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SONY LABOU TANSI,

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Según sus propias palabras, Kateb Yacine es un bárbaro. Con desconcertante sencillez, declaró: “Siento que tengo tantas cosas que decir que me alegro de no ser más culto. Tengo que conservar una especie de barbarie, tengo que seguir siendo bárbaro”(2). Unas palabras hermosas, contundentes. Creemos comprenderlas de inmediato. La cultura es una glotonería que vuelve a la mente obesa e impotente. La barbarie, una vitalidad primitiva que permite la escritura verdadera, el gesto puro, la poesía. De modo paradójico, sentimos la tentación de dedicar a esas palabras una glosa erudita. ¿Estaría Kateb Yacine reactivando la pareja nietzscheana Apolo-Dioniso para expresar la íntima tensión que el gesto creador agita entre el orden y el caos, la medida y la hubris, en resumen, entre la cultura y la barbarie? No cabe duda de que la conversación tendría lugar con una mano en la barbilla y el culo cómodamente sentado, en un ambiente que sería la antítesis exacta de “la especie de barbarie” que conviene conservar para seguir teniendo “cosas que decir”. No, la frase de Kateb Yacine no puede someterse a un trato semejante. Es una fórmula mágica.

¿Quién es Kateb Yacine cuando dice que debe “seguir siendo” bárbaro y “conservar” una especie de barbarie? Es una pregunta crucial. Kateb Yacine es argelino, reducido a la condición de indígena por la Administración colonial francesa. Pero su condición de indígena tiene una particularidad: procedente de una familia de la alta sociedad, forma parte de la élite indígena, lo cual le permite asistir al colegio francés, donde aprende historia, literatura, poesía y la lengua del Imperio colonial. Hoy diríamos que es un indígena “integrado”: producto puro de la escuela republicana, domina el idioma, puede citar textualmente a Victor Hugo y mantener agradables conversaciones con los franceses. Pero Kateb Yacine tiene “tantas cosas que decir” que no cree que la conversación culta sea un terreno favorable para el desarrollo de su arte. Tener cosas que decir es cualquier cosa salvo conversar. Porque el bárbaro siempre entra en la conversación por la fuerza. Robando la palabra a los bienhablantes, les insufla una nueva energía, que transfigura en acontecimiento; en atentado, para ser más exactos. Así se despliega el horizonte estético katebiano: la barbarie como lugar de enunciación, a partir del cual el intempestivo “poeta-boxeador” destroza el orden de las cosas para devolverlo a su cruda verdad. Bien. Pero recaemos en nuestras excentricidades de conferenciantes. No, la fórmula de Kateb Yacine no solo incluye esto. También a ella hay que soltarle la lengua. Revelar no solo lo que dice –que pertenece al autor, a su conciencia iluminada–, sino lo que “tiene que decir”, que nos pertenece a nosotros, que la recibimos y temblamos de confusa complicidad al entrar en contacto con ella. ¿Qué es lo que esta fórmula dice de nosotros, de mí? Porque no solo nos impacta como precepto estético –“tenemos que seguir siendo bárbaros”–, sino como discurso político.

Al principio, están los verbos: conservar y seguir siendo. Verbos interesantes por la anterioridad que señalan. Hacen como si Kateb Yacine hubiera sido un bárbaro antes de ser un distinguido hombre de letras. Aún más: dicen que está perdiendo esa barbarie original, y que eso es un drama tanto para el hombre como para el poeta. Un drama para quien tiene “cosas que decir”. Pero ¿qué pierde exactamente el bárbaro, a quien la civilización no ha dejado de arrastrar en su carrera hacia el progreso humano, alimentándolo de forma generosa con las riquezas culturales de las que se enorgullecen los imperios, empezando por el francés, idioma magnífico y repleto de siglos? ¿Qué pierde él, que a todas luces ha encontrado en ese idioma un modo de expresar su talento, aplaudido calurosamente por los propios franceses? ¿Qué pierde Kateb Yacine, hijo de su padre y de su madre indígenas, a quien la flor y nata literaria parisina considera el “Rimbaud argelino”? Quizá los rimbaudianos exclamen: ¡harar! (3) La analogía es irresistible, pero Kateb Yacine tiene su propia historia con la barbarie. Literalmente.

Aunque indígena aristócrata, Kateb Yacine estaba en las calles de Sétif el 8 de mayo de 1945. Tenía dieciséis años y participaba en el desfile nacionalista de las manifestaciones organizadas para celebrar la victoria de los Aliados. Lo que ocurrió es de sobra conocido: fue una masacre histórica. Decenas de miles de muertos argelinos. Una represión sin precedentes. Kateb Yacine escapó de la muerte, pero no de la prisión. Su encuentro con Argelia, “la verdadera”, en carne y hueso, se remonta a ese encierro. La Argelia de su pueblo quebrantado, deshumanizado, pero irrevocablemente sublevado. Fue allí, sobre todo, donde se cimentó su destino de escritor público, de escriba, de kateb: (4) escribió entre los analfabetos, para los analfabetos –Deleuze diría “en lugar de los analfabetos”, y lo hizo para vengarlos. Para vengar a su raza, su raza de bárbaros.

Para la Administración colonial, eso es exactamente lo que eran: una subespecie acantonada en la fase primitiva del desarrollo humano, una masa informe y moralmente abyecta. Cuando parecen inofensivos, son salvajes. Cuando plantan cara, son bárbaros. No es una distinción anodina, y tendremos que volver a hablar de ella. Lo que hay que recordar aquí es que “bárbaro” es una identidad histórica que se abalanza sobre él en la cuna y lo cubre como una segunda piel. Pero no es (todavía) una coraza, ni mucho menos. Es un anatema impuesto por la sociedad occidental. Más allá de las fronteras del Imperio está la zona de la no existencia, en la que vegetan él y sus compañeros detenidos: campesinos, estudiantes, camaradas revolucionarios. Todos bárbaros. Su estatus social no cambiaba nada. En prisión entendió que nunca había salido de la barriada, que todos sus esfuerzos para hablar el idioma del civilizador y conocer su mundo eran impotentes frente a esta verdad: bárbaro soy y bárbaro seguiré siendo. Y de esta revelación extrae un juramento: bárbaro soy y bárbaro quiero seguir siendo. En la ofensa, abre una brecha. Kateb Yacine resulta ser un especialista en la materia: apoderarse del arma del enemigo y volverla contra él. El idioma francés como botín de guerra. Los códigos de la novela francesa rotos en forma de “polígono estrellado”(5). El bárbaro como orgullo. Es una estrategia tan antigua como la opresión: la inversión del estigma. Uno atrapa el insulto, lo devuelve y lo obliga a decir lo contrario. Parece fácil, pero el método es peligroso. Es un arte que exige cierta destreza. Son muchos los pueblos alquimistas que han logrado el milagro: transformar la deshonra en orgullo, la infamia en nobleza. Si la estrategia tuviese un lema, sería este: “Sí, ¿y qué?”. Esta también es una fórmula mágica. Bárbaro, sí, ¿y qué? A pesar de la evidencia, este “sí” no valida nada. Se divierte. Se ríe como un chaval insolente que domina el arte de irritar. Cuando deja de reír, mira al acusador a los ojos y remata: “¿Y qué?”. El desconcierto está garantizado. Dice: “Estamos jugando a otro juego, un juego oculto, con reglas que tú no conoces”. ¿Quién no siente el soplo de aire fresco? Es como abrir una inmensa ventana en pleno invierno. Es un aire glacial, una bofetada en la cara. Pero qué a gusto respiramos. Podríamos hacer un diccionario con estas fórmulas mágicas. Se llamaría, por ejemplo: Diccionario de fórmulas mágicas, y el subtítulo sería Los negros te joden. Eso es. Los bárbaros también te joden. Qué a gusto respiramos.

La verdad es que nos estamos asfixiando. Eso es lo que pasa. Una larga historia de domesticación de los bárbaros. En la lengua del Imperio, la llamamos integración. Al final, ya no decimos “Sí, ¿y qué?”. Decimos: “No, no es verdad”. Una defensa de crío sin astucia. Creemos que, para acreditar nuestra humanidad, tenemos que tranquilizar a quienes la ponen en tela de juicio. ¡Miradnos, somos como vosotros! Es una agitación sin fin: esfuerzos desmesurados para apropiarnos de sus códigos, de sus maneras, de su cultura. Los incorporamos precipitadamente, en cebados sucesivos. Pero vamos a la zaga, siempre a la zaga. Así que nos cebamos cada vez más. Al final nos sale por las orejas, digerimos mal y, debemos admitirlo, esta jeta de bárbaro que chapurrea un idioma pulido tiene una pinta muy rara. Si tan solo hubiera desaparecido la mancha… Pero es una demostración inútil. Si lo miramos bien, es hasta un poco miserable. Todas esas contorsiones consigo mismo, todas esas muecas de autómata para decir: somos humanos, humanos como “ellos”, cuidándonos muy mucho de plantear la pregunta que deroga todas las demás: “Pero ¿quiénes son ‘ellos’”? Stamp Paid, el contrabandista negro de Beloved (6), no se corta. Dice directamente: “¿Qué son?”. Nos lo preguntamos. Quien deshumaniza, ¿es siquiera el ser humano a partir del cual cree poder juzgar el alma de los demás? ¿Tiene siquiera un alma propia? Ya ven que, de repente, la pregunta parece escandalosa. Es como imaginar cuerpos de niños blancos arrojados a las playas mediterráneas. Otra inversión que desnuda el mundo. Es un juego viciado. Cuanto más intentamos probar nuestra humanidad, más hacemos que crezcan las sospechas. Empezar a justificarse es como empezar a admitir que la duda estaba permitida y que siempre lo estará. “Sí, ¿y qué?” es la única respuesta digna. Hacerlo saltar todo por los aires. Sabotear la frontera. La visible y la invisible; la que separa dentro del Imperio a los niños legítimos de los críos sucios que somos, paridos deprisa y corriendo. Porque para abolir la frontera no basta con cruzarla. ¿Quién se atreve a seguir creyendo en ese mito? Nosotros, primera, segunda y enésima generación, toda la pandilla de los “naturalizados”, de los que tenemos derecho a la nacionalidad del lugar en que nacemos, de los que tenemos doble pasaporte, de los que podemos perder el derecho a la nacionalidad, lo sabemos demasiado bien: cruzar esa frontera sin destruirla es moverla detrás de sí, y bloquear el camino de otros bárbaros creados para la ocasión. Es la historia del moro y del blédard (7), del «francés procedente de la inmigración» y del harraga (8), del indígena doméstico y del condenado de la tierra. Es una ruptura organizada, furiosamente alentada. Hasta los más feroces defensores del Imperio están dispuestos a negociar: vosotros, de acuerdo; pero ellos, no. ¿Trato hecho? Traición cumplida. Son las leyes de este mundo. La esencia de una frontera es la posibilidad de la traición. Podemos repeler la crueldad lo más lejos posible, pero acabará encontrándonos, y, con ella, la imagen de esos cuerpos arrojados a nuestras playas. Nos sorprende haber dicho “nuestras” playas. Demasiado tarde. Pronto diremos: nuestras puertas, nuestras fronteras. Es lo que llamamos una integración eficaz. Cuando sus bárbaros se convierten en los nuestros. El cementerio marino nos atormenta porque es la verdad de nuestra condición. ¿Cómo no perder el Sur? Es una pesadilla duplicada por un complejo de privilegiados: ¿cómo salvar lo que queda de nosotros?

A su manera, Kateb Yacine también estaba atormentado. Su obsesión por los analfabetos, por la vida profunda del país, no es más que eso. Sentía que podía perder Argelia, que podía traicionarla, y que lo animaban a ello no solo seres de carne y hueso, no solo instituciones, sino una organización moral del mundo. Los civilizados y los bárbaros. La humanidad y su monstruosa periferia. Sentía todo esto y tomó una decisión: conservar una especie de barbarie. Conservar y seguir siendo, verbos de protección, de resistencia. Kateb Yacine resistió. Resistió a su aculturación, a su disolución. Al alejarse de los suyos, algo impuesto simplemente por el hecho de ser un escritor en la “República mundial de las Letras” (9), no quiso perder el rumbo. Vaya, otra fórmula para el diccionario: “Sé de dónde vengo”. Una fórmula de tránsfuga que habla de frontera cruzada, del paso desde abajo hacia arriba. Que dice, sobre todo: desde este arriba, no olvido ese abajo. Jura fidelidad a quienes ha dejado atrás. Pero, en el caso de la barbarie, gana en magia. Porque lo cierto es que no sabemos. ¿De dónde vienen esos bárbaros que somos? ¿Qué es esa barbarie original que hay que conservar? Empezamos a balbucear. No sabemos. ¿Cómo llorar por una autenticidad que no conocimos nunca y que, sin embargo, perdimos de verdad? ¿Qué es este impulso de conservación sin objeto? Es un impulso identitario, nos susurran. No debemos ceder a él. Es algo evanescente, un sentimiento paradójico: es la nostalgia de lo que nunca ha ocurrido. ¿Qué descendiente de la inmigración no la siente en el fondo? ¿Quién no siente eso que, despacio, a medida que continúa la integración, lo abandona para siempre? Es un sentimiento imposible. Y abre un mundo de preguntas. Todas empiezan por “¿Qué habríamos sido si…?”. Si la colonización no hubiera establecido una relación de fuerza moral que anula la civilización, el país y la familia que tendrían que habernos visto nacer y crecer. Si el integracionismo no hubiera promulgado para nosotros las leyes de nuestra salvación en este país condicional que no tiene nada de patria. ¿Qué habríamos sido si…?

En un ámbito exclusivamente político, estas preguntas serían absurdas, sacrificadas en aras del materialismo histórico, acusadas de allanar el camino a la fetichización de una edad de oro soñada, la invención de una autenticidad precolonial erigida en dogma. El comunismo tiene su enfermedad infantil, el movimiento descolonial debe de tener la suya. “¿Y después? ¿Qué vais a hacer con esa identidad, cuando esté remendada?”, nos dicen. “¿Oponerla a la nuestra? ¿Imponérnosla?” Ver esto es triste y apasionante a la vez. Esta búsqueda obsesiva de una sombra de prueba que confirme una sombra de voluntad de algo que al final pudiera parecerse a una sombra de venganza. Reconocemos los reflejos de pánico: por eso se intentan descalificar los movimientos que quieren traducir el insolente “Sí, ¿y qué?” en estrategia política. Reflejos de pánico, también, cuando se intenta demostrar que los “descoloniales”, esos bárbaros reivindicados, quieren refundar la raza, pero esta vez a su favor. No han entendido que nuestra pregunta –“¿Qué habríamos sido si…?”– no espera ninguna respuesta. En realidad, no se trata tanto de recuperar lo que éramos como de resistir a aquello en lo que nos estamos convirtiendo. Desde este punto de vista, la “especie de barbarie” a la que nos aferramos es precisamente lo que no ha tocado “contaminado– la integración en el Imperio. Es el terreno baldío dentro de nosotros. Nuestra tierra virgen. Por eso no se trata de convertirse en bárbaro, sino de seguir siéndolo, asumiendo la verdad política que contiene el término: lo que se teme, en el fondo, no es nuestra potencial falta de humanidad, de cultura o de sentido moral. Es exactamente lo contrario. Es lo que tenemos de inasimilable, es decir, nuestra historia, nuestra cultura y nuestra alma. Porque entonces, ¿qué es ese tipo de bárbaro que se hace preguntas sobre su personalidad profunda, sus valores, su belleza? ¿Qué es ese bárbaro reflexivo que quiere construir museos y refundar una ética.

Aquí tenemos que hacer una pausa, porque las palabras son viscosas y resbalan entre los dedos. El bárbaro no es el salvaje. Mientras que el bárbaro es un ser irrecuperable, el salvaje, por su parte, está por desarrollar. Su inocencia no es la del terreno baldío del bárbaro. Es una inocencia infantil, ligada a su condición de humano rezagado. Por eso, cuando el salvaje comete algún error, no se le puede echar toda la culpa. Algunos civilizadores están dispuestos hasta a fustigarse para reducir la responsabilidad del salvaje. Es la responsabilidad de los maestros. Su deber es educar a ese buen salvaje, izarlo a la altura de hombre. Es una eterna víctima. Esta defensa aglomera a todos nuestros malos abogados y a todos nuestros falsos aliados.

“No soy un hombre por desarrollar, soy un hombre a quien tomas o dejas” (10), responde Sony Labou Tansi. Así habla el bárbaro que no existe antes que la civilización ni es una simple “ausencia de civilización”. Es el producto de esta civilización, aunque no se limita a eso. Es prueba de una mutación no programada, no codificada, del proceso civilizador. Incluso podríamos decir que está delante de la civilización. Es una figura del futuro, condenada a llegar. Podríamos hacer cosas con ella. Cosas magníficas. Grandiosos relatos de pueblos llegados del futuro que salvarían al mundo de sí mismo. Cuentos de bárbaros admirables, de tribus encapuchadas que claman por la independencia, de hermanos siameses vigilantes nocturnos en lo alto de la torre Eiffel, de un pirata negro que se echa al mar como quien se echa al monte (11). Historias que levantarían pasiones. Y se hacen. Pero no vienen de los bárbaros más domesticados. Mirad cómo se apresuran a neutralizar el relato de sus rarezas, aferrándose al pobre motivo de “entre dos mundos”.

Dios sabe lo orgullosos que nos hemos sentido de ello. “Tenemos la riqueza de dos culturas. Somos el eslabón entre las dos orillas del Mediterráneo, entre Oriente y Occidente.” Y blablablá y blablablá. ¡Mierda de eslabón! ¿Quién quiere ser un eslabón? Abdelkebir Khatibi ya nos compadecía: “Pobre árabe, ¡dónde estabas, reducido a una serie de eslabones!”(12).

Notas:

1. Sony Labou Tansi, Encre, sueur, salive et sang. Les Éditions du Seuil, París, 2015, p. 50.

2. Citado en Marion Thiba y Gislaine David, «Une vie, une œuvre: Kateb Yacine, le poète errant», France Culture, 19 de marzo de 1998.

3.Harar es la ciudad etíope donde Rimbaud desapareció del mapa, tras haber abandonado definitivamente la escritura y el mundo literario parisino.

4. En árabe, kateb significa «escritor».

5. Kateb Yacine, Le polygone étoilé, Les Éditions du Seuil, París, 1966

6.Toni Morrison, Beloved, 10/18, París, 2008, p. 251: «Que sont ces gens ? Dis-le moi, Jésus. Que sont-ils ?» («¿Qué es esa gente? Dímelo, Jesús. ¿Qué son?») [Ed. esp.: Beloved, trad. de Iris Menéndez, Lumen, Barcelona, 2021.

7. Blédard, soldado francés en el norte de África. (N. de la T.)

8.Harraga, término árabe argelino que designa a los que queman sus documentos de identidad para intentar cruzar clandestinamente a Europa. (N. de la T.)

9.Pascale Casanova, La República mundial de las Letras, trad. de Jaime Zulaika, Anagrama, Barcelona, 1999.

10. Sony Labou Tansi, Encre, sueur, salive et sang, op. cit.,p. 88

11. Referencia al universo del rapero Booba y el grupo PNL.

12. Abdelkebir Khatibi, La Mémoire tatoué. Autobiogra phie d’un colonisé, Denoël, París, 1971: «Árabe de servicio que decía: “Soy un eslabón entre Oriente y Occidente, entre el cristianismo y el islam, entre África y Asia […]” Pobre árabe, ¡dónde estabas, reducido a una serie de eslabones! Veía a algunos mendigando la imagen de su identidad en los quioscos de prensa, amontonándose a la menor señal de reconocimiento. Venga, insúltense en nuestro idioma, les estaremos agradecidos por hablarlo así de bien. Los escritores que describí en un mal libro –mi primer hijo natural con Occidente– escribían como maestros a quienes, para colmo, habría que conceder una fama escasa y pasajera, a favor de los oprimidos. Rodeado por su barba, Sénac imitaba al faquir en acción, llamaba “hermano” a todo el mundo. Otros se dejaban la pluma en relatos folclóricos, era lo mínimo para ocultarse; más allá, veíamos la alucinación del desgarrado que ya no sabía.


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