Trabajaba en el Instituto de Cultura de la Ciudad de México cuando la noticia de la muerte de Rodolfo Morales, ocurrida en Oaxaca el 30 de enero de 2001, me impuso investigar a contra reloj la vida y la obra del pintor nacido en Ocotlán de Morelos el 8 de mayo de 1925. Hablo de una época anterior a san Google. ¿A quién recurrir que conociera su legado? ¿Qué biblioteca visitar con la certeza de que en sus fondos se hallara al menos un buen catálogo? Resultaba apremiante reunir unas líneas bien documentadas en torno de su trayectoria, con notas de inspiración y de elogio porque, al día siguiente de su deceso, organizaríamos un homenaje en la Estación Bellas Artes de la Línea 8, espacio público donde pintó su mural Visión de un artista mexicano sobre Francia, inaugurado en 1998 por el presidente Jacques Chirac.

A partir de aquel “bomberazo” burocrático, la obra de Morales se tornó blanco recurrente para mis debilidades, excursiones y curiosidades plásticas. Un pintor de ensueños campiranos, de pueblos de mujeres y perros, de valles floridos y trenes de innumerables vagones marcando el horizonte. La arcadia de un soñador muy despierto. Los recuerdos y los deseos de una comunidad del sur de México presos en la red de un atrapasueños. Pero también advertí en mi recorrido retiniano que, más allá de esas superficies que me evocaban altares de fiesta o cromos de calendario, más allá del “hechizo de Oaxaca” tan a la alza en esos días, presenciaba un lenguaje visual altamente seductor construido en varios niveles de significación. Para empezar por lo evidente, el universo de Morales está habitado de manera preponderante por mujeres, presencias de un mundo pueblerino y multicolor, deliberadamente onírico como fantástico. Teresa del Conde considera que el oaxaqueño nunca fue un artista naive y sí, con absoluta convicción y argumentos, un pintor kitsch, corriente sustantiva de la pintura mexicana donde podemos ubicar a Frida Kahlo y Miguel Covarrubias, a María Izquierdo y Abraham Ángel, a Nahui Ollin y Abel Quezada. Puestas al descubierto sus cartas credenciales, temas y filiaciones artísticas, vuelvo a preguntarme: ¿qué me deslumbra y revela? ¿Qué me inquieta y conmueve de la obra de Rodolfo Morales? Además de esas preguntas, también es dable oponer otras sobre su actualidad: ¿cuál es su status en el mercado del arte y en la valoración de las nuevas generaciones de pintores? ¿Cuál es su lugar en la pintura de México y de Oaxaca?

Durante su juventud, Rodolfo Morales se mudó a la Ciudad de México para  ingresar, en 1949, a la Academia de San Carlos./ Cortesía Fundación Cultural Rodolfo Morales A.C.
Durante su juventud, Rodolfo Morales se mudó a la Ciudad de México para ingresar, en 1949, a la Academia de San Carlos./ Cortesía Fundación Cultural Rodolfo Morales A.C.

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Tercer hijo del matrimonio de una maestra rural, la señora Rufina López y del carpintero Ángel Morales. En esa familia, la figura materna será decisiva en su vida y en su vocación. Pegado a las faldas de la madre conocerá los rituales y los altares de la iglesia, participará en la mesa de los trabajos manuales de las alumnas, fabricará piñatas y papalotes que se venderán con éxito en la tienda que regentearía por una temporada la profesora López. El aura protectora y pedagógica del eterno femenino marcaría la infancia del futuro pintor, lo pondrá en contacto sensorial y anímico con las formas y con los colores. Educación del ojo y de la mano. Un ámbito de sutileza, encanto y orden. Tal vez el taller del maestro Morales, rudo y autoritario en su trato, lo alejó de la música del serrucho, de la textura del aserrín y de los engarces amorosos de los ensambles. En una entrevista con Cristina Pacheco recordará a su padre con palabras acres: “Un ser completamente gris al que no parecía importarle nada o casi nada. Poco comunicativo. (…) Nuestra relación fue distante, poco afectuosa: creo que no tuve tiempo de aprender a quererlo”. (1)

En esa misma conversación hablará de varios de los momentos cruciales y, hasta cierto punto, epifánicos que definieron su rumbo de artista: un primer viaje en tren a Oaxaca en 1931, su llegada a la Ciudad de México para inscribirse en la Academia de San Carlos en 1948, su primera exposición en Cuernavaca en 1975 – a sus 50 años de edad- en la galería La Casa de las Campanas. En la primera experiencia localizó, como un sedimento de la memoria, una visión plástica del paisaje que llegado el momento tomará dominio en los lienzos y muros de Rodolfo Morales. Confió a la periodista que la travesía en tren tuvo una fuerte y honda impresión: “De asombro. Me lo produjo ver, o imaginar, que las cosas se movían. No me daba cuenta de que éramos nosotros los que avanzábamos. A mí me pareció que los cerros que yo siempre había visto inmóviles, giraban y cobraban una apariencia enteramente distinta, nueva para mí. No me impresionó menos llegar a la primera ciudad que conocí: Oaxaca. Me maravillaron los edificios, las calles pavimentadas y sobre todo la luz eléctrica. En Ocotlán nos alumbrábamos con lámparas y velas”.(2) Un vaivén, un traqueteo, una ondulación se activa en su pintura al contemplarla. Ejercicios de levedad. Insinuaciones y recreaciones de lo angélico que no rehúyen lo terreno y la ley de la gravedad. Para tal contraste de peso y contundencia aparecen los monumentos religiosos y civiles de una ciudad de provincia. La querencia por su arquitectura, cúpulas y campanarios, fachadas de cantera de casonas de la época colonial o porfiriana, arquería de portales y herrería de balcones y kioskos. Esa iconografía urbana forma parte del inventario de su imaginería que se complementa con sus paisajes de cerros y campos de cultivo.

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 Mientras cursaba sus estudios en la Academia, de 1948 a 1953, la retórica de la Escuela Mexicana de Pintura estaba agotada. El joven Morales estuvo consciente de tal agonía por lo que buscó otros referentes en su formación. Los encontraría en la amistad y el magisterio de dos disidentes del movimiento nacionalista: María Izquierdo y Manuel Rodríguez Lozano. Sin embargo, la timidez y el bajo perfil mantuvo al oaxaqueño fuera de la escena del arte de México, empleado como maestro de dibujo en la Preparatoria 5 de Coapa donde pintaría un mural en 1962. Ocho antes había decorado las paredes y el techo de la presidencia municipal de Ocotlán. En esas dos creaciones muralísticas estaba ya el mundo visual de Rodolfo Morales, el gineceo colorido que encantaría a Rufino Tamayo, visitante de la exposición organizada en Cuernavaca. A partir de entonces, con la recomendación de su célebre paisano, expondría en la galería de Estela Shapiro, puerta de entrada para su reconocimiento tanto en el país como en extranjero. Muy especialmente los coleccionistas de Monterrey comprarán sus obras. Hoteles como el Camino Real de Polanco y el Royal de Pedregal le harían encargos para decorar sus lobbys. Pronto, críticos de arte como Jorge Alberto Manrique, Carlos Monsiváis, Teresa del Conde, Alberto Blanco y Robert Valerio dedicaron páginas valiosas que ponderaban su propuesta eludiendo los consabidos clichés de hechizos y folklorismos oaxaqueños.

Cuando Monsiváis aborda sus cuadros, su paisaje pueblerino, piensa en la sincronía que estos tienen con la poesía de Francisco González León y, claro, con la de Ramón López Velarde. En los tres universos creativos coincide una común espiritualidad, pero también, un apremio elegíaco que anuncia que ese tiempo sincrónico –conjunción de lo terrenal con lo celeste- está a nada de detener sus manecillas. Tal vez por eso, en ciertas piezas, identifico un afán escenográfico, la construcción de un espacio ritual que permite dar cuerda a ese reloj para continuar esas fábulas y esos cuentos de mujeres meditabundas, introspectivas y expectantes. Una puesta en escena silenciosa, debo agregar. Quizá por eso, los colores de sus lienzos y muros son serenos, nunca bullicioso ni mucho menos estridentes. Los elementos de la pintura metafísica funcionaron de maravilla para estos afanes de mudez. Entonces, el espectador de su pintura se desconecta doblemente del “mundanal ruido” y se interna en esos paréntesis de vida plena e intensa, teatros de mediodía con un sol negro o foros nocturnos para insomnes guiados por la luna llena. Gracias a la poeta juchiteca Rocío González aprendí a leer a contraluz ciertas claves de la obra de su paisano. Por ejemplo, el vacío, la soledad y el aburrimiento representados en las azoteas, los vestidos de las novias y los perros callejeros: “Tus azoteas, Rodolfo,/ son todavía más claras;/ no contienen sino la arquitectura/ prolongada del vacío,/ miradas sin eternidad,/ tumba en los pies”. (3)

Dice Alberto Blanco: “No cabe duda que Rodolfo Morales se ajusta a la perfección al dictado picassiano: ha pintado nada más lo que ama. Nada más y nada menos”.(4) En esos afectos cordiales se ubica, obviamente, Ocotlán, pueblo al que regresará poco después del sismo de 1985, abandonando su departamento de Coyoacán donde no cabía un tepalcate más. Volvió al lugar donde enterraron su ombligo, tornó a lo cercano y a lo íntimo, se propuso escuchar los silencios de los que ya no estaban entre los vivos, su madre y su infancia en orden estelar. Construyó una cocina propia del mejor convento novohispano y un corral de comedias en su nueva casa, abierta a todos, dos veces al año -el viernes santo y el primer domingo de las posadas navideñas- con cazuelas a tope de moles y tamales. En 2006 tuve la fortuna de conocer la casa, atendida por Alberto Morales, sobrino del pintor y excelente anfitrión, quien me mostraría el taller de su tío donde todo está como lo dejó, incluido el cuadro que estaba pintando, unos minutos antes de que arribara la ambulancia que lo llevaría de urgencia a Oaxaca, para intentar posponer las devastaciones de un cáncer de páncreas. En ese viaje, y en otros posteriores, acudí al ex convento de Santo Domingo de Ocotlán donde se exhibían cuadros, tapices y los famosos cilindros del artista, piezas que sumaron argumentos a mi valoración. Este edificio virreinal es la sede de la Fundación Rodolfo Morales la cual, me imagino, debe estar muy atareada en este 2025, año de la celebración del centenario del pintor. Leo en algunos portales de noticias oaxaqueños que se reactiva -después de varios lustros de olvido- el Festival de Primavera que lleva su nombre. Lo festejo por todo lo alto y ojalá que no se quede en una programación de luces y espuma. ¿El MACO, el MAM, el MARCO o el Museo del Palacio de Bellas Artes preparan una exposición retrospectiva? Posee todos los méritos y los atractivos para que, especialmente, las nuevas generaciones se deleiten con su pintura, de prodigiosa inventiva, de aventura cromática donde el ars combinatoria del color posee el mismo protagonismo que las figuras expuestas en su relato plástico. Una pintura dispuesta en una composición que pareciera crear las condiciones para que los personajes se movieran, unos cuantos milímetros, sigilosamente o abrieran y cerraran los ojos.

El mercado del arte mexicano no ha dejado de tener a la alza su obra. Por supuesto, no lo puedo comparar con Rufino Tamayo ni con Francisco Toledo, artistas cuya exigencia formal, curiosidad, riesgo y talento contribuyeron a reinventarse una y otra vez, ejercicio poco recurrente en el hacer de Rodolfo Morales quien hizo de su tema cardinal un sinfín de variaciones. No obstante esos límites, su legado como pintor y mecenas de su región permanecerán. Su mirada generalmente de gran angular, su cromatismo de eficaz seducción, su fabulación en el orbe del “mujerío” de la suave Patria velardiana, le reservan un lugar indiscutible y necesario en la pintura mexicana.

Notas:

1. Tres generaciones. Morales, Toledo y Galán. “Los silencios magníficos”, Instituto de Estudios Educativos A.C., México, 1997, p. 32.

2. Op. cit., p. 33.

3. González, Rocío, Vislumbre, “Azoteas”, Ediciones Arlequín, 1999, p.38

4. Blanco Alberto, Las voces del ver, “Rodolfo Morales: el pueblo interminables”, Conaculta, 1997, pp.165-166.

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