Más Información
Lee también: El impulso estético no deja que la vida nos abrume
Así que esto es Fordlandia: un bonito y sencillo pueblo a orillas del río Tapajós. No hay más a simple vista, porque la vista simple siempre engaña. Hay una iglesia en la cima de una pequeña colina desde donde se ve el río, y el río es hermoso; hay calles de tierra roja que suben y bajan e invitan a caminarlas; hay colores intensos donde sea que uno voltee: un verde vivo en cualquier rincón porque estamos en un paréntesis de la selva, un azul purísimo porque Fordlandia está justo debajo del cielo, y un río a veces gris, a veces rojo, a veces azulado, supongo que dependiendo de la hora y el clima, aunque yo prefiero pensar que de su humor. Y el humor del río y del pueblo, esta tarde, es tranquilo y alegre, como deberían ser todos los días de todos los ríos y pueblos del mundo.
Me gustaría escribir que las casas de madera con sus porches y barandas al estilo del Medio Oeste gringo, las enormes naves industriales que se ven desde todas partes y la altísima torre de agua contrastan con el pueblo y el paisaje, pues claramente no pertenecen a este lugar, lo que da por resultado una visión inesperada, anómala, como toparse de pronto con un foro romano en una nevada y gris ciudad escandinava. Pero no es así. La verdad es que el conjunto resulta armónico y evocador. De hecho, con algunas variantes, constituye un paisaje reconocible, repetido hasta el cansancio en ilustraciones infantiles, películas de aventuras y propaganda de turismo del sureste asiático, de la India o de Guatemala. Se trata de las viejas ruinas de toda la vida cubiertas por la selva, tan carcomidas por la metáfora del paso del tiempo y convertidas en la prueba estática de que todo, incluso los más grandes imperios y civilizaciones, acaba siendo una casa vacía y semiderruida, poblada de serpientes y de murciélagos. Simplemente, en este caso, no hablamos de ciudades desaparecidas hace milenios como Angkor Wat o Tikal, ni de los antiguos mayas o hindús y de sus templos dedicados a dioses olvidados. No. En este caso hablamos de una civilización apenas desaparecida o casi por desaparecer, de una ciudad cuya fundación y esplendor sucedieron hace apenas cien años y de unos dioses en los que aún creemos aunque nos hayan abandonado por haberlos traicionado.
Hablamos de Fordlandia y de la utopía industrial, de esa anticuada y vigorosa idea según la cual con máquinas, dinero y trabajo es posible conseguir lo que sea, desde que cada estadounidense poseyera un carro hasta que países enteros entraran de golpe en la boyante modernidad, siempre y cuando, claro, estuvieran dispuestos a imitar, hasta en el clavo más escondido de sus hogares (sin importar si eran de palma o adobe), la idiosincrasia yanqui, la noción de progreso gringa y el estilo de vida americano, no porque fueran los mejores, eso no estaba en discusión, sino porque eran inevitables, si no se quería seguir viviendo en la selva, aunque se estuviera en la selva misma.
Llegar a Fordlandia es fácil, aunque tardado. Para ver este lugar que ya no existe tomé un vuelo de cuatro horas de São Paulo a Manaus, después un barco de treinta y ocho horas por el río Amazonas de Manaus a Santarém y, por último, seis horas más en lancha rápida, y aquí estoy, constatando que este lugar sí existe. Bajo de la lancha y un hombre de inmediato me reconoce —soy el único turista— y me dice que tiene que abordar la misma lancha para ir a la siguiente ciudad, pero que allí está un taxi esperándome para que me lleve a la Pousada Americana, en la que la víspera reservé una habitación por WhatsApp. Me siento desconcertado y también como un poderoso embajador que aborda el único auto que se divisa en el muelle y sus alrededores, y me subo sin averiguar mucho más. Me gustaría escribir que durante el recorrido en auto, máquina intrínsecamente ligada a la historia de Fordlandia, reflexioné sobre la relación entre industrialización e historia, desarrollo y comunidad, progreso y destrucción, pero el trayecto con aire acondicionado no dura más de un minuto, en el que me da tiempo, sin embargo, para darme cuenta de que soy el pasajero del único carro que hay en Fordlandia. En un enclave que fue concebido y construido para producir el caucho necesario para las llantas de un millón de automóviles al año, hoy sólo hay un carro, y es un Toyota. Y me metieron en él a la fuerza, como una cortesía y una pequeña estafa sin importancia (la cortesía suele serlo).
Podría haber hecho a pie, en cinco minutos, el recorrido en taxi, pero qué más da; después de todo, este traslado del muelle al hotel dota de sentido a la existencia del taxi, y dotar de sentido a lo que sea es una buena acción. Tras dejar mi maleta en la habitación —breve, blanca y limpísima—, salgo al fin a caminar por el pueblo. Antes de ver o escuchar cualquier cosa, siento. El calor y la humedad me rodean, y llega un momento en que ignoro si salen de mi cuerpo o si van a parar a él como último destino. Me gusta. De pocos lugares puede decirse que se sienten en la piel, en cada poro que suda hasta mojar mi playera como si la hubiera arrojado al río. Casi enfrente de mi posada veo la Panificadora Ford —extraño y lógico nombre para una panadería dado el pedazo de mundo donde me encuentro— y decido entrar. Más que un pan dulce, se me antoja cualquier bebida fría. El agua con gas está helada y la tomo allí mismo, en el mostrador, mientras le pregunto a las dos empleadas:
—¿Y por qué la panificadora se llama Ford? —Porque lo seguimos esperando. Hasta cierto punto, la espera es recíproca. Ford nunca fue al enclave al que humildemente bautizó con su propio nombre, pero él también se quedó esperando que Fordlandia correspondiera a su cuestionable privilegio toponímico, ya fuera surtiendo de caucho para las llantas y mangueras de sus coches o, mejor todavía, mostrándole a la humanidad que el estilo de vida americano a la Henry Ford, es decir, la existencia concebida como una aceitada cadena de montaje, era la transformación necesaria que debía adoptar, en Michigan o en el Amazonas, para vivir eficientemente feliz.
Ford ya había transformado los Estados Unidos, así que lo de menos era transformar el resto del mundo. Y esa transformación había sido profunda y abarcaba todos los aspectos que tenían que ver con sus fábricas: el cómo, el qué, el quién y el dónde. Ford creó la cadena de montaje y la producción en serie con el objetivo de fabricar carros económicos a una escala nunca antes vista, ensamblados por trabajadores que por primera vez percibían un salario (cinco dólares al día) que alcanzaba para algo más que para adquirir lo estrictamente necesario, es decir, alcanzaba para consumir y, más específicamente, para comprar un auto Ford, pues a alguien había que venderle todos los autos que las fábricas Ford producían. La idea de que un trabajador pudiera adquirir el producto que él mismo elaboraba era revolucionaria, y tan lo fue que cambió para siempre a los Estados Unidos, no sólo a nivel ideológico o en lo referente a la vida cotidiana, sino a nivel paisajístico. El cambio estaba allí para quien, literalmente, quisiera verlo. Los típicos viejos pueblos estadounidenses, al integrarse a las ciudades cada vez más grandes, se convirtieron de pronto en un buen recuerdo, y el paisaje del país se acondicionó con autopistas, puentes y túneles para el nuevo símbolo del progreso y del estilo de vida americano: el automóvil.
Pero detrás de esta lógica industrial y económica había también un fundamento moral que por mucho excedía la concepción del ser humano como trabajador y consumidor. Ford estaba convencido de que estaba creando un nuevo hombre que habitaría un nuevo mundo y un nuevo cielo, los cuales al fin ya no estarían tan alejados. Para él, la eficiencia industrial iba de la mano con la realización individual; ambas, así, creaban un círculo virtuoso que ampliaba la cadena de montaje hasta fabricar un producto inesperado y apreciado: la felicidad. Para ello, no bastaba con que el trabajador fuera eficiente y percibiera un buen salario, sino que también debía mostrar un buen comportamiento, dentro y fuera de la fábrica. Los empleados de Ford tenían prohibido beber alcohol, jugar juegos de azar y asistir a burdeles, y, por el contrario, se apreciaba que formaran una linda familia. Para cumplir estas reglas, Ford creó una policía moral que supervisaba el comportamiento de los empleados con la indispensable ayuda de una red de informantes y delatores que, de paso, también vigilaba que los trabajadores no se quejaran y mucho menos se les ocurriera crear sindicatos, una de las instituciones que para el viejo Henry siempre representaron lo peor del ser humano y la sociedad.
Al tiempo que Ford se jactaba de haber erigido un nuevo mundo, se lamentaba de haber arrasado el anterior. Pero eso era lo de menos: para él, que todo lo podía, cualquier contratiempo tenía remedio, sobre todo si el remedio se le ocurría a él mismo. Quien erigió el nuevo mundo bien podía restituir el anterior. De esta forma, Ford se abandonó a la única pasión tan peligrosa como el afán de progreso: la nostalgia. La ejecución de su nuevo vicio —él, que los aborrecía— fue Greenfield Village, un pueblo creado por él mismo en 1920 y que, gracias a la planeación que permitía su inexistencia, representaría el perfecto pequeño pueblo tradicional del Medio Oeste. Lo nombró así en honor de Greenfield Township, el pueblo de su esposa que acabó convirtiéndose en un suburbio de la mancha urbana de Detroit. Después, trasladó a éste su propia casa de infancia para que así perdurara para la eternidad en el pasado perfecto que financió y que sería habitado por los agradecidos empleados de su fábrica de River Rouge, según cuenta Greg Grandin en su documentadísimo y admirable Fordlandia, obra en que se basa prácticamente todo lo que en esta crónica yo no vi con mis propios ojos.
Bien puede verse en Greenfield Village el simulacro que en buena medida caracterizaría a la naciente cultura estadounidense tal como sería conocida en el resto del aún joven siglo XX, pues, sin haberlo pretendido, Ford en realidad había creado uno de los primeros parques temáticos de los Estados Unidos, que sigue siendo, más de cien años después de su fundación, uno de los más visitados del país. Cuando fracasó como pueblo, Ford se resignó a convertirlo en museo, y para ello destinó a sus agentes a que compraran y le enviaran todo objeto que consideraran representativo del pasado tan rápidamente lejano y legendario de los Estados Unidos, emulando la pasión europea por el museo, con la diferencia de que, si los europeos saqueaban vestigios milenarios de grandes culturas, a Ford le bastaba con comprar cosas de algunas décadas de antigüedad ya que, para él, también provenían de una civilización muerta y grandiosa de la que él había sido el enterrador.
Para engañarse a sí mismo y creer que el museo representaba una faceta más de sus capacidades visionarias, lo nombró como Museo Henry Ford de Innovación Americana, ampuloso título que escondía la realidad de miles de cacharros oxidados que festejaban una nostalgia igualmente oxidada. A pesar de que su compulsión museística llegó a ser patológica —más cercana a un síndrome de Diógenes a escala industrial que a un delicado coleccionismo—, Greenfield Village acabó quedándole chica a Ford. Su siguiente proyecto consistió en adquirir un valle de las Montañas Apalaches de Tennessee —una de las regiones más pobres de Estados Unidos—, para explotar sus recursos naturales, instalar fábricas y fundar pueblos —al parecer, su auténtica pasión—. Pero los planes fallaron por cuestiones políticas. Este fiasco confirmó una sospecha que Ford ya venía rumiando hacía años: la perfecta civilización americana debía refundarse lejos de la perversión de los Estados Unidos, infestados por sus odiados banqueros, políticos, judíos, sindicatos y militares, en algún lugar que conservara la inocencia salvaje y, a la vez, estuviera abierto a degustar las mieles de la modernidad.
Estoy tentado a decir que Fordlandia es como cualquier pueblo en el Amazonas, pero yo no tengo idea de cómo son los pueblos del Amazonas. Éste es el primero que visito, y si lo hago es porque en teoría es diferente del resto. Ignoro si mi descripción es de carácter general o específico, y menos mal que sea así porque, puesto a elegir, no sabría si uno está obligado a resaltar las diferencias que un pueblo amazónico mantiene con el resto o, por el contrario, si lo que viene a cuento es identificar las coincidencias y generalidades entre todos ellos, que son las que lo dotarían de una identidad regional. Para colmo, tampoco es que este pueblo sea tan diferente a cualquier otro pueblo pequeño, y lo mismo podría representar su modelo platónico que una variante más de las mil caras con que se concreta una misma idea.
Lo que sí sé es que hay un pequeño y ahora solitario muelle que a través de una serie de tablones algo destartalados se interna con timidez en el río. También sé que el pueblo está a la orilla de un gran río, el Tapajós, uno más de los muchos afluentes del Amazonas, y que a pesar de ello no se ven muchos barcos ni botes, salvo una pequeña, blanca y simpática ambulancha, cuyo nombre me hace sonreír. Sé, porque la veo, que hay una linda iglesia en lo alto de una pequeña pero abrupta colina casi junto al río, que obviamente subo para, desde la modesta cima, gozar del panorama desde donde los conquistadores, exploradores, viajeros y turistas hacemos nuestras descripciones ignorantes y totalizadoras. Y allí, desde lo alto, sé que sé que esto es Fordlandia y que a su vez fue Fordlandia porque veo las inmensas y planas naves industriales abandonadas, equilibradas en sus colosales dimensiones para el tamaño del pueblo, que recuerdan, en su falta de proporción con el sitio donde se encuentran, a esas altísimas catedrales europeas que se levantan en pueblitos diminutos, abandonados y convertidos primero en postal y ahora en imagen de Instagram.
Me dirijo a las más grandes de esas naves industriales, que se encuentran dentro de un complejo cercado, más o menos en el centro del pueblo. La reja está abierta así que entro y de inmediato un guardia me dice amablemente que las visitas están prohibidas pero que puedo pasar. Me acompaña algunos pasos y me cuenta que las instalaciones que alguna vez pertenecieron a la Ford Motor Company ahora son de la municipalidad, que las empleó como escuela y que ahora las utiliza como bodegas. Según él, y le creo porque yo estoy aquí para creerme todo lo que me digan, las muchas decenas de oscuros vidrios de las naves son originales, y pienso que si faltan dos o tres por acá y por allá es sólo para avisar al viajero distraído que sí, que el tiempo ha pasado y ya nada es lo que era. Mientras me dice esto llega el camión de la basura, que se estaciona dentro de una de las naves donde hay algunos otros vehículos de la municipalidad en tan mal estado que dudo que funcionen. Después me lleva a la altísima torre de agua, orgullo de la pasada y de la presente Fordlandia, en caso de que sean distintas, y me dice que el motor todavía funciona y que sería posible bombear agua y llenar la torre si fuera necesario, pero ya no lo es. “Qué cosas”, le digo en español, “lo que funciona no se necesita y lo que se necesita no funciona”, y se ríe en portugués. Creía que el empleado me estaba vigilando, pero alguien lo llama, se disculpa y se va, después de decirme que puedo caminar tranquilo por donde me plazca. Me asomo a las naves y deambulo por el terreno, en busca de quién sabe qué. No es fácil determinar si me encuentro en un museo o en un basurero; todo depende de cómo se vean las cosas, y acá sólo hace falta un millonario a la Ford que se ponga a recolectar todos estos objetos para llevarlos a un centro de exhibición de arte, innovación, antropología, cultura popular o historia, que bien pueden contener los mismos objetos, cuya categorización depende, más que de sí mismos, de la autoridad del letrero con que se expongan. Los desechos están muy esparcidos como para considerar este lugar un basurero; un basurero siempre tiende al amontonamiento y la cohesión. Aquí la decadencia está cuidadosamente desparramada y el desorden es tan impecable que parece organizado, casi una composición. La visión en su conjunto resulta apacible, como si el lugar recordara con nostalgia el tiempo en que fue industria, o más remotamente aún, el tiempo en que fue selva. Por acá hay una enorme llanta podrida, después el esqueleto corroído de un tractor, unas herramientas que ignoro qué sellaron o cortaron, unas gruesas cadenas aletargadas como serpientes dormidas, unos tanques de plástico concentrados en su lentísima degradación y un bote de basura vacío, resignado a no poder contener ni de lejos los objetos que están allí tirados o resguardados, vaya Dios a saber. La enumeración podría alargarse indefinidamente, siempre despintada, humedecida y agrietada, pero decido irme pues los empleados están terminando su jornada laboral y no se trata de hacer horas extras por un turista que vaga por el enorme depósito al aire libre.
Salgo del parque industrial y tomo la que supongo es la calle principal, que sube desde el muelle, atraviesa el pueblo y se convierte en un camino que llevará a alguna parte. En algún momento la subida se hace algo abrupta y me descubro cansado. Veo en Google Maps que cerca hay un bar y decido ir por una cerveza helada. Encuentro el Bar do Doca, pero está cerrado. Más que un bar, parece un salón de eventos, pero me quedaré con la duda porque no hay nadie que me lo aclare y claramente esta noche no es noche de fiesta. De hecho, a pesar de que estoy todavía en el pueblo, hace ya varios minutos que no veo a nadie, yo, que quería entrar en un bar para escuchar viejas historias de Fordlandia mientras me tomaba una cerveza. Me resigno a quedarme con sed de cerveza y de charla, y avanzo unos metros más. Un resplandor súbito me asusta: el río. Es pleno atardecer, y el cielo dilapida sus colores y derrocha lo que le queda de luz pues pronto será de noche y ya no valdrán nada.
No todo el tiempo pensaba Ford en cómo recobrar el pasado y precipitar el futuro, como si fuera una mezcla entre Proust y Marinetti; también tenía preocupaciones menos vanguardistas: cómo hacerse más rico, por ejemplo, o cómo seguir produciendo y vendiendo cada vez más autos. Una amenaza que ponía sus planes en riesgo era el caucho, materia prima esencial para las llantas, mangueras y tapones, y cuyo precio no paraba de aumentar debido a que los británicos habían construido un monopolio. Más que el gasto cada vez mayor que esto exigía —Ford siempre fue tan generoso como lo puede ser un millonario y no dudaba en sacar la cartera cuando hacía falta—, lo que le molestaba era depender de algo o de alguien, ya fuera una goma o el Imperio británico, o de ambos, en este caso. Por tanto, decidió desarrollar sus propias plantaciones para ser autónomo, o como se diría en la jerga empresarial décadas más tarde, para integrarse verticalmente.
El árbol del caucho había sido una especie endémica del Ama[1]zonas desde que empezó a explotarse a mediados del siglo XIX, lo que explica el esplendor de ciudades como Iquitos, Manaos o Belém, y el régimen de esclavitud que se montó para su explotación, que fue retratado en las crónicas de Euclides da Cunha o en La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera. Pero a principios de siglo, un biopirata inglés se robó y extrajo de contrabando se[1]tenta mil semillas del Amazonas brasileño. Tras cuarenta años de experimentación y adaptación, las cosas cambiaron, y Asia, bajo la tutela británica, se convirtió en la principal productora; si en 1900 el Amazonas producía 95% del caucho que se consumía en el mundo, para 1928 su producción apenas alcanzaba el 2.8%. Este drástico cambio, que supuso la ruina de las hasta entonces soberbias y opulentas ciudades caucheras, se debió principalmente a un factor que Ford ignoró por completo.
En el Amazonas, los árboles de caucho se encuentran desperdigados por la selva, lo que evita que las plagas de la especie pasen con facilidad de un árbol a otro. Esto hacía que la producción fuera poco eficiente, pues los caucheros debían caminar kilómetros, en general por senderos trazados por ellos mismos, para explotar unos cuantos árboles. En cambio, en las nuevas plantaciones asiáticas, gracias a que no existían las plagas del ecosistema original del árbol de caucho, éstos podían cultivarse juntos, sin problemas. En este caso, la vieja idea de que las cosas crecen mejor en su lugar de origen era completamente falsa, pues nadie se conoce mejor que los enemigos que han crecido juntos. Aunque algunos especialistas le advirtieron a Ford por qué no era buena idea planificar plantaciones de árboles de caucho en su hábitat natural, éste no los escuchó. Para el hombre empecinado en la vuelta a la raíz, por supuesto, en sus propios términos y tal como él la imaginaba, resultaba más tentador cultivar árboles de caucho en el sitio de donde éste provenía que adaptarse a las necedades de la ciencia que, paradójicamente, él creía representar.
No deja de resultar curioso este empecinamiento, pues la concepción misma de Fordlandia se basaba también en la posibilidad de que la cultura estadounidense floreciera mejor lejos de su lugar de origen, a salvo de sus plagas naturales, según consideraba Henry Ford a políticos, judíos y banqueros. Pero al afán romántico de cultivar árboles de caucho en su propio territorio, que fue fundamental para la elección del Amazonas, debe agregarse otra idea menos poética. En Asia no había territorios disponibles para desarrollar plantaciones, pues Inglaterra y Francia se habían adueñado del continente, pero África sí ofrecía grandes extensiones susceptibles de explotarse. Sin embargo, Ford rechazó de inmediato esta alternativa por considerar inferior a la mano de obra nativa, lo que, desde su visión racista, no sólo complicaría las cuestiones prácticas, sino que frustraría su afán civilizatorio porque los negros no tenían las capacidades suficientes para merecerlo.
Las negociaciones para la adquisición de un pequeño país en el Amazonas brasileño fueron rápidas y fáciles gracias a que los deseos de ambas partes resultaban complementarios: desde el norte, Ford se comprometía a llevar la magia del hombre blanco a la espesura de la selva, como informó algún periódico de negocios estadounidense, mientras que, desde el sur, Brasil le daba la bienvenida al Jesucristo de la industria, como tituló por su parte un diario brasileño.