Mi primer acercamiento formal a la UNAM fue en el Estadio Azteca, donde presenté mi examen de admisión. ¡Qué impresión! Fueron minutos intensos, como seguramente lo son para quien juega en la cancha. Ganamos el partido y conseguí entrar a la Universidad. Lo menciono en plural porque fue un logro en equipo para mi familia. Me mudé a la Ciudad de México con el apoyo de mi madre, padre, hermanas y hermanos, quienes asumieron el sacrificio en el presupuesto familiar para sostener mis estudios. En ese entonces no existía Fundación UNAM, por lo que hoy celebro que, desde 1993, haya abierto la posibilidad de ayudar a quienes buscan iniciar su camino en la educación superior.
Han pasado cuatro décadas desde que estuve en las aulas de la UNAM cursando la licenciatura en Relaciones Internacionales. Fue un reto mayúsculo por la exigencia de la Universidad y porque mi dinámica fue distinta, ya que a la par me matriculé en la carrera de Economía en el Sistema Escolarizado de la UAM, mientras que en la UNAM me inscribí en la modalidad abierta con clases los sábados.
Recuerdo especialmente los viernes y sus noches de desvelo, en las que concluía tareas y terminaba lecturas para comprender las clases del día siguiente, en compañía de mi máquina de escribir y la radio. Mis compañeras y compañeros eran de mayor edad, ya estaban en el mundo laboral y/o siendo madres y padres. Ellos me arroparon con afecto como si yo fuera el hermano menor. Pensar en esa época es rememorar el materialismo dialéctico, el enfoque sistémico, el derecho internacional; a mis maestras y maestros, de los cuales uno en particular nos subrayaba la importancia de la conciencia de clase; la biblioteca, las áreas verdes y las bancas donde debatíamos entre recesos, en una escuela menos concurrida de lo habitual.
En el mundo se presentaron acontecimientos que no habría podido comprender sin la formación y visión que me dio la Universidad. Como recién egresado de Relaciones Internacionales fue impresionante ver en los periódicos de la época notas que daban cuenta de la caída del Muro de Berlín, de la Alemania unificada y de la desintegración de la URSS, es decir, el fin de la Guerra Fría. Mi instrucción académica me permitió anticipar lo que se aproximaba: la apertura comercial y, sobre todo, la globalización. También pude entender esto desde el lente que ayuda a ver las cosas como son, más allá de gustos o intereses, como hechos concatenados que dan forma a una estructura o sistema y no como algo aislado, sino como parte de un todo.
La educación superior me concedió ingresar al mundo laboral, etapa que inició en el INEGI con un jefe entrañable, precisamente egresado de la UNAM, Rafael Allende (que en paz descanse), quien con frecuencia señalaba la importancia de una visión desde el territorio. Sus palabras eran: “Las personas no viven en gráficas, están en el territorio”.
La UNAM me abrió una puerta al desarrollo profesional, donde he transitado y disfrutado distintos caminos. Mientras tanto, la Universidad siguió creciendo y fortaleciéndose de diversas maneras. Por mencionar un ejemplo, la creación del Programa Universitario de Medio Ambiente y del Programa Universitario de Estudios de Género muestra una Universidad a la vanguardia. Por su parte, la Fundación UNAM actualmente no sólo impulsa la posibilidad de tener acceso a estudios universitarios, sino que apoya la docencia, la investigación y la difusión de la cultura; promueve brigadas para atención a comunidades y ha fungido como vínculo con las egresadas y los egresados.
En lo que va del siglo XXI, diversos rankings internacionales distinguen a la UNAM entre las mejores 100 universidades, un reconocimiento ganado a pulso. Va un sencillo homenaje, mi Goya a la Universidad y, como dice la canción, “uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida”.
Vicepresidente del INEGI