El 22 de octubre de 1968 está grabado para siempre en la memoria del deporte mexicano. Esa noche, en la Alberca Olímpica, Felipe Tibio Muñoz se convirtió en leyenda, al ganar la primera medalla de oro para México en natación, en los 200 metros pecho.
Pero antes del triunfo, hubo una historia de nervios, estrategia y fe, mucha fe...
Aquella tarde, Felipe, el gran entrenador Ronald Johnson y quien narra esta anécdota, salimos rumbo a la competencia.
Íbamos por avenida Universidad, rumbo al recinto donde el país entero contenía la respiración. Sin embargo, en un arranque de intuición, sugerí que Felipe aflojara en otro sitio, lejos de la prensa. Así, llegamos al Centro Libanés, donde —en una pequeña alberca al aire libre de 25 metros— el joven hizo su último calentamiento.
En el trayecto, la radio transmitía que México había perdido el bronce en futbol, ante Japón. Ese contraste sirvió como combustible. Le dijimos a Felipe que se imaginara un día después al país entero sin medalla de futbol, pero con él como campeón olímpico. Y así lo tomó, con total decisión.
Ya en la Alberca Olímpica, su padre bajó de la tribuna y le dijo:
—No importa lo que pase, demostraste que eres bueno.
Felipe lo miró con firmeza y respondió: “Estás equivocado, papá. Yo voy a ganar”.
Siguiendo al pie de la letra el plan de Johnson, se mantuvo detrás del soviético Vladimir Kosinski y el estadounidense Brian Job, administrando cada brazada.
En los últimos 50 metros, cuando parecía que la medalla se escapaba, Muñoz emergió como un torbellino, alcanzó a sus rivales y tocó la pared primero, deteniendo el cronómetro en 2:28.7 minutos.
El grito en la Alberca Olímpica fue ensordecedor. México tenía un nuevo héroe. Un joven de 17 años que hizo historia.
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