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La Copa Oro no ha cambiado absolutamente nada: el nivel, la organización, la logística, las quejas, los precios, los arbitrajes y los resultados. El problema es que somos de memoria corta y no recordamos que las quejas son cíclicas.
Como mexicanos creemos que Concacaf nos viene guango. Vemos a los rivales por encima del hombro y nos aseguramos de elevar las expectativas cada que juega la Selección Mexicana.
Hoy nos quejamos de Juan Carlos Osorio y sus rotaciones, pero ¿acaso no recordamos el penalti inexistente frente a Panamá en 2015 y que le permitió al Tri alargar el partido? ¿No recordamos el muy bajo nivel de la Selección que empató con Guatemala y Trinidad y Tobago en fase de grupos, y le ganó de lágrima a Costa Rica en cuartos de final? Ya se nos olvidó que en 2013, Panamá venció a México en primera ronda y repitió la dosis en semifinal.
Y si hoy le caemos encima a las rotaciones por qué no hacemos memoria que al Chepo de la Torre le dijimos una y mil veces, que su equipo no tenía variantes.
Nada cambia, como tampoco la capacidad de autocrítica: recordar las quejas del estado de las canchas que según aquella Selección dirigida por Hugo Sánchez —que perdió la final en Chicago con Estados Unidos—, impedía su máximo desempeño.
Y si ayer eran las canchas, hoy es triste escuchar que al mexicano se le complica el físico de los equipos del caribe, según Luis Pompilio, auxiliar de Osorio. Igual de triste escuchar al Burrito Hernández justificar el terrible partido ante Curazao, con aquello de que las distancias en el futbol se han acortado.
Nada cambia: ni el futbol ni nuestra memoria.