
El muchacho tembló bajo la regadera. Dejó caer la cabeza como una cascada y el agua escurrió por el cabello, la cara, le ardió en los ojos y luego empapó la playera. Sintió la frialdad adherida a la piel, a la barriga y al pecho flácido. Era un grandulón rollizo a punto de salir de la primaria, pero aparentaba más edad por su tamaño. De un tiempo para acá, sentía que la niñez quedaba atrás sin remedio, la gente lo trataba diferente, se daba cuenta, ya no disimulaban la repulsión. Nunca fue un niño agraciado, de esos que arrancan sonrisas, por el contrario, caía mal, generaba rechazo, hasta llegó a pensar que los adultos tenían un tipo de visión de rayos x que lo desnudaba y sacaba a la superficie su secreto. Por las noches se despertaba con las piernas acalambradas, el pene inflamado, el ansia que, aunque ya no lo hacía bailotear ese grotesco claqué que su madre le había visto ejecutar de pequeño en la oscuridad, todavía lo sofocaba y lo empujaba a pensar cosas, a desear cosas, a tomar baños de agua fría. Abrió la boca para jalar aire, pero tragó agua, tosió y la dejó gotear por las comisuras. Cerró los ojos. En la oscuridad de los párpados apretados vio la silueta de su madre sentada en la cama con las cobijas embrolladas en el regazo, el inestable destello de sus ojos observándolo desde la penumbra. Sacudió la cabeza y abrió los ojos. Estuvo bajo el chorro lo más que aguantó el entumecimiento del cuerpo, los dedos de los pies engarruñados al interior de los tenis empapados, pero se cuidó de no volver a cerrar los ojos, no quería que se le apareciera su madre con aquel rostro, el rostro de horror con el que lo miró esa noche. Al girar las llaves de agua pensó en el niño que lo esperaba con sus juguetes en el corredor, el estómago se le contrajo, tenía que hacer que se fuera. Cuando abrió la cortina se encontró con su reflejo distorsionado por el vapor en el espejo, giró la cara hacia el toallero para evitarlo, no reconoció la forma que el espejo le devolvía. Cogió la toalla y se la echó sobre la cabeza como un hábito.
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Antes de salir del baño notó de soslayo la forma que atravesó de nuevo por el fondo del espejo, le pareció algo furtivo, foráneo, como una entidad aparte, se le ocurrió que aquello podía estar dentro de sí mismo como en una posesión, y que pronto, “eso” se apoderaría por completo de él. Se detuvo frente a la puerta negándose a mirar al espejo. Apagó la luz, la prendió, la volvió a apagar, desaparecía y reaparecía cada vez más rápido y en cada intervalo de claridad se convencía de que él ya no estaba ahí.
Afuera se encontró con el niño tendido panza abajo en el piso del corredor. Era un par de años menor que él, un vecinito del edificio con el que ya había jugado otras veces, pero era la primera vez que lo traía. Le molestó ver los juguetes en el piso, pero él mismo se los había prestado, era el acuerdo, “si vas a mi casa te presto mis juguetes”, le había dicho en el tono más desinteresado que pudo. Nadie tenía tantos y tan variados juguetes como él, su madre los empezó a comprar como una forma de mimarlo después de esa noche, y al paso del tiempo se habían convertido en una leyenda con los chicos del barrio. Había varios muñecos de acción con sus accesorios completos regados, pistolas, rifles, botas, esquíes, vehículos para todo terreno. En ese momento el niño sentaba a un cazador de sombrero de ala ancha enrollada y traje camuflado en un jeep negro de puertas móviles. En la caseta del carro había un tigre blanco enjaulado, lo vio a través de los barrotes de plástico, apenas cabía en la jaula, en ese momento el niño dijo algo que no entendió, volteó hacia él, llevaba una playera ajustada que se levantaba por la cintura, la piel morena lisa tenía un par de hoyuelos en la cadera, justo antes de la sinuosidad de las nalgas ocultas por un bañador azul, entonces se imaginó enjaulado como el animal y la idea de ser visto a través del enrejado le pareció buena idea, una muchedumbre congregada a su alrededor con curiosidad, con asombro, quizá los niños pequeños le arrojaran pedazos de sus lonches, con suerte, alguien desde atrás de la gente, tal vez su madre, lo mirara con un rostro ordinario, una mirada natural, como cuando no se ve nada. Pasó por encima del niño eludiendo su cuerpo, le mojó la espalda con el agua que escurría, el niño se estremeció y lanzó un gritito.
Mientras se encerraba en la recámara le preocupó cómo iba a explicar la ropa empapada, los tenis, su madre podría llegar en cualquier momento. Pensó en ella, en aquella noche en esa misma habitación:
Su madre le preguntó con un resuello que qué le pasaba, “¿qué tienes, Jorge?, por favor, háblame”, dijo desde la cama. Él no pudo responder.
Se quitó la toalla de la cabeza y se apresuró a cambiarse para desaparecer la ropa. Se sacó la playera, el pantalón húmedo se le quedó pegado a los muslos pringosos y tuvo que bailotear pisando una y otra pierna hasta zafarlo. Se quitó los calzoncillos, evitó mirar su sexo por encima de la panza enrojecida por el agua helada. Percibió el aire tenue que atravesó entre sus piernas y la inmediata contracción de la piel. Se quedó de pie desnudo frente a la ventana, recordó la reacción del niño con el agua fría, más bien el efecto en el cuerpo que produjo aquel gritillo. Un calor ávido subió desde la entrepierna hasta la frente, apenas sintió la inflamación, apareció el miedo. Se apuró a recoger la ropa y la metió en una bolsa negra de basura.
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En cambio, continuó el brincoteo, pero también lloró. Su madre se levantó y fue con él, se hincó a su lado.
—¿Qué tienes mi niño?, ¡para ya!, ¡me estás asustando, por Dios! —lo abrazó para contener el movimiento—. Tú no tienes de qué preocuparte, tú eres un niño.
Lo apretó contra ella mientras él se atragantó con esas palabras que lo hicieron comprender que nada sería lo mismo ya. Comprendió de golpe que también había perdido a su madre, ella no sabía lo que él sí, entre ellos se alzaba un muro de oscuridad y por eso decía esas cosas, porque no tenía forma de saber que él ya no era un niño.
―Vamos a la azotea, tengo que poner a secar esta ropa —le dijo al niño al salir de la recámara.
―Te espero.
―No. Nadie debe encontrarte aquí, vamos.
El niño se giró sobre un costado dándole la espalda.
―¿Puedo llevar un muñeco? ―dijo con un bostezo.
Se quedó callado con los ojos puestos en la mancha de agua en la espalda del niño.
―El agua debió estar fría ―dijo al fin.
―¿El agua? ―el niño se volvió achicando los ojos.
―Estas mojado, a lo mejor necesitas quitarte esa ropa, como yo ―le mostró la bolsa.
El niño se quitó la playera, la extendió delante de él. La piel se le erizó.
―¿Puedo llevarme un muñeco? ―olió la salpicadura y se puso la playera de nuevo―. Me lo prometiste.
De pronto, ella lo apartó de sí y revisó su pijama, le preguntó si se había orinado, lo toqueteó entre las piernas. Su madre se percató que en uno de los puños estrujaba algo. Le abrió los dedos uno a uno, apareció un billete arrugado de veinte pesos en su palma.
El niño paseo la vista por los juguetes regados en el piso y cogió al cazador. Se recostó panza abajo y reanudó el juego, mientras él no apartaba la mirada del niño. La luz se diluía, una coloración azulosa se expandió en el corredor. Se inclinó y le tomó un tobillo desnudo.
―¡Ey! ―el niño jaló su pierna―. ¡Deja! ―sus ojos se encontraron―. Me prometiste que si venía…
―Si venías te prestaba mis juguetes.
―Pero yo quiero llevarme uno. Dijiste que si venía a lo mejor hasta me regalabas uno.
Apretó su mano sobre el cuello de la bolsa.
—Éste es el que yo quiero —insistió el niño.
Quería detener las cosas ahí, pero lo que estaba a punto de decir temblaba en su boca con apremio, y lo dijo:
―Entonces ven conmigo ―su voz lo sorprendió, era un torrente cavernoso, potente, salvaje, ya era tarde para los dos.
De un movimiento le arrebató el muñeco de las manos, el niño se puso en pie y lo siguió. Antes de entrar a la recámara soltó la bolsa con la ropa mojada.
Todo empezó y terminó con el rostro de su madre.
El rostro de su madre cuando le confesó que el billete se lo había dado el hombre del seis sólo por ir a su casa.
Se separó del niño al pie de las escaleras que conducían a la azotea. Subió lento. Al salir al espacio abierto el aire le sacudió el cabello. Se detuvo y miró más allá de la barda, la distancia magenta derramada sobre el valle. Siguió hasta la jaula de tendido, abrió el candadito y entró. Dejó la bolsa en el piso y comenzó a tender la ropa. Le quitaba la agujeta a un tenis cuando apareció la madre del niño.
―¿Este muñeco es tuyo? —le dijo de pie afuera de la jaula.
Vio a través del enrejado al cazador con todo su equipamiento. Asintió con la cabeza.
―Carlos dice que se lo regalaste. ¿Es cierto?
Jaló de la agujeta y soltó el tenis por accidente. Lo recogió e intentó colgarlo por la lengüeta.
―¿Por qué le regalaste este juguete tan caro?
El tenis pendía entre ellos. La mujer esperaba impaciente una respuesta.
Se acercó a la puerta, colocó el candado y lo cerró por dentro.
La mujer retrocedió un paso, algo percibió adentro de la jaula, pero no supo qué. Titubeó al repetir la pregunta:
—¿Por qué le regalaste el juguete?
Y se le quebró la voz cuando suplicó un momento después:
—¿Dime, por favor dime por qué?
—No se preocupe —dijo atento a la reacción de la mujer—. Se lo di sólo por venir a mi casa.
Encerrado en la jaula, “eso” sintió sus palabras tranquilizadoras, su voz no sólo le pareció natural, sino inofensiva, por eso le sorprendió que la mujer lo mirara con ese rostro que tanto se parecía a aquel otro rostro.

Versos para no morir del todo
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