extranjeros, así como a comerciantes —quienes grababan con una sonrisa en el rostro a los músicos—, uno de los artistas chilenos comenzó a zapatear contra el pavimento.
Al mismo tiempo, una baqueta de madera golpeaba como por arte de magia el tambor de su espalda, que estaba amarrado de sus brillosos botines; todo mientras daba vueltas sobre su propio eje una y otra vez, a una velocidad que provocaba los aplausos del público improvisado.
“Qué bonito lo están haciendo”, exclamó Alicia desde primera fila.
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Entre pequeñas burbujas que se elevaban hacia las nubes y un chango de peluche que pedía dinero desde la mano de un organillero —que en la década de 60 lo hacía un animal real—, los artistas avanzaban hacia el Palacio de Bellas Artes.
Ahí, las personas ya los esperaban con paraguas, congeladas y aguas por el calor que no cesó durante el show. “¿Me puedo tomar una foto?”, les decían mientras los tomaban de su traje color caqui, que es un homenaje a Los Dorados, ejército de Pancho Villa.
En el primer Desfile de los Organilleros de la Ciudad de México la música y el silbido de los instrumentos mecánicos logró sobreponerse a los gritos de los ambulantes y al ruido de los manifestantes que se han apoderado del Centro Histórico, casa de los organilleros.