
En El esquema fenicio (The Phinician Scheme, EU-Alemania, 2025), misterioso film 12 del monocorde director texano de persistente culto internacional a los 56 años Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaums 01, Un reino bajo la luna 12, Isla de perros 18), con guion suyo y de Roman Coppola, el repelente magnate internacional y traficante de armas Zsa-Zsa Korda (Benicio del Toro anticarismático al límite) está a punto de fallecer al estrellarse su avión contra un yermo durante un atentado más en contra suya y, devuelto por el ambiguo cielo para que termine su gran obra, sobrevive y nombra su heredera universal a la única mujer entre 10 hijos, la monja novicia de clausura Liesl (Mia Theapleton adolescente), con quien nunca ha tenido el menor contacto y ahora, al lado de su cándido asistente ejecutivo el ecologista noruego Bjorn que es en realidad un agente doble (Michael Cera chistosísimo), la hace acompañarlo de viaje a un sinfín de peligrosos pero cruciales encuentros en los lugares más inopinados del planeta (un tren subterráneo, un bar-club colosal, una cancha de baloncesto, un oasis en el desierto), con tiburones intermediarios financieros e inversionistas clandestinos (“Fingiremos acceder a lo que ya accedimos”) que en el fondo odian a Korda por compulsivo competidor desleal y por su manía de cambiarles las reglas del juego, aunque le resultan indispensables para completar la suma necesaria del proyecto más importante de su vida llamado La Brecha entre Kordaland y cierta Fenicia, en un zarandeo contradictorio de riñas enconadas cada vez más riesgosas e íntimas que acabarán orillando a Korda a invertir la totalidad de su fortuna en su gran proyecto megalomaniaco, prescindiendo inclusive de la mano de obra esclava, lo que va a precipitarlo a la quiebra, la ruina y el ostracismo, aunque beneficiando paradójica y milagrosamente a Fenicia, a salvo de las sorpresas y excesos del abuso excéntrico.
El abuso excéntrico atrae ante todo por la profusa procesión y el pavoneo triunfal de sus villanos-cameo de esta inagotable cinta multiestelar proclive a la gratuidad derrochadora, donde la aparición de cada leyenda fílmica viviente apenas puede alcanzar para algún gag monumental, un alarde, un desplante flamígero, un conato de broma, un enceste-apuesta nocturna, o una eliminación previo flash mental antes de tomar alguna píldora suicida para perecer por elipsis en el espacio off, trátese de próceres del déficit económico tan extremos como el tardío barbilindo príncipe figurín Farouk (Riz Ahmed), los almidonados inversores Leland (Tom Hanks) y Reagan (Bryan Cranston), el prosopopéyico Marseille Bob (Mathieu Amalric), el incallable Marty (Jeffrey Wright), o la gélida prima-prometida del oligarca Hilda (Scarlett Johansson), todos benditos por los saboteados refinamientos del fotógrafo Bruno Delbonnel al servicio de un corrosivo humor antirreligioso que es asimismo un humor autodinamitado.
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El abuso excéntrico dicta así una estravaganza nostálgica de los viejos folletones exotistas de espionaje (cuya piedra angular fue El Gran Hotel Budapest 14), una congestionada y profusa comedia de enredos que en vez de resolverse simplemente estallan y se ahondan más, cuyos momentos fuertes en estilístico serían el travelling lateral que barre los restos del avión estrellado, el interminable avance hacia cámara de lo que queda de lo que quedaba de un feroz rostro tumefacto de lo que alguna vez fue el empresario también pionero aeronáutico, la aplicación de un estricto cuadrado imaginario de manera maniática e impositiva en cualquier cambio de planos, la fundamental incomprensión padre-hija con distanciantes contracampos a 90 grados, el cálculo geométrico perfecto de cada plano que abarca hasta la sincronizada miniacción compacta en algún virtuosístico plano sintético, el recurso de la voz fuera de campo que se suma a la glosolalia declarativa que asalta incluso a los personajes más secundarios (“Nuestro objetivo es perturbar, obstruir, impedir, paralizar la iniciativa de Korda de cualquier manera posible”), la confrontación entre facciones financieras cual duelo de perfiles enfrentados por rápido montaje en paralelo, el enloquecimiento paranoico de un cuchillito vuelto de continuo hacia un extremo a otro del encuadre, o el tributo cinefílico negativista que invoca al legendario megaproductor tiránico Alexander Korda para mejor aplastar y exprimir reciclar la imaginación desbordada de sus visionarios coetáneos Powell-Pressburger.
El abuso excéntrico magnifica por encima de todo la relación padre e hija, primero presentados éstos como figuras radicalmente opuestas e irreconciliables, celeste/infernalmente contrarias, él marcado por el oscuro poder insultante, ella signada por el blanco impedimento litúrgico, hasta acabar afirmando sus semejanzas más allá de sus diferencias, a medida que las andanzas y las aventuras extremas van poniéndolos en situación y son capaces de acercarlos, sin jamás igualarlos, allí donde el hiperviñeteable incremento de potencial fabulador va aparejado con la capacidad para sumergirse en las propias obsesiones fantasmales.

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El abuso excéntrico se afirma entonces, aun a costa de sí mismo, como otra culminación del work in progress de Wes Anderson basado en el tema del negocio familiodisruptivo, pero que se muestra ahora como otro más de los relatos recopilados en tributo a la crueldad sonriente de Roal Dahl bajo la égida del más largo La maravillosa historia de Henry Sugar (23), un dispositivo mercurial, un juguete travieso que se cree más avieso de lo que resulta, un esperpéntico guiño siempre renovado nunca concluso.
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Y el abuso excéntrico corona su venero de aventuras con la discreta mesera Liesl y el bien asumido cocinero Korda frente a frente en su restaurante todotranquilizador, ahora íntimamente unidos por la firme convicción o el inconfesable discernimiento deletéreo de que “las arrugas del alma envejecen más que las del cuerpo” (Montaigne).

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