Basta con mirar fijamente la cicatriz / sus imperfectas costuras, / para que la herida empiece a abrirse / y a contar sus historias. / Cuida la sal de tus ojos. Escribe Piedad Bonnett en su poema “Sal sobre la herida”, versos que como en otros, recurre a la imagen de las cicatrices que dejó en su vida el suicidio de su hijo Daniel. Ese suceso ha llevado a que la Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2024 se aferre a la escritura.

En entrevista, la autora colombiana pide que en sus próximos años de vejez, ni la enfermedad ni nadie le arrebate las palabras. Además, reflexiona sobre otras heridas recientes: los miedos de infancia que ahora regresan, la pesadumbre de viajar y la parosmia (distorsión de los olores), el nuevo padecimiento con el que ha tenido que aprender a vivir.

Considerada una de las voces más importantes de la literatura hispanoamericana contemporánea, Bonnett también habla de sus recientes libros: Lo terrible es el borde. Antología poética (Visor Libros; Círculo de Poesía, 2025) y La mujer incierta (Alfaguara, 2024); y sobre los temas de sus próximas obras: el machismo cotidiano, la migración y la trivialización del viaje.

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Piedad Bonnett en la entrega del XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado por la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional de España. Crédito: Universidad de Salamanca
Piedad Bonnett en la entrega del XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado por la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional de España. Crédito: Universidad de Salamanca

El poema siempre está presente, vive en una especie de eternidad, a diferencia del poeta que envejece.

Siempre los escritores estamos pensando en un legado inmortal, en escribir para otros y eso tiene una entraña. Aunque no lo piense absolutamente consciente, aparece la idea de que uno puede perdurar, como un gesto entre esperanzado y desesperado. Si algo tiene un poeta es la conciencia de la caducidad del ser.

Parece una contradicción, uno escribe por necesidad, porque eso le da sentido a los días, pero cuando estás escribiendo el poema, lo estás haciendo de tal manera que perdure. Entonces, por ahí secretamente está funcionando el hecho de que mis palabras sean un testamento.

Hay rebeldía en la estructura de la poesía, ¿usted se considera una persona rebelde?

Fui muy rebelde y en el fondo no hay escritor que no tenga un impulso de rebeldía. Pero con el tiempo, he llegado a apreciar mucho el término medio de la vida —a la serenidad, a la ecuanimidad— porque estamos en una época tan de extremos, tan belicosa y tan insoportable. Por ejemplo, me parece que la belicosidad de las redes nos está haciendo un daño como cultura, no sólo como seres humanos porque si alguien se pasó de la raya, ahí se le permite cualquier cosa, se permite el insulto más descarado.

En ese sentido, la idea del rebelde alude a quien es capaz de ir hasta el final transgrediéndolo todo. Pero el tiempo me ha amansado esa forma de rebeldía. Creo que tengo rebeldías más profundas que no se manifiestan en un choque evidente con la realidad. A través de la palabra muestro cuáles son mis disidencias.

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Hay un poema en donde habla de alimentar al monstruo como forma de apaciguar el miedo o de asimilarlo. ¿Qué le representa el miedo?

Desde que escribí Lo que no tiene nombre, el libro sobre mi hijo Daniel, y ahora con La mujer incierta, la gente me dice mucho que soy valiente, esa es la palabra que más he oído en los últimos años. “Qué valentía, qué valentía, qué valentía”, dicen. Pero en el fondo tengo unas cobardías gigantes que nacieron en mi niñez y que tienen que ver con una condición. Eso lo he aprendido últimamente.

Rosa Montero habla de la familia de los nerviosos, es decir, de los ansiosos. Yo fui una niña muy ansiosa desde que era muy chiquitita, mi mamá me daba gotas para la ansiedad cuando tenía cinco años. Tenía miedos. Y ahora veo a mi nieta, la más chiquita que es escritora y tiene miedo de que la mamá se vaya y no vuelva, esos miedos infantiles terribles. Me reconozco en ella y ahí entiendo que es una condición. Entonces, cuando ya empiezas a ser vieja como yo, vuelven los miedos que durante mucho tiempo me acompañaron. En La mujer incierta cuento que durante diez años tuve ataques de pánico después de un estrés postraumático: me dejaron encerrada en una casa, siendo ya escritora, pasé muchas horas encerrada al lado del mar, irónicamente, sin poder verlo. Volvió a aparecer la niña miedosa que era y esa niña no se ha muerto nunca. Está ahí.

Tuve una úlcera duodenal a los trece años y apareció ahora. Cada vez que viajo se me bajan las defensas y me enfermo. Entonces le he cogido miedo a los viajes, por eso viajo con mi marido, bueno eso sólo a veces, en general viajo con una amiga y algunas veces me atrevo a viajar sola porque tengo que enfrentarme a mi propio miedo.

Esa niña estuvo en receso y volvió abruptamente. Me lo explicaba una psicóloga: cuando llegas a cierta edad vuelven los miedos.

¿Ha cambiado su visión y escritura sobre el silencio?

No, amo el silencio y cada vez me vuelvo más recalcitrante contra el ruido. Soy una mujer de mucha soledad. Es decir, el paraíso es mi tarde libre para leer, para escribir. Si leo, pongo música; pero si escribo no pongo nunca música y me mortifican las llamadas y los mensajes de WhatsApp. Lo que quiero ahora es mucha soledad, por eso tengo una contradicción con los viajes porque implican mucho ruido. Quiero recogimiento.

Todos queremos tiempo para vivir, pero ese tiempo se nos va en lograr vivir bien, hasta que pasa algo como el olor a cadáver y volteamos a mirar alrededor, ¿busca que la poesía sea nuestra pausa obligada?

Absolutamente. Eso es lo que quiero todo el tiempo. Primero, remecer y conmover. Remecer la sensibilidad del otro, remecer el espíritu. Todo aquel que compra un libro y lo lee, quiere remecerse. La mayor parte de los lectores son quienes buscan algo en reacción con ellos mismos, con su propia vida, cómo confrontarse.

Sin embargo, vemos que la gran mayoría de los seres humanos no se quieren remecer, están en una superficie, en un mar flotando por encimita y se les puede ir la vida así.

Pero odio la catequesis y andar predicando que la poesía es un privilegio. Entonces, hay quien llega a ella y a la literatura. Lo veo con mis nietas: tengo dos que son muy buenas lectoras y una que amo profundamente porque tiene algo que me fascina: no lee. Tiene 14 años y nunca le digo: “oye tú, ¿por qué no lees?” Me parece que ella llegará y que también hay otras formas de buscar trascendencia. Algún día mirará para atrás y dirá: “tuve una abuela escritora y ¿qué escribió mi abuela?”

¿Para qué darnos contra las paredes si la mitad de la humanidad no lee nada? Allá ellos, pobrecillos.

¿Cuáles son esos ruidos que la desconcentran o la hacen hacer pausar tu escritura para después incorporarlos?

Tuve la suerte de crecer en una casa donde había una mirada empática con el mundo, digamos que cristiana, en el sentido de dar al que no tiene. Pero también existió el respeto por el que trabajaba con uno. Hay gente que se educa en entornos más violentos, con desprecio. En mi casa no. Eso nos marcó a todos los hermanos. Si a eso le unes la mirada que tiene un poeta, que siempre está viendo el mundo y al otro, encuentro en ese otro un motivo recurrente para mi poesía.

En la última imagen de uno de mis poemas los encadenados están buscando un par de alas para volar. También en la imagen de otros versos hay una mujer que llega a un hotel, un domingo sin maleta, expulsada de su casa por la violencia y pide un par de alas para huir. En esos personajes estoy hablando sobre lo que vi en el manicomio. Mi hijo tuvo una enfermedad mental muy grave (esquizofrenia), pero siempre fue funcional, fue a la universidad, pudo dar clases, hasta que sus fantasmas lo arrasaron. Fui al manicomio (al más grande de Colombia) porque me pidieron un artículo y vi a todas estas personas, eran miles y les daban una pastilla para dormir antes de acostarse. Vi la miseria humana en su potencia máxima. Entonces, ese libro, que es uno de los últimos que publiqué, Los habitados, habla del suicidio, de mi hijo, del duelo y de la enfermedad mental. Empecé el libro hablando de los muchos que han estado habitados por otros. Y del que está en ese útero que no es el materno sino es el útero del horror, de la condena, que no encuentra alas para salir volando. Siempre me ha interesado la figura del desvalido. Me conmueve el mundo sufriente y mi poesía se ocupa de los sufrimientos que hay en mí.

Ahora estoy escribiendo un libro, que es en prosa, sobre un padecimiento que me está aquejando de manera horrible: parosmia. Me dio Covid hace nueve meses y tengo Long Covid que consiste en que todo me sabe mal y me huele mal. Las frutas me saben mal, el shampoo me huele mal, pero mal es pútrido. No puedo comer casi nada. La vida de pronto te trae experiencias brutales que ni siquiera imaginabas, ¿qué haces con eso...? Lo vuelves literatura. A mí la enfermedad de mi hijo me enseñó que quedarse contra las paredes no tiene ningún sentido, tienes que aceptar. La aceptación es el camino de la reconciliación con la vida. Y está el recurso de la literatura que permite tramitar todas esas cosas convirtiéndolas en revelación para otro. Nunca nadie se ha imaginado de qué proporción puede ser perder el gusto por la comida y estar condenado a no comer lo que más te gustaba. No puedo comer nada que haya pasado por el fuego. ¿A quién se le ocurre que eso pueda existir? Tienes que aprovecharlo para hacer una reflexión sobre lo que tenemos.

Cuando hay un duelo, menciona que las palabras se quedan adheridas o cocidas a la garganta.

Cuando se me fueron las palabras era muy joven, me sequé entre los 24 y 28 años, el terror de no creerme capaz me silenció. Me llevó a un estado de ánimo aterrador, me dio una depresión de ocho meses porque no tenía las palabras. A partir del momento en que desaté ese nudo nunca me han faltado las palabras. Me puede pasar lo más horrible y mis recursos son las palabras. Lo que le pido a la vida es que cuando me llegue la vejez verdadera —con probablemente sufrimientos de una enfermedad—, no me falten las palabras.

Leo a Oliver Sacks, a Martín Caparrós, a ellos que se han apegado a la palabra para salvarse. Es lo que legas, es el buceo en tu propia interioridad para transformarla y hacerla una reflexión intensa para otros.

¿La poesía le ha significado un acompañamiento?

Es una gran compañera íntima, porque vas teniendo un diálogo no sólo con el otro, sino contigo misma, y te vas trasformando a instancias de la poesía que te provoca un gran amor, porque tú te enamoras de los poemas y por eso los quieres compartir.

Cuando murió Daniel, me puse a buscar un poema para decir el día de su despedida y me reencontré con “Hermandad” de Octavio Paz, para el momento de una muerte, él me dijo todo lo que yo necesitaba oír, porque habla de esa relación con lo infinito, que es lo que hace que la existencia de los hombres sea siempre trágica, pues la muerte está ahí, como una inminencia. Entonces, la poesía te revela, te acompaña, te hace llorar y, a la vez, te consuela.

¿Qué significado tienen para usted las cicatrices?

Vamos llenos de cicatrices. Uno podría decir que desde que nacemos estamos sufriendo heridas que cicatrizan. Me gusta cómo se ve la cicatriz, algunas tienen formas simpáticas. El poder de la cicatriz es maravilloso porque te devuelve a ese dolor. De pronto se abre con cualquier cosita: un recuerdo, algo que te encuentras como puede ser un nombre, una canción... entonces, vuelves a recuperar miles de cosas con gran dolor, pero eso está cicatrizado a los diez minutos porque te sientas con alguien y te ríes, eso es el poder metafórico de la cicatriz.

¿Sigue interesada en el teatro?

No, trabajé en teatro porque un compañero de universidad me hizo la invitación a hacer una obra. Siempre me ha gustado lo difícil, entonces hicimos una, luego otra y otra y otra… tenía un elenco de actores a los que podía verle las caras, miraba qué personajes podían encarnar, era una forma de hacer teatro como en los tiempos de Shakespeare: Shakespeare trabajaba directamente con el grupo.

No obstante, me parece muy difícil la labor del dramaturgo. Es una labor de síntesis enorme, pero además no puedes caer en el costumbrismo de la conversación como en las telenovelas. La palabra tiene una potencia distinta, tienes que mostrar la hondura de las acciones y de los sentimientos, imagínate semejante tarea. Luego lo que tú hiciste necesita de todo un aparato porque eres parte chiquita de un todo. Entonces, el director decide que lo que tú pensaste que fuera dicho de manera grave, lo digan riendo. Además, si los actores no están a la altura de tu texto, tú empiezas a sufrir allá sentada. La poesía y la prosa tienen la felicidad de la soledad. Tú eres responsable de lo que haces de cabo a rabo… y estás en tu casita, no tienes que ir al montaje, mirar si esto sí es así, decirle al director observaciones. Soy muy poco grupal. Nunca he militado en nada por más que comparta las ideas de alguien. Cada vez soy menos social.

¿Hay otro tema que por el momento le atraiga para la escritura?

Le pasé a Visor, que es mi editor, un libro que se llama Los hombres de mi vida, porque cada vez me interesa más el machismo, cobré conciencia de lo terrible que es. Empecé a trabajar en esta novela del micromaltrato porque, claro, hay mujeres a las que las asesinan, pero también está el micromaltrato al que estamos sometidas permanentemente por la pareja, por el señor del taller que no te mira cuando te habla.

Los hombres de mi vida tiene una doble connotación. Daniel, mi hijo, fue uno de los hombres de mi vida, pero también es una forma irónica de hablar de todos esos hombres que han estado en la vida de una, que son unos maltratadores a su manera, el tipo que te calla o el tipo que dice la última palabra. El tema me interesa mucho, es un libro con 35 poemas y que tardé doce años escribiéndolo.

Otro tema que siempre me ha interesado son los migrantes, pero no había tenido un tema para la poesía y de pronto se me reveló, estoy escribiendo un libro que se va a llamar El arte de viajar que tiene que ver con la forma que ahora la gente viaja, en aviones donde nos meten como pollos o ir en cruceros, bajarse tres horas y decir que conocí Copenhague. Eso es una forma de viajar despiadada y aterradora.

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