
Santa Ana, California.— Recargadas sobre la puerta principal de su departamento, Carola y Paula observan con curiosidad el exterior. Miran pasar la vida de las personas que gozan de la libertad que les da no ser migrantes, latinas ni transgénero. Desde hace días no ponen un pie afuera de su hogar para evitar, en el mejor de los casos, ser insultadas o agredidas; en el peor, deportadas o asesinadas.
Ambas —mexicanas desplazadas y transgénero— llegaron a la ciudad de Santa Ana, en el condado de Orange, California, hace varios años.
Este era un epicentro cultural con poco más de 300 mil residentes y más de 200 murales que —con el regreso del presidente estadounidense Donald Trump— dejó de ser un paraíso californiano de inclusión.
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Carola y Paola han decidido, como otras mujeres y hombres de su comunidad, regresar a su país debido a los crecientes ataques en su contra por ser migrantes y transgénero.
“Estamos presas en nuestra propia casa”, dice Carola en una entrevista realizada a puerta cerrada dentro de su hogar, del que no ha salido en casi cinco días, ni siquiera a trabajar.
Relata que en una de las esquinas de la calle donde vive, agentes de inmigración hicieron una redada y arrestaron a migrantes; en la otra esquina, ella fue agredida por ser mujer transgénero.
“Ya no se vive la armonía de antes, cuando podíamos ser libres”, lamenta Carola.
Platica que a los 16 años su familia le dio dinero y le pidió que escapara de México, donde en 2024 asesinaron a 60 personas transgénero, de acuerdo con cifras de la organización mexicana Transcontinental. “No querían encontrarme muerta”.
Recuerda que hace 27 años cruzó la frontera y encontró un hogar en Santa Ana, donde pudo, por primera vez, caminar por la calle sin que el miedo la abrazara en cada paso. Aunque de ese tiempo sólo quedan recuerdos porque desde enero pasado, cuando Trump volvió a la presidencia, las agresiones aumentaron.
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Menciona que hace dos semanas sufrió la más reciente agresión, de las varias que ha enfrentado en meses recientes. Estaba oscuro, eran entre las 10 y 11 de la noche, esperaba un bus en la estación sobre la calle Main, a unos metros de su casa, para ir a su trabajo en una empresa de eventos y banquetes.
“Unos jóvenes pasaron en una camioneta —narra con la mirada clavada al suelo, intentando recordar los detalles, y al mismo tiempo olvidarlos— y desde la ventana sacaron una botella y me lanzaron agua, uno de ellos me dijo maricón, pero como dicen aquí, faggot; se fueron mientras se burlaban de mí”.
Pero no sólo se sienten agredidas, sino rechazadas y excluidas como parte de una política pública.
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Han desaparecido los programas que antes les permitían recibir ayuda para pagar su renta y despensa, además de atención médica y tratamientos para su transición de identidad de género.
Paula también piensa regresar a México, aun cuando sabe del riesgo que eso significa; prefiere la compañía de su familia. “Estamos peor que en México, porque aquí ya no estamos luchando, más bien estamos sobreviviendo”, lamenta mientras explica que en el último mes al menos una organización civil para la comunidad trans cerró sus puertas y otras dos, aunque siguen activas, suspendieron sus reuniones semanales para evitar el riesgo de deportaciones.
“Esto podría llegar al suicidio. Qué podemos hacer si ya no hay dónde apoyarse, estamos solas”, expone.
La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés ) impulsa acciones legales para revertir las leyes que violan los derechos de la población trans.
“Hacemos un seguimiento de la legislación que busca impedir que las personas trans reciban atención médica básica, educación, reconocimiento legal y el derecho a existir públicamente”, alerta la organización Trans Legislation Tracker.
“Yo lo que quiero es salir, siento que mi cabeza va a estallar, ya no aguanto vivir así, porque estamos entre la espada y la pared, ni libres aquí y ni libres allá”, dice Carola.