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De la vida y malandanzas de Emilio Uranga (1921–1988) no me ocuparé hoy porque confío en que quien se ha dedicado últimamente a recopilar su obra dispersa y a reinterpretarlo como una suerte de ideólogo in pectore de la Revolución Institucional, escriba su biografía. Me refiero al puntilloso José Manuel Cuéllar Moreno quien ahora nos ofrece Herir en lo sensible. Ensayos y artículos de crítica literaria(Bonilla Artigas Editores, 2025).
Digamos que Uranga se propuso ser el mexicano feo y logró ser el mexicano feo.
No queda sino confrontar, tras leer este ancho tomo, a Octavio Paz cuando le dijo a Juan José Reyes, en una entrevista, que “Uranga fue un excelente crítico literario. Lástima que haya escrito tan poco. Hubiera podido ser el gran crítico de nuestras letras: tenía gusto, cultura, penetración”.
Herir en lo sensible da comienzo con el apreciable descenso del filósofo formado en Alemania hacia el público para explicar quién fue Heine, el carácter de las notas de Hegel sobre la poética o el derrotero del romanticismo (definirlo es un vicio inútil, apunta), tras escapar de ese “folclor trascendental” que fue, al decir de José Gaos (maestro de Uranga y víctima de un memorable parricidio), la Filosofía de lo Mexicano. Un Uranga quien, supongo, acabó por entender que, con excepción de Grecia y de Alemania, precisamente, filosofía que requiere de gentilicio, no es de fiar.
En otros asuntos sustanciosos se metía Uranga a finales de los años cincuenta del XX, como la ansiedad sufrida por los alemanes de hacer de Shakespeare un vate germánico a como diera lugar. Ése es uno de los mejores ensayos de un libro donde, el no tan viejo Uranga empatizaba con los más jóvenes como “Juanito” García Ponce y elogiaba a Musil. Inclusive, descubrió a Handke para nosotros y le habría dado gusto saber que muchos años después de su muerte, ese austríaco sospechoso (de alguna manera todos los son) ganaría el Premio Nobel porque a Uranga le encantaba comentar las noticias de Estocolmo. Festejaba cada año que una vez más no premiasen a Jorge Luis Borges (amor/odio). Su trato (personal, inclusive) con el creador de El Alephes de lo más interesante de leer en Herir en lo sensible. Dice, por cierto, algo sorprendente: que Borges es muy mexicano. Que alguien me explique esa “astucia literaria”. Pero su mayor excentricidad era la de hacerse acompañar, durante sus días de hospital, del El Conde Lucanor, el libro más odioso de la lengua.
Por mor de antinazismo comete Uranga la ingenuidad de ampararse en el poeta estalinista J.R. Becher, para decir, en 1959, que “los comunistas subrayan a viento y marea la necesidad de una paideia humana”. No es que fuese marxista, e inclusive cuando lo llamaban a “comprometerse” con la Revolución cubana, Uranga oponía reticencias oscuras, como suelen serlo las suyas. Digamos que asumía, con Sartre (cuyo rechazo del Nobel le pareció digno de Así se templó el acero), que el marxismo era la filosofía insuperable de nuestro tiempo, aunque él no la practicara. Lo mismo asumía el PRI, al cual Uranga pertenecía en el nivel ontológico, al menos: aún a los más anticomunistas entre los priistas les parecía convincente la amistad con el llamado Bloque Socialista.
No me gusta su prosa. Es profesoral, aunque no tan mala como la de Gaos. Uranga, ahora que lo podemos leer más, creía escribir en un alemán mental que traducía trabajosamente a un español seco, correcto pero incómodo. Era flojo, además. Como Carballo cometía a cada rato la coquetería de decirle al lector “que no se acordaba” del título de tal libro o del nombre de aquel autor, abuso de confianza que actualmente impide la Wikipedia.
Sí, como escribió Uranga, el Arreola inmediatamente anterior a La feria (1963) estaba demasiado cómodo con sus hallazgos, pero cuando apareció esta extraña novela arreoleana, no la entendió. Su desprecio por Rulfo fue, en cambio, pura envidia porque alguien, sin ser un Doktor Faustus como él, fuera traducido. En cambio, cuando homenajea a su amigo Abreu Gómez, se descubre ante la oración fúnebre que hiciese Torres Bodet del expresidente López Mateos en 1969, exalta a su discípulo Garibay, considera que Gorostiza, antes de autor de Muerte sin fin es “el actual secretario de Relaciones Exteriores” o no sabe bien a bien qué decir de García Terrés porque lo conoce “yerno del doctor Ignacio Chávez”, el olor a sopa de fideos entra a la biblioteca y todo se vuelve demasiado doméstico en Uranga.
Le incomodaban a Uranga, como era previsible, los nuevos escritores, como Elizondo o Poniatowska, su compañera en el Centro Mexicano de Escritores; tomó en serio la novela de Archibaldo Burns (sólo él y yo lo hemos hecho) y le dio su lugar a José Trigo (1966). Elogió a Zaid, a quien consideró, con perspicacia, un escritor del futuro; pronosticó correctamente la medianía de la poesía de Pacheco y acertó con La muerte de Artemio Cruz (1962), obra de Fuentes, “un niño pueril”.
Estupendo este Herir en lo sensibleque Cuéllar Moreno, ha hecho con Uranga restituyendo al canon mexicano, libro con libro, a un actor de reparto que no merecía el olvido que deseó. Ello nos permite conocer la admiración sincera de Uranga por Alfonso Reyes. Lo defendió de la crueldad de Borges (que subrayó antes que nadie, con maestría, pues la consideró estilística y no temperamental) y del desdén de Ortega y Gasset (quien sabía poco de México, pero ello le parecía suficiente, según Paz). En los últimos años, Uranga, ante la realidad incontestable del sitio ganado por el poeta en la literatura mundial, lanzó guiños de simpatía hacia Paz, pero no tantos como para que éste lo considerara un “excelente crítico literario”.
Si por excelencia en crítica literaria se entiende firmar opiniones oportunas e hirientes pero ocasionales, Uranga fue apenas bueno, no excelente. Tenía su Dilthey, su Lukács, su Sainte–Beuve, su Proust y su Unamuno; si los hubiera leído para entender a la literatura de nuestra lengua, sirviéndose del ensayo, habría Uranga dejado páginas críticas de verdadero espesor, un panorama vasto y complejo. Pero era, como él dijo de Vasconcelos, uno de esos “individuos que parecen haber nacido empapados de vinagre, desde la cuna trasudan veneno y mal humor”. Por eso, dijo bien Paz, le faltaba esa otra “cualidad indispensable”, la “simpatía”.
Nadie en México había escrito hasta entonces tanto sobre Borges como Uranga, y lo hizo con una saludable y vivaracha falta de respeto, tratando inútilmente de derribar al gigante, pero lanceándolo aquí y allá con tino, eficacia. En uno de sus últimos ensayos, un contraste entre Borges y Goethe, en 1982, le critica al argentino decir que el señor de Weimar “era un hombre muy inocente que no tenía idea del mal”. Uranga se indigna y se defiende con poca cosa, “con los infortunios de Margarita” en el Fausto, nada menos.
Pero tenía la razón Borges. Goethe no sabía lo que era el Mal y por ello lo asustaron sus hijos bastardos, los románticos y de ello sale una cuerda que nos lleva al cuello de Adolf Eichmann y a la banalidad del Mal que le achacó Hannah Arendt. En su proporción, como Goethe, Emilio Uranga conoció un rosario de pecados veniales, pero nunca el Mal y por ello quizás no invocó a los demonios de la filosofía alemana para comprender nuestra literatura. La simpatía por el diablo, pues.