En Armand, una acusación peligrosa (Armand, Noruega-Holanda-Suecia-Alemania-RU, 2024), viviseccional ópera prima del autor total noruego oslense de 34 años Halfdan Ullmann Tondel (nieto de Liv Ullmsnn e Ingmar Bergman; cortos previos: Fuglehjerter 15, Min Elskede Lopen 17, Fanny 18), Cámara de Oro en Cannes 24, la célebre actriz viuda Elisabeth (Renate Reinsve) interrumpe su carrera loca en automóvil para bajar el estrés cuando es convocada por la dirección de la escuela de su conflictivo hijo de 8 años Armand a una mínima, quasi clandestina e intempestiva junta de padres de familia para discutir la conducta anómala de su chico supuestamente responsable de que su mejor amiguito Jon haya aparecido en los mingitorios rasguñado, lleno de moretones y con los pantalones bajados, aunque nadie sepa lo que realmente ocurrió, la discusión del serio o inocente caso se pone en manos de la titubeante profa novata Sunna (Thea Lambrechts Vaulen), quien debe mediar entre la empoderada Elisabeth y los padres del niño presuntamente homoabusado por su compañerito: la gélida acusadora subrepticia Sarah (Ellen Dorrit Petersen) y su consternado marido sumiso Anders (Endre Hellersveit), pero tras regresar de interrogar a su inmostrable vástago que alega mentiras, la situación se sale de control y, ante la indeseable y siempre excluida alternativa de llamar a la policía, llegan como inútiles refuerzos subrepticiamente acusadores el tibio anciano paternal director del colegio Jarle (Oysten Roger) y su asistente con imparables hemorragias nasales Ajsa (Yeva Veljovic-Jovanovic), quienes citan a una junta mayor y, con su conciliadora actitud cobardemente hostil y homofóbica (según su madre el niño agredido Jon mencionó la palabra inusitada para su edad “anal”), la acosada Elisabeth estalla en una risa nerviosa e imparable que todo lo desquicia y la trama misma pasa a un estadio fantástico donde se descubre el relativo parentesco de los adultos implicados, la atracción adúltera de Anders por la imponente actriz y las rencorosas culpas generadas por la muerte del sufriente esposo Thomas de Elisabeth que posiblemente se suicidó delante de su pequeño hijo Armand, y todo va a continuar en la doliente irrealidad, hasta la cadena de juicios/prejuicios inveterados y las medias mentiras insinuadoramente alimentadas por la siniestra Sarah logren caer por su propio peso, debatiéndose en un equivalente de la zona más gris e infecta de un probable/improbable abuso homoinfantil.

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Crédito: Especial
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El abuso homoinfantil se inserta obsecuente en cierta tendencia ya muy socorrida del cine contemporáneo de vanguardia interna que en determinado momento clave o punto de inflexión (justo el ataque de risa de la heroína Elizabeth) la trama se desquicia, pasado de un realismo psicológico-social casi naturalista a una fantasía onírica de tintes surrealistas posbuñuelianos-posbergmanianos, con astucia, talento y las tres íes:, implacable, impecable e imparable, pues de súbito constante, merced a la fotografía manierista de Pal Ulvik Roskseth, a la música espectral en busca de crescendos atropellantes de Ella van der Woude y a una edición a tajos inarmónicos de Robert Krantz, transforman todo lo visible en dramas apenas atisbados, donde los pasillos vacíos y las oficinas de la escuela se recorren sin cesar cual atrapantes laberintos irresolubles, los rostros alineados de perfil devienen ferocidad imprecatoria muda, los distantes planos generales de los conciliábulos simulan ecos maléficos de sí mismos.

El abuso homoinfantil se articula como un insidioso reparto de dudas y culpas que mezcla en apasionantes dosis las agrias discusiones interparentales en el fondo perversas a lo Polanski de ¿Sabes quién viene? (12), la encerrona magisterial plagada de sobreentendidos retardatarios de la Sala de profesores de Catak (23) y la arrasante acusación en falso de No hagas olas (Lussi-Modeste 24), allí donde los acercamientos sin roce de los cuerpos avistan impulsos prohibidos, y cada desenfoque maniático parece esconder una vejación subyacente.

El abuso homoinfantil concede un carismático e inesperado lugar preponderante al festival Elizabeth/Renate Reinsve al que finalmente se entrega el relato, donde la formidable estrella excéntrica de La peor persona del mundo (Trier 21) y Un hombre diferente (Schimberg 24), interpretando a otra estrella inasible, emerge de repente desde la contención tensional en cenizas de la primera parte e impone un arrollador régimen actoral autista a lo Gena Rowlands o Liv Ullmann durante los 10 intolerables minutos 10 de la risa descontrolada y demolida en llanto, tras devastar tanto la trama como las seguridades del espectador ingenuo y la película misma, para estallar, tras ese crucial segmento vivificante y desprendible, en los espejos de lo insólito, contorsionarse cual reptilesca mariposa prodigiosa en génesis, bailar en los pasillos con el trapeador del limpiapisos inmigrante Farid (Assad Siddique), brotar de la más libertaria lluvia, humillar a la visceral embustera compulsiva Sarah en el centro del patio congregante de la extasiada totalidad de los personajes (semejante al ágora omnirreveladora pública de La estrategia de la araña de Borges/Bertolucci 70) y tomar su lugar en una crispada fotofija grupal como las que infestan e hipnotizan las paredes de los corredores escolares.

Y el abuso homoinfantil ha tenido a bien conservar inmostrable la figura concreta de los niños y en especial la de ese misterioso e impredecible Armand titular que referencialmente y cual pararrayos temático permanece a todo lo largo y lo imaginario de la cinta pleno de ambigüedades, traumas probables e impulsos impredecibles y reacciones inauditas producto de una educación heterodoxa, hasta la secuencia concluyente, donde aparece por fin el presunto monstruito emocional como un tierno chavito (Loke Nicolaisen), abrazado en penumbra de su lecho por mamita superpoderosa, sobreprotectora, edipizante y triunfal.

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