El 2 de agosto de 1944 murió en París el crítico literario francés de origen mexicano Ramon Fernandez, víctima de una embolia que lo salvó de ser juzgado y acaso ajusticiado por haber sido uno de los escritores más prominentes en la colaboración con los alemanes. Su hijo y biógrafo, el novelista Dominique Fernandez (Ramon, 2008) sospecha que habiendo sido su nacionalidad mexicana el obstáculo que le impidió participar en la Gran Guerra de su generación (la de 1914), algo tuvo de revancha su aberrante adhesión al nacionalsocialismo en suelo francés, habiendo devaneado antes, como tantos durante la década canalla, en el mundo de la izquierda. Sus Messages, publicados en 1926, causaron inquietud, hablase de Honoré de Balzac o de Joseph Conrad, como en 1932 su discusión con el ya fallecido Jacques Rivière sobre Moralisme et littérature, enfrentó a una nueva ilustración filosófica con un catolicismo que buscaba su lugar en el siglo.

No sólo formó parte Fernandez de la Nouvelle Revue Française (NRF), que durante los años de la entreguerra tuvo la más alta concentración de grandes críticos por metro cuadrado de la historia, sino fue el corresponsal francés de The Criterion, la revista de T.S. Eliot donde éste lo consideraba, junto a él mismo, Herbert Read y Ivor Richards, uno de los elegidos para rescatar al humanismo de su versión pedagógica y ecuménica difundida entonces desde los Estados Unidos.

Anglófilo, Fernandez fue de los pocos escritores franceses de su época que era resueltamente bilingüe, pero resultó ser muy indiferente ante las letras de México y del resto del mundo hispánico, al grado que Alfonso Reyes, quien lo frecuentó en París cuando era diplomático, se cansó de rogarle un gesto hacia la literatura mexicana. Sólo consiguió la cesión de dos textos –uno para Contemporáneos y otro para Bandera de provincias– y ambos los tradujo Xavier Villaurrutia. Antes de morir, Reyes le dedicó un pie de página, en 1958: “Ramon Fernandez era hombre sutil pero, en freudiano desliz, y sin duda para que no lo confundieran con sus hermanos salvajes, tuvo el mal gusto –tufillo de mala conciencia– de escribir por ahí algunas frases despectivas, y enteramente inútiles, sobre la América hispana.”

Íntimo de Marcel Proust y uno de los primeros en entender su obra (Proust ou la généalogie du roman moderne, 1943), reconoció a André Gide (1931) y en las antípodas, también a Maurice Barrès (1943), así como fue sorprendente su apología del cardenal Newman (reeditada en 2010 por su hija Iréne Fernandez), quien santificado recientemente por el papa Francisco, abjuró en 1845 del anglicanismo.

El ateo Fernandez, en esos textos de juventud, argumentaba que Newman era quien más se había acercado a resolver, a la moderna, los misterios de la razón. No me sorprende esa incursión primeriza, pues dejando atrás lo mismo el biografismo del que se acusaba a Sainte–Beuve (aunque el Contra Sainte–Beuve, de Proust, será una recopilación póstuma aparecida hasta 1954) que el comentario de texto a la Gustave Lanson (que tendría su segunda oportunidad sobre la tierra con Roland Barthes y compañía), Fernandez – quien al mismo tiempo que la Escuela de Ginebra también abrazada a la fenomenología– desarrolló una crítica literaria sustentada en la personalidad estando el bergsonianismo en boga.

Quien dice que la vida de Fernandez –amante de los automóviles Bugatti, hijo de la fundadora de Vogue, colaboracionista– es más interesante que su obra, no lo ha leído. Tomemos tan sólo su libro sobre Molière: Molière ou l’essence du génie comique(1929). Es una falsa biografía (se sabe poco de la vida del poeta dramático y a Fernandez no le interesa saber más) y encontramos un desarrollo convincente de la teoría de la comedia de George Meredith, el olvidado patrono inglés ­ ­-quién sabe por qué– de tantos novelistas franceses de aquella época.

El genio cómico es raro, sostenía Molière contra sus enemigos mojigatos y contra los trágicos racineanos. Tan excepcional como vivir a fondo la experiencia, lo es sacar de nuestros actos, aquello que verdaderamente los caracteriza, lo cómico. Para lograrlo se necesita que el actor nunca olvide, estando en la escena, que es un actor, según lo deseaba Molière. La máscara es su único equipaje y su oficio, el atletismo de la cuerda floja. Cualquiera sabe –decía Molière contra Racine– que nada es más fácil que contar lo trágico, mientras que la vis cómica es excepcional. Por ello los humoristas, en persona, son personas graves y hasta melancólicas. Después de hacer reír al público, quieren llorar a solas porque han liberado al hombre, con la risa, de la religión. El espíritu cómico, dijo Fernandez, es lucreciano, materialista e hijo de la Razón.

Había un Tartufo libertino y un Tartufo cristiano –no lo ignoraba Fernandez– que denuncia los excesos de la pasión religiosa, su hipocresía. “La comedia”, según leemos en Molière ou l’esence du génie comique, “reposa sobre la convención cómica, que es un acuerdo de identidad entre el error y el vicio, entre la verdad y la buena conciencia. Ese acuerdo no se produce en el espíritu de un lector aislado y meditabundo, sino entre la opinión de un promedio de espectadores reunidos. Esa razón pública, ese promedio, forma parte de la misma concepción cómica, puesto que es una de las dos visiones de la cual el autor tiene necesidad para desatar la risa. El poeta cómico de teatro no es el maestro de su ideal; su ideal le es proporcionado por la sociedad que él ilumina sólo para apoyarse en ella con la mayor firmeza”.

El fenotipo de “Moncho”, como le decía su madre, quien perdió a su marido, el diplomático mexicano, el mismo año de 1905 en que murió su suegro, alguna vez gobernador de la Ciudad de México, era mexicanísimo, como se nota en cualquiera de sus fotos. Con falsía, se atribuyó su alcoholismo y su ausencia como padre, a una supuesta idiosincrasia mexicana, habiendo obtenido el crítico literario su cabal nacionalidad francesa en 1919.

Este mes, calculando que algunos no llegaremos en buena forma al centenario de la muerte de Ramon Fernandez (1894–1944), nos reunimos en El Colegio Nacional, algunos lectores y parientes del crítico, encabezados por Dominique Fernandez, Fernanda Ballesteros Fernández, Rubén Gallo y quien esto escribe. No sin cierta impertinencia, le recordamos a Moncho que en México nos acordamos de él. Presentando su traducción de “Poética de la novela” en Bandera de provincias, había escrito Xavier Villaurrutia en 1929: “Ramón Fernández es de origen mexicano, decimos con melancólico orgullo. De su nombre suprimió ya los acentos ortográficos. Nada podrá suprimir el acento moral que lo conserva mexicano originalmente, con la misma originalidad que un día hizo aparecer francés a nuestro juicioso Ruiz de Alarcón”.

Alguien dijo que Ramon Fernandez pudo ser el Jorge Santayana mexicano, un individuo de profundidad filosófica que piensa en una lengua y escribe en otra. Me lo imagino perdonado (no fue antisemita y no denunció a su vecina la resistente Marguerite Duras) tras la desnazificación y llegando a ese México que nunca conoció, a discutir falsas y verdaderas mexicanidades con un José Gaos, un Emilio Uranga, un Octavio Paz. Le habría dado a él, a su vida y a su obra, la de ser depositaria de otro mensaje, de alcances más duraderos y persistentes.

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