En Mente maestra (The Mastermind, EU, 2025), proceloso film 9 de la estadunidense independiente floridana de culto feminista a sus 61 años Kelly Reichardt (Río de hierba 94, Ciertas mujeres 16, Primera vaca 19), con guion original y edición suyos, el barboncillo buen padre de familia pero arquitecto-ebanista desempleado JB (Josh O’Connor lo que sigue de estoico) aprovecha las membresías de su severo progenitor el juez Mooney (Bill Camp) para visitar y recorrer en forma claramente autista las galerías museísticas locales al lado de su distante esposa gélida Terri (Alana Haim) y de sus ultramonologales hijos gemelos Carl y Tommy (Sterling y Jasper Thompson) en el convulso Massachusets antibélico y pioneramente feminista radical de 1970, pero el varón soporta cualquier desprecio, fracaso profesional, soledad y aislamiento afectivo porque está uncido a una doble vida, y en su existencia otra, la subrepticia, ha elucubrado un plan supuestamente infalible para robar valiosas obras abstractas del pintor estadunidense Arthur Dove (1880-1946), sin armas de fuego ni violencia, sólo aguardando en su automóvil para darse a la fuga si bien, en el momento de pasar a la práctica todo le falla, sufriendo la deserción a la mera hora de uno de sus cómplices y desobedecido por otro de los ejecutores materiales, quien somete a punta de pistola a una joven deambulatoria, y siendo luego traicionado por todos, descubriendo que es más difícil conservar los cuadros robados que apoderarse de ellos, pronto delatado y recibiendo en su hogar una amenazante visita policial, enfrentando el desdén de su cónyuge e hijos e incluso una brutal agresión física de ella, antes de ser despojado de su infructuoso botín por verdaderos hampones y obligado a escapar en su coche sin perspectivas reales, hallando refugio en la casa campestre de sus nobles amigos jipiosos Fred (Juan Magaro) y Maude (Gaby Hoffmann) por sólo una noche, perdiendo contacto con la esposa que lo repudia y con otras relaciones que han preferido huir antes que darle cobijo, errando por el camino en autobuses de línea vagamente con rumbo a Canadá y cambiando la identidad de su pasaporte, aunque ya convertido en un paria infeliz sin contactos ni dinero para cruzar la frontera norte y cometiendo el asalto callejero a una anciana aullante y acabar vapuleando y en manos de la policía antimotines al incorporarse en una manifestación que creía salvadora de estado ya irrecuperable de su atraco mental.
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El atraco mental conduce con firme lentitud su relato observacional a un punto indefinido en que tal parece no avanza, ni se desarrolla ni se desenvuelve, ni evoluciona, sino que todo se descompone ye involuciona como el protagonista mismo, patéticamente sujeto a su irresponsabilidad y su torpeza, mientras los vínculos que sostenía con su mundo familiar y social se desintegran, entre la mala suerte y la tragedia vuelta del revés, deliberadamente sin altura ni profundad psicológica ni sensacionalista alguna, a través de un clásico behaviurismo de antithriller desencantado y fríamente virulento y cruel.
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El atraco mental disemina por doquier la ironía de la mente maestra que nada gobierna para articularse en gran medida sobre la angustia del antihéroe, la tentativa angustia controlada al esconder en el estuche de gafas de la esposa una figurilla sustraída a una vitrina del museo para probar su sistema de seguridad, la angustia molesta con la madre ricachona Sarah (Hope Davis) que sin saberlo sufraga los gastos pero se torna demasiado quisquillosa, la angustia apurada ante los niños sabihondos que no tienen escuela el mero día (por lo que deben ser depositados donde sea) o se parapetan en su habitación en rechazo a papito, la angustia pujante contra el cómplice que bota la continuidad de su tarea in extremis, la angustia transformista que producen los cambios de autos y atuendos hasta acabar ridículamente ataviado y sin transporte, la angustia pasmosa y pasmada ante los bellos cuatro oleos anímicamente transferenciales (“Tres formas”, “Sauce”, “Depósitos y bancos de nieve”, “Amarillo-azul-verde y café”) aunque tan bien formaditos en el sótano cuanto inútiles, la angustia umbilical del hilo telefónico que se extravía o queda colgando en mitad de la carretera, o la burlona angustia inconsciente al ver que se le restituye la infamante cartera hurtada a la vieja indefensa.
El atraco mental acaba proponiendo así una metafísica en exceso vivencial del tema siempre mayor del hombre acosado, alternativamente inocuo e inicuo, tan inevitable e imprevisible como las muestras de lucidez aguda y despectiva demostrada o verbalizadas por mujeres tan implacables como la esposa Terri también sin piedad hacia la chava sometida en el museo (“Terminará creyendo que es lo más emocionante que le ha pasado en la vida”) o la amiga jipi Maude planteando inmutable un ultimátum al héroe para que se largue (“Bastante riesgo hemos afrontado con alojarte esta noche”), el hombre acosado ajeno a su propio destino precariamente fatal o azaroso, semejante al de los personajes de Saul Bellow o Paul Auster, aunque aquí predestinadamente marcados por una límpida fotografía divagante y a la vez precisa de Christopher Blauvert, y precedidos por una enérgica e invasiva música jazzística libre de Rob Mazurek con trompeta crispada y percusión desnuda aún más preponderantes y compulsivas que las de Miles Davis en la fundacional nuevaolero Ascensor para el cadalso de Louis Malle (58) de nuevo para otra criatura sentenciada al cadalso existencial.
Y el atraco mental se deja cooptar finalmente por la sensación de vacuidad y desolación que asediaba por todas partes a lo largo de este innombrable calvario dramático de la fábula moderna sin moraleja, con el pobre JB brechtianamente culpable de participar en la no-participación protestataria y arrastrado pataleante por la fuerza pública al interior de un prolongadísimo plano estático sin prisa alguna por reinventar el vacío.
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