
A los 18 años, Isaura Espinoza ya había probado las dos caras de la vida: la que ilumina y la que duele. Mientras su presencia comenzaba a descubrirse en los foros de cine, en su cuerpo libraba una batalla silenciosa contra el cáncer de mama, una enfermedad que la obligaría a reconstruirse desde adentro mucho antes de que el público la aplaudiera.
Fueron siete años de tratamientos, cirugías y resistencia en los que aprendió a lidiar no solo con los estragos físicos, sino con pérdidas invisibles: la de su normalidad, la de una tranquilidad que se interrumpió demasiado pronto. Pero nunca permitió que la enfermedad definiera su historia.
Hoy, con 68 años, Isaura habla desde la gratitud y la lucidez. Sabe que muchas de las herramientas que existen ahora —campañas de prevención, mayor conciencia médica y social— no estaban disponibles cuando ella fue diagnosticada. Y por eso insiste: la detección temprana salva vidas.
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“Claro que he sufrido y pasado por cosas difíciles en la vida, no creo que haya un solo ser humano que no haya tenido una preocupación jamás, pero todo eso nos sirve para crecer, para aprender, para entender los porqués”, dice a EL UNIVERSAL.
A lo largo de cinco décadas, la actriz ha tejido una carrera sólida en cine, teatro y televisión. Ha participado en más de 140 producciones, transitando por distintos géneros y épocas, desde el cine popular hasta historias de autor, telenovelas y el teatro.
Actualmente, Isaura planea reponer su monólogo Bósfora Rosario en el Foro Sylvia Pasquel y, en julio, presentará una nueva temporada de De pétalos perennes en el Círculo Teatral.
Cumplirá 69 años, y suma 57 de carrera. Llega a esa etapa con personajes “de primera actriz”. ¿Le gusta este término?
A mí me hicieron primera actriz desde que entré a los 30, gracias a Raúl Araiza padre, pero me gusta mucho porque me llegan personajes fuertes, de peso. Además he tenido la dicha de que me han escrito obras de teatro. El maestro Hernán Galindo me ha hecho unas obras maravillosas: es mi amigo, mi hermano, mi confidente y todo. Me conoce al dedillo y me dio el monólogo Bósfora Rosario, una mujer muy música. Todo eso es para mí un privilegio.
En esta etapa de su vida, ¿se considera feliz?
Sí soy feliz y soy una persona muy agradecida. Tengo lo que la vida me da, lo agradezco, lo disfruto y lo recibo encantada. Dios me ha puesto personas muy hermosas en el camino, una que otra ladilla por ahí que se quiere trepar y hacerte tonterías, pero a mí me viene sobrando ya saben qué. A mí Dios me ha bendecido con personas maravillosas en el camino, seres brillantes y de todos los niveles.
¿Le teme al paso del tiempo?
Pues véanme: tengo casi 69 años y nunca me he hecho nada. Me da miedo, como a cualquier persona, pensar que no pueda servir para algo. No me gustaría depender de alguien para ir al baño, para acostarme o tomar una ducha. Eso sería terrible. Le pido a Dios: ‘Mira, el tiempo que me dejes, pero que sea útil’. Lo veo con familiares a quienes les dicen: ‘No hagas esto o aquello, siéntate’, y no debe ser así. Porque en el momento en que tú te tiras en una silla y no te quieres levantar… ya no te paras.
¿Disfruta el aquí y ahora?
Claro. El hoy, el ahora, el momento. Porque, ¿quién te dice que mañana o pasado vamos a poder? Yo me levanto y lo primero que hago es dar gracias a Dios, y en la noche, al acostarme, lo vuelvo a hacer. Yo le doy gracias a Dios de todo. Porque si no somos agradecidos, ¿qué te puedes esperar? Hay tanta gente que pasa situaciones drásticas en la vida —como enfermedades o pobreza— y aun así son felices. Yo conozco mucha gente que no tiene nada ¡y qué felices son! Eso para mí es la gente inteligente: la que sabe ser feliz con lo que la vida te pone, sea bueno o malo.
Sus hijos crecieron y han pasado casi dos décadas desde que enviudó, ¿se ha sentido sola?
No me siento sola nunca. Como me vine muy chiquita de Monterrey, realmente he estado sola casi toda mi vida. Llegué aquí a los 16 años, me casé a los 27, enviudé a los 48... y me la he pasado prácticamente sola. Tengo amigos maravillosos y compañeros extraordinarios. Me tocó trabajar con gente a la que no termino de agradecerle a Dios que me haya dado la oportunidad de conocer: Ofelia Medina, Ofelia Guilmáin, Carmen Montejo, Lilia Aragón, Carmen Salinas, a quien adoraba; Isabela Corona, Marga López, Magda Guzmán, mis hermanas Patricia Reyes Spíndola y Sylvia Pasquel. Soy muy afortunada.
También me han tocado hombres maravillosos como Eric del Castillo, Carlos Riquelme, Luis de Alba… Toda la época de la comedia la hice con los Varela, es decir, Salvador Varela y su esposa Gina Romand, con quienes hacíamos funciones de martes a domingo, con dos funciones diarias.
En De pétalos perennes interpreta a una mujer solitaria y difícil de tratar. ¿Qué tanto de Isaura hay en este personaje?
Yo soy una Adela a veces. Soy muy hija de su madre (risas). No me gusta que la gente me engañe o me falte al respeto, entonces sí se me sale lo norteño terriblemente, porque soy muy cuadrada en ese sentido.
Obviamente, con la madurez uno cambia muchas cosas, pero ha habido etapas en las que he sido muy dura, muy rígida, muy fea en mi carácter. Nunca grosera con nadie, mucho menos con mis compañeros, aunque a veces se me va porque no puedes estar en la paz todo el tiempo, eso es falso. Yo puedo asegurar que hasta el Dalai Lama tiene sus momentos de berrinche. Lo que sí no soporto es la falta de rigor y respeto en escena. Eso sí me pone mal, porque no se vale que alguien estropee el trabajo de otra persona. Y entre mejor réplica tengas, más te apoyas.
¿Qué es lo que más le gusta de De pétalos perennes?
Primero, que es una historia de Luis Zapata, un autor maravilloso. Y no fue nada fácil aprenderme todo el libreto, fue como aprenderme un libro entero. En la obra se marca muy claramente la diferencia social, y yo creo que esas cosas todavía siguen sucediendo: como llamar ‘sirvienta’ a las trabajadoras del hogar. Mi personaje, Adela, es una señora odiosa de Polanco en los años 80, y manifiesta mucho esa diferencia de trato. La manipulación del ser humano sigue estando presente.
Respecto a la necesidad de conexión. ¿Cómo se refleja en la obra?
Adela está tremendamente sola. Abandonada de alguna manera por su familia: entre que los hijos crecen y el marido es un empresario o político importante —porque cuando ella narra su boda presume que los regalos eran carísimos y había mucha gente bonita—, pero nunca está realmente con ella. Entonces se entretiene con Tacha, su empleada, haciendo amigos por correspondencia. Es su forma de intentar llenar ese vacío.
¿Tiene alguna anécdota especial de alguien que recuerde con cariño?
Cuando llegué a la Ciudad de México en 1972 yo tenía en casa a una muchacha que me ayudaba. Se llamaba Conchita. Gracias a ella hicimos comidas en casa para poder salir adelante, porque yo no tenía ni refrigerador, nos llevaban el hielo. Un día Conchita dijo: ‘¿Oiga, y si hacemos comidas?’ Nunca se me va a olvidar. Una chiquita divina de Oaxaca que les avisó a los de las oficinas de la Roma para que fueran a comer. Para mí ella fue lo máximo en la vida. Muchas veces nos bañamos con agua fría porque no teníamos calentador, pero ella me sorprendía porque siempre encontraba la manera de resolver.
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