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En Anora (EU, 2024), desacralizador film 8 del formidable autor total independiente neoyorquino otrora iniciador visionario del cine profesional filmado con celular de 53 años Sean Baker (Starlet 12; Tangerine: chicas fabulosas 15, Red Rocket 21), la linda teibolera neoyorquino-rusita de 23 años y gruesos labios Anora Ani (Mikey Madison) deja de pelearse con su arpía compañera stripper pelirroja Diamond (Lindsey Normington) y cesa de ofrecerse al mejor postor para bailes eróticos en cuartos privados (“Hola, soy Ani”) cuando conoce, enchufa alegremente y empieza a intimar con el inmaduro pero ingenuazo entusiasta apenas angloparlante hijo recién veintiunañero de un oligarca ruso Iván VanyaZakharov (Mark Eydelsteyn), a quien ofrece sus servicios no autorizados aunque archiplacenteros para ambos tanto en la sala VIP como en los suntuosos aposentos paternos de la regia mansión ultramoderna donde vacaciona el muchacho, quien tanto disfruta de la compañía de Anora que a un alto costo monetario la contrata para novia de una semana, la presenta a sus amigos parásitos rusoamericanos, la incluye en sus monumentales parrandas narcoalcohólicas y acaba llevándola consigo a una desatada excursión para él interdicta a Las Vegas, donde va a decidirse a desposarla al vapor, como desafío (desde la mayoría de edad recién adquirida) a sus severos progenitores y temiendo la inserción en los negocios familiares de un regreso a Rusia ahora conjurado, pero la parejita dichosa jamás podría sospechar que una teledirigida caterva de guardaespaldas integrada por el armenio en apariencia feroz Tores (Karren Karogulian), su frágil hermano Garnik (Vache Tovmasyan) y el melindroso debutante ruso de barba partida Igor (Yura Borisov) iba a caerle encima, provocando la ebria fuga desesperada de Iván, su persecución por los guaruras al lado de la incontrolable aunque al fin sometida cautiva Anora para llevarlos ante los jueces venales hasta conseguir la anulación del matrimonio en amenazante presencia airada de la feroz madre del novio Galina Stepánova (Daria Vekomásov) y el omnipotente padre botado de risa Nikolai (Aleksei Serebriakov), llegados en avión particular desde Rusia y volcados atropellantemente contra esa femirredención indeseada.

La femirredención indeseada estructura su narrativa gozosa, tan lógica cuan extralógicamente a la vez, como un silogismo perfecto y una colosal falacia: todas las sexoservidoras desean casarse para ser felices/infelices, Anora es una sexoservidora que logra casarse, Anora es feliz e infeliz al mismo tiempo, basándose ante todo en una trama vertiginosa que cambia de tono a cada enorme fragmento, al pasar de la crónica de un sensacional e irresistible superfornicadero softporno anunciado, a una exaltada comedia nupcial gratuita, a una farsa de sainetero estira y afloja enclaustrado, y de ahí a una mutable tragicomedia magnífica, tan exaltadamente generosa y multidimensional cuanto sustantiva y radicalmente cruel, para todo lo cual predetermina, aprovecha y debe a cada instante llevar hasta sus últimas consecuencias inventivas a la edición crucial del propio realizador polifacético, a la ágil fotografía fundamental de Drew Daniels, la coruscante música posroquera milusos de Matthew Hearon-Smith y la voraz ubicuidad espacial que concede un ostentoso diseño de producción de Stephen Phelps.

La femirredención indeseada eleva entonces contradictoria e irónicamente al personaje de Anora a la categoría de heroína invulnerable por excelencia, en toda circunstancia grata y reivindicada o apurada y humillante, en las antípodas de las prostitutas de buen corazón y cual antipuritana Mujer bonita (Marshall 90) muy deliberadamente al revés, resistiendo como fiera acorralada los embates corporales de los guaruras y el cerco psicológico tendido por el corrupto capital aplastante, iniciando (¿e iniciándose?) en el descubrimiento del fascinante mundo del sexo jubiloso e inagotable a ese delicado y delicioso Cándido neovoletriano ultradinámico, y luego desechándolo por decepcionante, en contraste con la dura entereza y la pasión de Anora.

La femirredención indeseada vuelve así su comedia de intensidades tanto sedentaria en el azulrojizo club desnudista o el palacio luminoso del magnate, como nómada e itinerante urbana en una artificial inacabable Las Vegas o en una congelante Coney Island, arrastrando en su arrebatado torrente descriptivo-expresivo la psicodelia de una geometría fractal de texturas caleidoscópicas y pirotécnicas, sin por ello dejar de involucrar sutilezas dramáticas como el largo travelling circular envolvente de la petición de mano y el titubeo de Anora para aceptarlo como erizada culminación de un répos d’amour en el lecho erotizado de un hotel, la boda solitaria en distantes o cercanísimos planos frontales sobre perfiles a lo Wes Anderson presacarinoso, las luchas cuerpo a cuerpo dentro de la mansión-mausoleo de las ilusiones perdidas, las incursiones para retacarse de mota en la permisiva tienda de conveniencia donde labora la amiga Crystal (Ivy Wolk), el frenético itinerario nocturno en busca de un Vanya deshecho, o esa ética importancia que cobra el anillo matrimonial de 4 quilates para honrar a la eufórica Anora y que ella recupera cual postrer reducto de su aventura en el fabuloso final.

Y la femirredención indeseada culmina contemplando conmovida bajo la nieve a la perturbada imperturbable Anora trepándose sobre el guarura hipersensible Igor dentro del auto y violándolo, a él que se había pasado toda la película pidiéndole perdón a la chica por haber debido abrazarla para contenerla, justo a él que se ufanaba de no ser un violador, poseyéndolo en un impulso consumado que es a la vez un libérrimo acto gratuito, reafirmación vital, orgullo de casta y de oficio, retorno a la naturaleza más propia, rabia sagrada y represalia contra el abuso virilista, antes de vencerse en el sollozo y en la aflicción física de inmediato consolada.

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